Páginas

14 abril 2024

La primavera de 1936



“Los pocos historiadores que se han adentrado en el estudio de la violencia política han tendido a eludir una pregunta fundamental: quién inicio la acción. Parecen haber supuesto que el agresor, el que causa la víctima, es siempre y en todo caso el responsable del inicio de la acción. Pese a sus limitaciones y problemas, la Segunda República fue una democracia en vías de consolidación donde existían cauces para que los ciudadanos plantearan de forma pacífica sus demandas y quejas frente a los poderes públicos. Así ocurrió, de hecho, en numerosas ocasiones. No obstante, la movilización al margen de las instituciones, muy a menudo recurriendo a la violencia y desafiando la Ley de Orden Público vigente, estuvo a la orden del día. Tal fue el caso de la primavera de 1936, mucho más que en cualquier otro periodo de la corta historia republicana. […] Pese a ocupar el poder un gobierno integrado por miembros de partidos republicanos de izquierda, contando con el apoyo parlamentario de los partidos de la izquierda obrera que habían integrado junto con aquellos la alianza electoral conocida como Frente Popular, el grueso de las acciones y movilizaciones con derivaciones violentas de aquella primavera fueron impulsadas, de forma abrumadora, por fuerzas de izquierda: el 78,7 % de los episodios en los que la filiación del iniciador se conoce”, escriben Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío en el apéndice -“Los números de la violencia”- que cierra su voluminoso ensayo Fuego cruzado. La primavera de 1936, que publica Galaxia Gutenberg.

Una investigación monumental que aborda en doce extensos y documentados capítulos la violencia política que se desató en la primavera española anterior a la Guerra civil en un estallido de brutalidad que vino de ambos lados en una espiral provocadora de acciones y reacciones que se concentraron en ciento cincuenta días.

“No sé, en esta fecha, cómo vamos a dominar esto”, le decía Manuel Azaña el 17 de marzo de 1936 a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif, en una carta en la que se leen estas líneas: “Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha, y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas... Han apaleado, en la calle Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales... Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!".



Ese periodo violento, que abarca desde el 19 de febrero, el día después de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, al 17 de julio, cuando se dan los primeros movimientos militares del golpe de estado, fue el momento más decisivo en la historia de la Segunda República. Y sin embargo no había sido muy estudiado hasta ahora y casi siempre con un claro sesgo partidista. Así lo señalan en la introducción Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío:

El relato elaborado por los ganadores de la guerra civil, los que simplificando solemos llamar «franquistas», concedió mucha importancia a aquella primavera «trágica», puesto que allí fueron a buscar los argumentos que, desde su perspectiva y necesidad ideológica, justificaban el golpe militar del 17-18 de julio. Así, ese relato apeló a la existencia de un complot comunista dirigido a provocar una revolución e instalar en España un Gobierno controlado desde Moscú. También habló de la inadaptación del pueblo español para la democracia y su propensión a la violencia y a los conflictos fratricidas, así como de la «ilegitimidad» de los poderes políticos emanados de las elecciones del 16 de febrero. Todo con el telón de fondo de la «incapacidad» de los gobiernos republicanos para preservar la seguridad y la vida de los ciudadanos ante una situación de permanente caos, anarquía y violencia. El asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio habría sido el punto culminante de ese contexto de virulencia y terror. Al magnicidio en sí se le confirió el rango de «crimen de Estado», al considerarlo inspirado y organizado por las propias autoridades republicanas. En definitiva, desde esa perspectiva, la primavera habría puesto de manifiesto que la República en España era incompatible con los principios básicos de ordenación social, poniendo en riesgo la unidad nacional, la propiedad, la familia y la religión.
En el lado opuesto de esa visión anticomunista y catastrofista, cuya finalidad principal no era otra que limpiar la responsabilidad de la derecha radical y de los militares golpistas por el comienzo de la guerra civil, se colocó otra interpretación no menos maniquea y simple. Con una impronta claramente antifascista y un poso de inspiración marxista, la primavera de 1936 fue presentada y analizada como el período en el que se desató la lucha contra el fascismo. En esa batalla, una izquierda obrera heroica, sabedora de lo que habían sufrido sus correligionarios en la Alemania nazi, la Italia fascista o la Austria del canciller Engelbert Dollfuss, se aprestó a sacrificarse por la «democracia burguesa», aun cuando sólo la considera- ra una etapa en el camino hacia la verdadera «democracia obrera». De este modo, la primavera fue el terreno que habría anticipado las luchas contra el fascismo en suelo europeo, cuando el Frente Popular español, nadando a contracorriente, habría peleado con todas sus fuerzas contra un fascismo emergente y los socialistas y los comunistas se habrían inmolado en el altar de la defensa de las libertades y la democracia. No obstante, la alianza entre la derecha clerical y reaccionaria, el fascismo y el militarismo antirrepublicano habría hecho lo imposible contra el reformismo republicano. Desde esa perspectiva, el problema de aquella primavera no habría sido la anarquía o el comunismo que denunciaban los franquistas, sino la conformación de una alianza contrarrevolucionaria entre los poderes tradicionales y la derecha fascista emergente que se oponía a las políticas democráticas, reformistas y modernizadoras del Frente Popular.

