22 abril 2024

El torbellino Kant

 

¡Pájaro! ¡Tambor!

Ese es el llamativo título del prólogo de El torbellino Kant, de Norbert Bilbeny, catedrático emérito de Filosofía Moral de la Universidad de Barcelona. Estos párrafos explican el título del prólogo, que evoca los últimos meses de vida del ya casi octogenario filósofo de Königsberg, de cuyo nacimiento en 1724 se cumplen trescientos años hoy, 22 de abril:

He aquí un anciano de pequeña estatura, en su casa y encogido en un sillón. Desde la que fue una sala habilitada para dar clases, en la planta primera, el hombre mira a través de la ventana el paso de la gente y de los carruajes. Algunas personas le saludan desde fuera, alzando su sombrero y sonriéndole. 
Pero el viejo apenas lo percibe, porque padece demencia, probablemente la enfermedad de los cuerpos de Lewy. Está enfundado en un batín amarillo claro estampado con grandes flores grises. Cubre su cabeza calva un pañuelo de seda enroscado a modo de turbante. A ratos cierra sus pequeños ojos azules y dormita, cabizbajo, con el mentón sobre su pecho y unas finas lentes cabalgando en la punta de la nariz. 
Es un mediodía de finales del mes de abril de 1803. El mismo personaje se ha sentado ante una ventana por la que entra el sol y un suave aire de primavera. La estancia pertenece al segundo piso de la misma casa. El edificio tiene ventanas en ambas fachadas y un alto tejado con dos chimeneas. Se encuentra en el número 86 de la calle Prinzessinstrasse, en la ciudad báltica de Königsberg, en Prusia Oriental, distinguida por ser un importante puerto comercial. Muy cerca, detrás de la casa, se halla el viejo castillo real y la parte más antigua de la población. El anciano abre de repente los ojos y mira con atención un gran pino plantado en el jardín que tiene ante él y que pertenece al mencionado castillo. Baja la vista y anota, casi ilegible, en uno de los trozos de papel que llenan su bolsillo: «Hoy es un día triste. No ha venido mi pajarito». Está de este humor porque la última vez que vio a un herrerillo común saltando entre las ramas con su divertida cresta fue durante el invierno anterior. Le agradaba contemplarlo y así se lo indicaba a quien estuviera a su lado.
Hace unos años que al pequeño hombre le atiende un entregado cuidador. Este, al ver que su enfermo ha vuelto a dormirse, le quita con delicadeza las gafas y las deposita en una mesa baja, sobre la que descansan unos cuantos libros que el morador de la casa ya no lee, pero que se empeña en hacer ver que lee. De pronto, y desde la parte de la vivienda que da a la calle, se oye venir la banda de música del rey tocando, como de costumbre, al compás de una marcha militar. El cuidador se apresura a cerrar la ventana del salón comedor para que el anciano no se despierte. Pero este, avanzando a duras penas hacia ese lado de la casa, se lo impide con un firme gesto del brazo, mientras que con la mano le indica que abra más aún la ventana. En un momento dado, cuando la banda de tambores y flautas, trompetas y trombones ya desfila ante la ventana, el hombrecillo vuelve su rostro hacia el empleado y con una pícara sonrisa, acentuada por la falta de dientes, hace el gesto de estar también él tocando el tambor. Nunca fue aficionado a la música, pero esta le ha levantado hoy el ánimo, después de la nostalgia por el citado pájaro.
Estas dos cosas, pájaro y tambor, son como dos símbolos que resumen la vida de esta persona. Su nombre es Immanuel Kant. Ayer, el más grande filósofo de su tiempo y el más célebre ciudadano de Königsberg. Hoy, el viejo y cansado habitante de una mansión vacía de los pasos y las voces de aquellas antiguas visitas de amigos y estudiantes. «Pájaro», pues, porque su filosofía sobre la naturaleza y el conocimiento humanos es sutil y precisa como el vuelo de un pájaro. Y «tambor» porque su filosofía de la moral y la cultura tiene la fuerza y claridad de un redoble de tambor.

Publicado por Ariel en una cuidadisima edición y subtitulado Vida, ideas y entorno del mayor filósofo de la razón, El torbellino Kant es una espléndida aproximación a la biografía y una lúcida introducción a las claves filosóficas de quien inauguró la modernidad con su Crítica de la razón pura, así como a las circunstancias sociopolíticas y culturales en las que construyó su pensamiento.

“Es difícil escribir la biografía de un filósofo. ¿Hay que separar obra y vida? Creo que sí, pero hasta cierto punto. No hay una filosofía Kant sin un hombre, un carácter y una circunstancia Kant”, afirma Bilbeny. Y con ese criterio, cada uno de los diecinueve capítulos del libro se abre con varios párrafos en cursiva que reconstruyen con brillantez escenas intrahistóricas evocadoras de la vida diaria y doméstica del sabio genial y que abordan las difíciles circunstancias familiares, la formación intelectual y la forja del carácter de aquel hombre tranquilo e irreverente que se alejó del pietismo y de la religión, convencido de la primacía de la razón sobre la fe, porque “la crítica de Kant a la religión -escribe Bilbeny- no es vulgar ni apasionada, pero resulta demoledora”, por ejemplo cuando afirma que “la fe descansa en la razón: no al revés. Cuando una filosofía se identifica con el credo de una Iglesia o esta la hace suya, deja de ser filosofía para pasar a ser otra cosa.”

