17 abril 2024

Cuentos completos de Kafka



Sancho Panza, quien por cierto nunca se vanaglorió de ello, consiguió a lo largo de los años apartar de sí a su demonio, al que más tarde dio el nombre de Don Quijote, proporcionándole en las horas vespertinas y nocturnas gran cantidad de novelas de caballerías y de asaltos, al extremo de que este, fuera de sí, realizó los actos más disparatados, los cuales, sin embargo, a falta de un objeto predeterminado, que precisamente debería haber sido Sancho Panza, no causaron mal a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, llevado tal vez por cierto sentido de la responsabilidad, siguió como si nada a Don Quijote en sus andanzas, de lo cual obtuvo hasta el final de sus días, un apreciable y provechoso entretenimiento.

Es uno de los relatos de Kafka que publica Páginas de Espuma en una magnífica edición de sus Cuentos completos con traducción de Alberto Gordo, ilustraciones de Arturo Garrido y una introducción -Demasiado Kafka- en la que Andrés Neuman explica que “cuando pensamos en el estilo de Kafka, tendemos a exagerar su carácter parabólico. Sin embargo, en cuanto abrimos su primer libro de cuentos, nos envuelve una sensorialidad colmada de ruidos, temperaturas, estímulos visuales. Kafka era menos un autor de abstracciones que de desnudos, de cuerpos vulnerables sin otro asidero que su desamparada materialidad.”

Entre Descripción de una lucha, una novela corta en la que la que estuvo trabajando siete años y en la que asoma el característico mundo kafkiano, y Josefina la cantante o el pueblo de los ratones, su último relato, escrito el mismo año de su muerte, se reúnen en este volumen casi un centenar relatos organizados en la medida de lo posible con un criterio cronológico, porque algunos tienen una datación imprecisa y otros son textos trabajados durante meses y años.

En todo caso, son textos imprescindibles como La condena, El fogonero, La transformación, Ante la Ley, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un artista del hambre, que vuelven a presentarse al lector con una nueva traducción sobre la que dice Alberto Gordo: “El estilo de Kafka reclama del traductor una atención constante. Su alemán, lejos de ser sencillo (como a veces se ha dicho), está lleno de trampas, de partículas que, siempre al servicio de la precisión, matizan y modifican significados. […] Kafka es prolijo, pero nunca superfluo: una especie de pureza impregna su estilo. Se trata, si acaso, de una mezcla insólita de sencillez y manierismo, un manierismo fértil, jamás gratuito, en el que va profundizando, en un proceso artísticamente fascinante, a medida que pasan los años y se acumulan las páginas. Los personajes de Kafka rara vez se mueven o actúan como personajes de novela, lo que obliga al traductor a revisar automatismos. Por otro lado, los diálogos, muchas veces intencionadamente antinaturales, invalidan casi cualquier consigna sobre la traducción de la oralidad que uno haya aprendido traduciendo a otros autores. El reto, en definitiva, está en saber intuir un punto medio entre originalidad y naturalidad, entre la sutil tirantez del estilo kafkiano y la fluidez debida a una traducción actual. Kafka ha de sonar a Kafka, porque ningún otro escritor había sonado ni suena como él, y ahí radica parte de su encanto. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de ser un Kafka para los lectores de hoy. Esperamos habernos acercado a ese equilibrio.”

Una buena muestra de cómo esta traducción consigue ese necesario y difícil equilibrio entre el respeto a la peculiaridad del estilo kafkiano y la naturalidad propia de una traducción actual, es Un comentario, un breve texto escrito a finales de 1922:

Era muy temprano, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al comparar el reloj de una torre con mi reloj, vi que era mucho más tarde de lo que creía, tenía que darme prisa, el sobresalto por este descubrimiento me hizo dudar de mi ruta, aún no conocía cada rincón de la ciudad, por suerte había por allí un policía, corrí hacia él y, sin aliento, le pregunté por el camino. Sonrió y me dijo: «¿Y quieres que yo te indique el camino?» «Sí», dije, «pues yo solo no soy capaz de encontrarlo». «Déjalo, déjalo», dijo y se dio la vuelta con un gran aspaviento, como alguien que quisiera estar a solas con su risa.

Kafka publicó en vida, entre 1913 y 1924, tres selecciones de sus relatos en sendos volúmenes que muestran una cierta unidad temática: Contemplación, Un médico rural y Un artista del hambre, además de los imprescindibles La condena, La transformación, El fogonero o En la colonia penitenciaria. 

Se añaden a esos textos las narraciones que Max Brod editó después de la muerte de Kafka en dos volúmenes titulados Durante la construcción de la muralla china y Descripción de una lucha, aunque, como señala el traductor en su nota inicial, “la traducción sigue fielmente las ediciones de Fischer, que a su vez se basan, en el caso de los textos póstumos, en los manuscritos en su forma original, es decir, sin las injerencias de Max Brod. Estas injerencias incluían importantes cambios en los textos” y además -añade- “no hemos considerado urgente distinguir, como se ha hecho a veces, entre obra publicada y obra póstuma, pues los textos importantes de Kafka, a pesar de la exigencia con la que él enjuiciaba su obra, se encuentran también entre sus papeles privados y no solo en los textos que decidió publicar.”

