En mayo de 1968, la juventud soñaba con un mundo en el que estuviera «prohibido prohibir». Hoy, la nueva generación solo piensa en censurar aquello que la agravia, que la «ofende».
En Estados Unidos, basta con pronunciar «ofender» para apagar una conversación. Como parte de una necesaria reflexión para limpiar el vocabulario de sus escorias vejatorias para con las mujeres y las minorías, lo «políticamente correcto» parece fundirse con la caricatura liberticida que sus adversarios conservadores le predijeron desde el principio, inclusive antes del actual descarrío. Una ganga con la que estos se frotan las manos, pues les concede el bello rol de ser los campeones de las libertades.
Antaño, la censura venía de la derecha conservadora y moralista. Ahora, brota de la izquierda. O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria, que abandona el espíritu libertario y lanza sus anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas.
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La caída del Muro y el proclamado fin de las ideologías dejaron el campo libre para un retorno al tribalismo. Ya no es la Guerra Fría, sino la guerra de las identidades. La generación Y o millennial no ha conocido ni la esclavitud, ni la colonización, ni la deportación, ni el estalinismo. Pero de tanto observar el mundo de manera descontextualizada y anacrónica a través de Internet, a veces se cree esclava, indígena e incluso amenazada de exterminio. Linchar digitalmente le sirve de escuela política, de partido, de movimiento. Así aprendió a desbocarse ante el menor tuit, a vociferar más rápido que su sombra para recoger la mayor cantidad de likes posibles. Hasta convertirse en un perfecto émulo de aquellos viejos juicios de Moscú, más fáciles de organizar que nunca; hoy el marco es la universidad.
Caroline Fourest.
Generación ofendida:
De la policía de la cultura a la policía del pensamiento.
Traducción de Agustina Blanco.
Península. Barcelona, 2021.