El lector se acerca en estas páginas a la simpatía republicana por la Revolución Francesa de quien se sintió ciudadano del mundo, a las bases conceptuales que cimentan la sólida construcción de su sistema de pensamiento y a sus repetidos fracasos durante quince años a la hora de optar a una plaza de catedrático, desde 1755 hasta el 31 de marzo de 1770 en que accede a la cátedra de Lógica y Metafísica de la Universidad de Königsberg. 

El 21 de agosto de ese año decisivo presenta Kant su Disertación inaugural sobre la distinción entre el conocimiento sensible y el inteligible que sentará las bases del torbellino de la Crítica de la razón pura, “el plano ejecutivo final, listo para levantar el sistema de la «filosofía trascendental» kantiana.”

Pero hasta entonces, hasta la aparición en 1781 de la Crítica de la razón pura, lo que hay es una década de silencio sin publicaciones de artículos ni libros. Una década de trabajo intelectual callado y de existencia rutinaria mientras perfila definitivamente lo que era su proyecto filosófico, lo que él mismo denominó su “sistema de la crítica”:

Kant sigue dando su paseo diario, cena con los amigos, empieza su correspondencia con Marcus Herz y tiene sus pequeñas trifulcas con el criado Lampe. Pero lo que le mantiene en público silencio es la concentración en su escritorio sobre centenares de hojas que se van sucediendo con notas y esquemas pasados a limpio, tachados después y vuelta a empezar, todo por las mil cavilaciones que tiene su autor en torno a cómo va a poder seguir siendo posible la metafísica, la fuente y el tronco central de la filosofía, cuando la teología que la ha venido sosteniendo durante siglos retrocede en Europa y lo que avanza es la ciencia de la naturaleza. Porque a pesar de estos cambios, que Kant admite, la metafísica puede y debe seguir existiendo. Metafísica es para Kant la filosofía de los primeros principios del conocimiento y del obrar moral humanos. ¿Cómo prescindir de ellos y sustituirlos solo con datos positivos, que no fundan nada, o peor, sustituirlos por fantasiosas creencias con el falso nombre de filosóficas?

Y tras ese “Everest de la historia del pensamiento”, que cambiará para siempre la filosofía occidental con su mirada al mundo, al conocimiento y la experiencia, a la libertad o al sentido de la vida desde el idealismo transcendental, el terremoto ético de la moral sin condiciones de la Crítica de la razón práctica en 1788, con la propuesta de una ética dictada por las relaciones entre personas, por la conciencia moral y la responsabilidad. Y por eso "la ética kantiana es una ética del deber, no de la virtud", como se reflejaba ya en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, "el mejor espejo de su autor", que concluye en la Crítica de la razón práctica: "Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí."

Esa ética vertebra también el pensamiento político anti-maquiavélico de Kant, basado en el imperativo moral de la razón, expuesto en Sobre la paz perpetua (1795) y en la Metafísica de las costumbres (1797) y anclado en un concepto universal del derecho. 

En la tercera de sus críticas, la Crítica del juicio (1790), proyectada en principio como Fundamentación de la crítica del gusto, Kant distingue el juicio teleológico -de carácter general y objetivo- y el juicio estético -de carácter particular y subjetivo. Esas reflexiones las había anticipado en germen en el artículo “¿Qué es la Ilustración?”, de 1784, donde a partir de su lema ‘Sapere aude’ (Atrévete a saber), tomado de una epístola de Horacio, escribe: "¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración.”

En ambos textos vincula indisolublemente pensamiento y libertad, igual que estableció la relación entre lo bello y lo bueno, entre ética y estética. Una relación que fue determinante en la configuración del pensamiento de Goethe, que reconoció su deuda con Kant por su distinción entre sujeto y objeto, entre sentimiento y razón, entre lo subjetivo y lo objetivo en un momento histórico y cultural de importancia crucial, la transición de la razón ilustrada al sentimiento romántico:
 
Kant -señala Bilbeny- pertenece al atardecer de la Ilustración, como su contemporáneo Mozart, o el mismo Goya. Los tres están entre la madurez del clasicismo y el alba del romanticismo. Han aparecido entre dos corrientes, pero en realidad ello no les ha perjudicado. Les ha permitido subrayar su individualidad.

En sus tres críticas, Kant perfila una visión del hombre que se complementaría en su última obra, la Antropología en sentido pragmático (1798), uno de sus textos más fáciles, elaborado a partir de las lecciones públicas que impartió en los semestres invernales desde 1772.

En el último capítulo del libro, al resumir el “Legado de un caballero de la razón”, Bilbeny afirma que “el pensamiento de Kant sigue siendo una contribución impagable al conocimiento y a la libertad en un tiempo en que continúan la ignorancia y la barbarie.”

Y a propósito de esta fecha, recuerda que “en los últimos años, cada 22 de abril Kant invitaba a cenar a sus amigos con motivo de su aniversario. La última vez fue en 1803, con su salud ya severamente dañada. Por ello sus viejos compañeros de mesa decidieron mantener el encuentro al año siguiente de la muerte del añorado anfitrión. Convocaron pues en 1805 un «Banquete conmemorativo» en la misma casa de Kant, que muy pronto había pasado a ser propiedad de un hostelero. [...] Pero ya en este primer ágape de homenaje decidieron constituirse en la Sociedad de Amigos de Kant [Gesellschaft der Freunde Kants].»

Lo indicaba al principio: un día como hoy, hace trescientos años, nacía quien habría de ser uno de los pensadores más decisivos de la historia occidental. Porque “el torbellino Kant -concluye Bilbeny- es de efecto centrípeto y a la vez centrífugo. Aspira y asimila primero el pensamiento anterior, sobre todo el que discurre de Descartes a Hume, para después expandir los resultados del análisis y radical revisión de ese conglomerado con el aporte de su propio pensamiento.”