En 1963, dos años antes de su muerte, T. S. Eliot reunió sus Collected Poems en una edición que publicó Faber and Faber. Quince años después, en 1978, Alianza Editorial publicaba la versión española de José María Valverde, Poesías reunidas 1909-1962, que acaba de reeditar ahora en formato de bolsillo.
Desde el inicial Prufrock y otras observaciones, de 1917, a los Versos de ocasión, se recoge en este volumen el corpus poético eliotiano tal como lo diseñó el propio autor. Un canon que tiene su primera cima en La tierra baldía, que comienza con estos versos:
Abril es el más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.
En sus cinco partes, entre ‘El entierro de los muertos’ y ‘Lo que dijo el trueno’, La tierra baldía acumula en menos de quinientos versos varios estratos de significación y una desconcertante diversidad de voces en un palimpsesto textual que incorpora literalmente textos de Dante -el eje de su canon poético-, de Shakespeare y Ovidio, de Conrad o de Baudelaire.
Escrito por un Eliot sumido en una crisis personal, en la hora violeta de un episodio de depresión profunda, el poema se publicó a finales de 1922, corregido de manera drástica, quirúrgicamente casi, por Ezra Pound, il miglior fabbro, a quien está dedicado el libro.
La tierra baldía es, en palabras de Edmund Wilson, “el grito de un hombre al borde de la locura”, un texto desolado escrito en los límites de la desesperación. Pero por encima de su trasfondo autobiográfico, al que Eliot aludía cuando reconocía la función terapéutica de su escritura como “insignificante queja contra la vida” y como “rítmico lamento”, La tierra baldía tiene una dimensión más amplia, es un caleidoscopio que muestra la crisis del hombre contemporáneo desorientado y traza la imagen opaca del vacío en medio de la confusión.
La desolación, la angustia y la ironía, la ruptura de la subjetividad romántica de un yo poético diluido en la polifonía dramática de las voces que hablan en La tierra baldía provocan fascinación y perplejidad en el lector de un texto enigmático, discontinuo y alusivo, elusivo y fragmentario en el que hay una enorme diversidad de voces, de tiempos y géneros, de lenguas y culturas y un mosaico de prosodias heterogéneas y de tonos distintos que recuerdan una estructura musical.
Eliot caería luego en un largo silencio poético, del que saldría quince años después con los Cuatro cuartetos, con los que alcanzaría su mayor perfección formal y su mayor hondura meditativa. Esa obra inesperada de madurez es el resultado de una profunda crisis personal y de un proceso de transformación espiritual que le había llevado a convertirse al catolicismo y a adoptar la nacionalidad británica a finales de los años veinte.
Eliot había encontrado un nuevo tono de voz en los Coros de La piedra (1934), donde se prefigura ya la tonalidad musical de los Cuatro cuartetos. Así comienza el primero de los Cuatro cuartetos, Burnt Norton:
El tiempo presente y el tiempo pasado
estén quizá presentes los dos en el tiempo del futuro
y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Se inauguraba así un nuevo ciclo poético que sería el resultado de la reinvención personal y literaria de Eliot y de la sacudida de la guerra, que sobrevuela trágicamente desde 1939 los otros tres poemas de la serie: East Coker, The Dry Salvages y Little Gidding.
En ese estilo dramático, a medio camino entre la reflexión en voz alta y la apelación al lector, se moduló la nueva tonalidad poética de Eliot en un estilo marcado por la influencia bíblica de los libros sapienciales y de Dante. Un estilo más conversacional, más cercano al lector, más discursivo e inteligible que el de La tierra baldía.
Con su tonalidad sentenciosa y persuasiva, la voz de estos poemas incorpora distintas tradiciones en busca de la divinidad y la transcendencia. Eliot convoca en ellos el espacio y el recuerdo en una mirada al interior de sí mismo, en busca del orden y del sentido, del lugar de intersección de lo temporal y lo intemporal, del luego y el antes, en Inglaterra y en ningún sitio, en un tiempo primordial (“Siempre y jamás”) anterior a los nombres y en una estructura compositiva que va desarrollando temas y variaciones, como en el arranque y en el cierre del segundo cuarteto, East Coker:
En mi comienzo está mi fin.
[…]
En mi fin está mi comienzo.
Ese tema central, presente desde el principio, va recorriendo musicalmente los Cuatro cuartetos hasta el último poema del ciclo, Little Gidding, que se cierra con un movimiento alusivo otra vez al tema central:
Lo que llamamos el comienzo es a menudo el fin
y llegar a un fin es hacer un comienzo.
El fin es de donde arrancamos.
En su introducción se pregunta José María Valverde: “¿Por qué es tan importante la poesía de T.S. Eliot?” Y proponía como respuesta que la causa era “la virtud de lo que siempre ha sido lo decisivo en un escritor: el acierto y la fuerza de su lenguaje -o su «escritura», como es moda decir hoy-: un lenguaje, en este caso, casi «sin dar la cara», casi como invisible punto de arranque para multiformes voces irónicas o collages de citas, pero con la esencial fuerza legitimadora del poeta, que hace que esos artefactos se mantengan en pie porque están hechos de palabras insustituibles y memorables -igual que la más vieja y clásica poesía.”
Palabras como las de estos versos de Little Gidding:
Ceniza en la manga de un viejo
es toda la ceniza que dejan las rosas quemadas.
Polvo suspendido en el aire
marca el lugar donde acabó una historia.
Polvo inhalado fue una casa-
la pared, el entablado y el ratón.
La muerte de esperanza y desesperación,
esta es la muerte del aire.