En conjunto, esta edición ofrece casi un centenar de relatos que constituyen el corpus total de la narrativa breve de Kafka, entre el cuento y la novela corta. Ya en Contemplación, el primer libro que publicó, hay textos memorables como Para que reflexionen los jinetes o el excelente Deseo de convertirse en indio:

Si uno fuera de veras un indio, siempre a punto, y, sobre el caballo a galope tendido, encorvado en el aire, temblara una y otra vez sobre el suelo tembloroso, hasta soltar las espuelas, pues no había espuelas, hasta tirar las riendas, pues no había riendas y apenas viera ante sí el paisaje como una landa segada, ya sin el cuello ni la cabeza del caballo.

Desde los relatos de ese inicial Contemplación hasta los Un artista del hambre, pasando por los Un médico rural, que apareció en 1920, está en estos textos el Kafka canónico y maduro, el escritor nocturno que cuestiona angustiosamente el mundo, el oscuro oficinista que se desdibuja en máscaras irónicas o se atrinchera en el interior de sí mismo y anticipa en Ante la Ley una semilla de El proceso; el que deja en sus páginas varias parábolas inolvidables (Chacales y árabes, Un mensaje imperial o Un informe para una academia) sobre el sinsentido y los límites de la expresión, sobre la crisis de la identidad y la razón. Porque, como escribió Borges, “el destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Redactó sórdidas pesadillas en un estilo límpido.”

Y ocupando un espacio esencial en el conjunto de sus relatos, La transformación, una de esas pocas obras que pueden resumir por sí solas el siglo XX. Kafka la había escrito en un momento en el que una intensa crisis personal acabó desencadenando, en el otoño de 1912, la creación de textos tan esenciales en su obra como La condena, que compuso de un tirón durante la tarde y la noche del 22 al 23 de septiembre.
 
La escritura de La transformación se prolongó del 17 de noviembre al 7 de diciembre de ese mismo 1912, con un parón por medio que Kafka lamentó luego, porque notaba que, tras esa interrupción, al retomarla, la tercera parte se resentía de una suerte de recalentamiento que perjudicaba al funcionamiento narrativo del conjunto. 

Opaca y escrita para que la leamos como si estuviéramos despiertos en medio de un sueño, narrada con una llamativa frialdad por un narrador imperturbable, es precisamente en esa distancia y en el ‘ligero fastidio’ que provoca la situación en el propio Samsa en donde se encuentra uno de los rasgos más peculiares de La transformación y de la manera kafkiana de narrar, con un punto de vista en el que el narrador se funde con el protagonista a través de la sutileza del estilo indirecto libre. 

Junto con El fogonero y La condena, Kafka proyectó una edición de La transformación como parte de una trilogía que se iba a titular Los hijos, pues la relación problemática con el padre es el hilo conductor de los tres relatos. Frustrado ese proyecto inicial, se publicó como libro exento en 1915 y se convirtió desde entonces en la obra fundamental de las que Kafka publicó en vida. Pero sigue siendo una obra tan inaccesible como el castillo al que intentaría llegar el agrimensor K. muchos años después. 

Ese carácter enigmático se amplía a la totalidad de su obra, porque aunque de pocos autores se habrá escrito tanto, sin embargo el sentido último de sus relatos sigue rodeado de un misterio que flota sobre el fondo oscuro de la incertidumbre y la desolación, del vacío y la desesperanza, del desarraigo y la pesadilla, de la liberación y el castigo, con un humor a menudo irónico, que Kafka aprendió en Chesterton, y con una calculada ambigüedad.

Porque “la verdad interna de un relato -escribía Kafka en una de la cartas a Felice Bauer- no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes.”

Esta magnífica edición quedará como una de las aportaciones editoriales de referencia con motivo del centenario de la muerte de Kafka en 1924. Un Kafka que emerge en estado puro en estos relatos, desorientado en medio de un mundo opaco, y dueño de un lenguaje denso y frío y de una literatura mágica y distante, inagotable y perturbadora, como la de este temprano y breve texto, Los árboles, que escribió  en 1907:

Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Parece que están sin más sobre ella, y que con un suave empujón uno debería poder desplazarlos. No, no se puede, pues están unidos con firmeza al suelo. Pero ojo, incluso eso es solo apariencia. 

“La lectura -escribe Andrés Neuman en su prólogo- constituye un acto secretamente colectivo: interviene en nuestra memoria y posibilita el futuro. Borges observó que Kafka había creado a sus precursores, es decir, que había sido capaz de influir en el pasado. Quizá por eso cuentos como Un mensaje imperial, publicado cuando Borges era un joven inédito, nos parecen escritos tres décadas más tarde por él mismo, que tradujo y reescribió a su maestro. Hoy la vigencia de Kafka sigue propiciando fenómenos inversos. No es tanto que su obra explique el tiempo que nos ha tocado resistir, sino que la realidad misma insiste en volverse cada vez más kafkiana, en una mímesis oscura como una cucaracha. Plagiando sus lógicas, el mundo abusa de Kafka. “