Setenta años de El Llano en llamas
Han pasado setenta años desde que el 18 de septiembre de 1953 se publicó la primera edición de El Llano en llamas, la monumental colección de cuentos de Juan Rulfo. Y para conmemorarlo, acaba de reeditarse en una cuidada edición limitada de R & M en colaboración con la Fundación Juan Rulfo.
Desgraciadamente yo no tuve quien me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: “Hoy parece que por ahí vienen las nubes...” En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia.
Con esos párrafos iniciaba Juan Rulfo su conferencia El desafío de la creación, que ilumina su inconfundible mundo narrativo, inaugurado en 1953 con los cuentos de El Llano en llamas.
Con aquellos quince cuentos -diecisiete a partir de la edición definitiva de 1970- y con Pedro Páramo, Rulfo fundaba un nuevo territorio narrativo en la literatura hispanoamericana, asentado en un nuevo tono, intermedio en su estilización entre lo coloquial y lo poético, y prescindía del folclore y del panfleto para elevar lo regional al nivel de la tragedia griega, como señaló Luis Harss.
Con el trasfondo histórico de las guerras cristeras contra el gobierno federal, los cuentos de El Llano en llamas -como después la novela- se ambientan al sureste del desierto de Jalisco. Y allí, entre el polvo y la injusticia, entre la miseria y los fantasmas de los muertos, entre el miedo y la violencia, entre el sueño y la resignación, los susurros y el viento que silba en el silencio, los campesinos hablan en voz baja, con el fatalismo que Paz veía como propio del mexicano, y recuerdan sus días en la tierra seca y áspera que es una proyección en el paisaje erosionado de sus propias vidas, en ese “comal acalorado” al que -antes de la fundación de Comala como espacio narrativo en Pedro Páramo- se refiere el protagonista de Nos han dado la tierra.
El Llano en llamas es el primero de los cuentos desde que Rulfo decidió ordenar cronológicamente según el orden de composición este conjunto de relatos, entonces fundacionales, hoy clásicos y mañana tan inagotables como ahora. Unos cuentos que le ayudaron a encontrar el tono y la atmósfera que se prefiguran ya en Luvina y que serían el centro de Pedro Páramo, la novela que estaba escribiendo mientras componía estos relatos que influirían decisivamente en la narrativa de García Márquez, que reconoció siempre a Rulfo como su maestro.
Talpa, ¡Diles que no me maten!, Luvina o No oyes ladrar los perros son títulos imprescindibles en el canon del cuento hispanoamericano, relatos protagonizados por la desolación de personajes despojados en medio de los yermos polvorientos. Personajes herméticos y desconfiados, solitarios y vinculados casi orgánicamente a la tierra y aplastados con estoicismo por el peso de los muertos y los recuerdos.
En El Llano en llamas Rulfo escribió un epitafio de aquellas tierras calcinadas; trazó en Es que somos muy pobres la imagen imborrable de una muchacha que no se casa porque pierde su dote; hizo de Macario, el niño huérfano, el protagonista del cuento que más recuerda a Faulkner; reflejó la violencia del campesino en Acuérdate y el bandidaje en La Cuesta de las Comadres; habló de los fugitivos en La noche que lo dejaron solo y en El hombre; del asesinato del patrón en el relato En la madrugada; de viajes agotadores y errancias por la tierra caliente del desierto en Talpa y en No oyes ladrar los perros; completó la intensa narración de una venganza en ¡Diles que no me maten!; describió la esterilidad de los campos en Nos han dado la tierra y, a través del monólogo de un maestro de escuela, dibujó un ámbito maldito en Luvina, “un lugar moribundo.”
Son las voces de los personajes las que sostienen estos relatos subjetivos, narrados la mayoría de ellos en primera persona, como un monólogo del narrador protagonista o del narrador testigo, o como un diálogo con las sombras mudas del interlocutor invisible al que a menudo se dirigen.
Dotados no sólo de unidad temática, sino de una notable coherencia formal, los relatos de El Llano en llamas, más allá de su trasfondo histórico concreto y de sus ásperas referencias geográficas, construyen un mundo narrativo inconfundible, cimentado en la imagen del hombre desvalido en medio de un mundo inhóspito, en medio de un vacío que está fuera del tiempo y del espacio.
Y ese mundo se levanta literariamente con el lenguaje entre poético y coloquial de unos personajes que no actúan, unos personajes que hablan o murmuran para recordar desde situaciones extremas que desencadenan los procesos de la memoria sobre los que se sustentan estos cuentos imprescindibles.
Además del texto definitivo de El Llano en llamas, esta edición conmemorativa se abre con la reproducción facsímil de la primera versión del cuento que da título al conjunto: la versión que apareció en diciembre de 1950 en la revista América.
Un cuadernillo final ofrece la reproducción en color de medio centenar de portadas de diversas traducciones del libro a muy diversas lenguas: entre una edición milanesa de 1963 y la reciente edición portuguesa de 2023.
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