Frente a ese sesgo partidista, frente a las simplificaciones y el maquillaje de los problemas que estallaron en aquella primavera de 1936, los autores explican que “este libro parte del convencimiento de que es posible un acercamiento a ese período desde la misma perspectiva que ha permitido a los mejores historiadores de la República explicar la complejidad de los cinco años anteriores, es decir, trascendiendo las diferentes mitologías en pugna y desplazando los viejos relatos partidistas con la luz que arroja el estudio de numerosas fuentes primarias, hasta hoy inexploradas. La interpretación que ofrecemos parte del rechazo de la historia de combate de cualquier signo y de la reivindicación de una historia desmitificadora. Somos perfectamente conscientes de que la objetividad absoluta es una quimera engañosa y de que los historiadores, como el resto de los ciudadanos, estamos mediatizados por nuestras propias ideas y circunstancias. En ese sentido, es útil reconocer que este libro está escrito desde la reivindicación de los valores democráticos, liberales y pluralistas, así como de la consideración positiva de la democracia parlamentaria, la que ya había demostrado su valía antes de 1936 y la que triunfó en Europa occidental después de 1945 y en España tras 1978. Además, partimos de que no se puede incurrir en posiciones presentistas al mirar al pasado, pues a sus protagonistas hay que entenderlos en su propio contexto y dejarlos hablar ante el lector, para que este pueda sacar también sus propias conclusiones. Por eso mismo, siendo muy conscientes de que la larga primavera de 1936 siempre se ha leído como el prólogo de la guerra civil y ha sido mutilada al servicio de la propaganda, tanto la anticomunista como la antifascista, este libro la analiza como si la guerra civil nunca se hubiera producido. Es decir, procurando colocar el punto de vista en esos meses y obviando consciente y recurrentemente el hecho de conocer su desenlace. Este ha sido un ejercicio metodológico complejo, pero también apasionante y sugerente, que coloca este libro muy lejos de cualquier determinismo y teleología.”

El pistolerismo de los anarquistas y falangistas, los choques callejeros de la extrema derecha y la extrema izquierda, un Partido Socialista y una UGT cada vez más radicalizados y una gestión lenta o titubeante del orden público por un gobierno republicano que perdió el control de la calle por su sometimiento a los intereses de la izquierda revolucionaria están en la raíz de los 977 episodios de violencia política que se recogen en Fuego cruzado. 

Episodios que dejaron un balance demoledor de 484 muertos y 1.659 heridos de gravedad, que reflejan que “la violencia política y los problemas de orden público constituyeron un desafío de primera magnitud para los gobiernos habidos entre el 19 de febrero y el 18 de julio de 1936 y para la propia sociedad civil.”

