Hay quien dice que jamás quiso de verdad a ningún ser humano y que su relación con el público fue «la más importante historia de amor de su vida». Temía perder de pronto aquel éxito que tan repentinamente había conquistado y lo buscaba con cada libro, con cada cuento, comunicándose, por medio de cada relato de Navidad, con su enorme familia de lectores, sentada delante de miles de árboles festivos para devorar miles de pavos y de plum pudding. El éxito, tan perseguido y cortejado, tan deseado y temido, nunca lo defraudó y en ocasiones fue extraordinario, como en el caso de Almacén de antigüedades. Los lectores norteamericanos leían los capítulos con algunas semanas de retraso y, en cierta ocasión, cuando un barco inglés atracó en el puerto de Nueva York, se encontró rodeado por un gentío que preguntaba ansiosamente a los pasajeros: «¿Ha muerto Nell?». Como Dylan Thomas, en los últimos años de su vida hacía giras agotadoras leyendo, escenificando, recitando páginas de sus novelas; prefería las más sangrientas y las leía con una gran implicación emocional: con ansiedad, horror, atracción, alucinación. El público enloqueció de histeria, las señoras se desmayaban al tiempo que sus nervios se debilitaban y consumían. La gente llegó a dormir al aire libre en pleno invierno delante de las taquillas, mientras los camareros de los establecimientos cercanos les confortaban sirviéndoles comida.
Pietro Citati.
“Elogio de Dickens”,
en El mal absoluto.
En el corazón de la novela del siglo XIX.
Traducción de Pilar González Rodríguez.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2006.