Con un enfoque historiográfico y un método narrativo similar al que utilizaron en Retaguardia roja y en Vidas truncadas, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío describen un lamentable panorama de preguerra con atentados y provocaciones de uno y otro signo, con incidentes y choques con la fuerza pública, con ministros de Gobernación superados por los hechos, con tensiones en el campo entre los terratenientes y los campesinos, con presiones sindicales y huelgas constantes en las ciudades, con la existencia de policías municipales de partido -no profesionales, sino al servicio de quienes les nombraban-, involucrados con frecuencia en episodios violentos; con una violencia específicamente anticlerical y con amenazas cruzadas  entre los dos bandos y ejecutadas sin contemplaciones.

Del ambiente guerracivilista y el clima de confrontación exacerbada dan cuenta “frases que justificaban la eliminación física del adversario” pronunciados en las Cortes por “algunos diputados, sobre todo comunistas, aunque también algún socialista como la extremista Margarita Nelken.” Por ejemplo en la sesión del 18 de abril “defendieron explícitamente -en palabras de la comunista Dolores Ibárruri- «arrastrar a los asesinos» de Asturias o encarcelar a los líderes del segundo bienio, empezando por Lerroux y Gil-Robles. Fue en aquella sesión cuando el líder de los comunistas, José Díaz Ramos, afirmó que no podía «asegurar cómo va a morir el señor Gil-Robles, pero sí puedo afirmar que si se cumple la justicia del pueblo morirá con los zapatos puestos», mientras algún otro diputado de la izquierda, en medio de una bronca monumental, aseguraba que moriría en la horca, e Ibárruri añadía más leña al fuego al insistir en tono jocoso que si les molestaba que fuera a morir con zapatos, «le pondremos las botas.»

La tensión entre el principio de legalidad y el ímpetu revolucionario fue cada vez más acusada en aquellos meses. Y en ello tuvo mucho que ver la bolchevización de la izquierda largocaballerista, mayoritaria en el PSOE y la UGT frente a los moderados Besteiro y Prieto. Su voluntad de desbordar la ley y las instituciones republicanos para instaurar la dictadura del proletariado la defendía explícitamente Largo Caballero en sus mítines desde febrero del 36 con un lenguaje belicista de fraternidades que matan y conspiraciones militares en un insoportable clima de gansterismo que se acentuó en los diecisiete días de julio anteriores a la sublevación de una parte significativa del ejército que desembocó en la guerra civil.

Para reconstruir ese clima político prebélico, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío se apoyan en un ingente conjunto de fuentes primarias, en una  solvente bibliografía y en un abundante aparato de notas que reflejan el rigor de este estudio imprescindible que cierra un útil índice onomástico que reúne a los instigadores de la violencia desde la extrema derecha y la extrema izquierda, a los victimarios y a las víctimas de una y otra ideología. Todos fueron culpables o responsables, y muchos de ellos -unos más y otros menos- lo pagaron de una u otra forma.

Estas líneas de las ‘Conclusiones’ resumen el sentido del libro: 

Aquí hemos querido devolver a la primavera de 1936 a su propia circunstancia. Y eso exige respetar al máximo al lector e intentar transportarle a esos meses sin engañarle con relaciones de causa-efecto que, por muy tentadoras y reconfortantes que sean, suelen explicar muy poco de la enrevesada política española durante la fase final de la Segunda República. Somos conscientes de que algunos ciudadanos rehúyen la Historia y prefieren relatos morales del pasado que soporten sus memorias del presente. Sin embargo, no hay por qué tratar a todos los lectores como si fueran creyentes; desde luego, merecen un respeto. Por eso, no hemos investigado la primavera de 1936 y la violencia política para solventar dilemas morales simples ni para alentar discursos maniqueos, encontrando respuestas fáciles a preguntas difíciles. Porque ese periodo se puede conocer sin secuestrar su singularidad con los lenguajes posteriores de vencedores y vencidos y sin recurrir a esas burdas simplificaciones que se utilizaron para descargar las responsabilidades por el desencadenamiento de la tragedia fratricida.