23 mayo 2024

La lentitud de los bueyes. Memoria de la nieve




Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

Ese es el primero de los veinte fragmentos en los que Julio Llamazares articulaba La lentitud de los bueyes, que publicó en 1979 y que ahora, junto con Memoria de la nieve (1982), reúne Cátedra Letras Hispánicas en un volumen con edición de Raúl Molina Gil, que en su espléndido estudio introductorio define estos libros como “la aventura lírica de un narrador poético.” Una aventura que repasa la introducción desde su formación literaria hasta los tres poemas del inacabado Retrato de bañista y los más recientes de Las ortigas.

Esa introducción orienta al lector cuando aborda las claves interpretativas de La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve: sus aspectos formales, la importancia de la memoria y el olvido en la espiral del tiempo o la función vertebral del paisaje rural de la montaña leonesa y el aparataje simbólico de una obra poética atravesada por la quietud, el silencio y la historia, como en este otro fragmento de La lentitud de los bueyes:

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y, sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre.

Narrador excepcional en libros tan relevantes como Luna de lobos o La lluvia amarilla, Julio Llamazares inició su trayectoria literaria en el campo de la poesía con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, unidos por una misma voz poética, por una misma tonalidad salmódica y lapidaria, y en los que se prefigura no sólo la vocación narrativa de su obra posterior sino también los temas que la recorren y la mirada que el autor proyecta sobre ellos. Así ha explicado él mismo la continuidad que vincula toda su obra y la transición natural desde la poesía a la novela:  

“Yo creo que sigo haciendo poesía en todo lo que escribo, porque mi visión de la realidad es poética. Mejor o peor, pero poética en el sentido de aplicar una cierta subjetividad límite a la contemplación.”
“Uno de los puentes que existen entre la poesía que escribí y la novela es el estilo, la manera de escribir. […] Yo no tengo conciencia de haberme pasado a la novela, ni de que existan diferencias entre una y otra. La lentitud de los bueyes y La lluvia amarilla es lo mismo. Memoria de la nieve y El río del olvido es lo mismo.”

Desde la búsqueda de las raíces y la elegía de un tiempo y un espacio perdidos para siempre, Julio Llamazares levanta con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve una imagen mítica del paraíso perdido y la edad de oro. Y lo hace con unidad de tono y de recursos, de espacio y atmósfera existencial, de visión del mundo para fundir memoria y paisaje, naturaleza y sentimiento, como en el fragmento final de La lentitud de los bueyes:

Miro hacia atrás, hacia el árbol podrido que repentinamente se quedó sin sombra, y encuentro solamente un charco ensangrentado de silencio y una vía muerta por la que nunca pasó nadie.

Cruzo los soportales del mercado donde se exponen los despojos chorreantes del recuerdo.

Levemente descorro la cortina de niebla que levanté día a día en torno a mi memoria, y encuentro solamente los pájaros de invierno que se han quedado helados sobre los hilos del telégrafo.

Tras las choperas blancas, asciende lentamente el vaho dulce y tibio de un establo que espera en la distancia la vuelta ya imposible de los bueyes suicidados en el río.

Miro hacia atrás y sólo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo.

En 1985, el año en que Luna de lobos inauguraba su obra narrativa, Llamazares puso al frente de la edición conjunta de ambos libros en un volumen un texto, “Como dos fotos viejas”, en el que escribía: “Así, desolados y sepias, como dos fotos viejas que el olvido ha sobado cuando las encuentras, encuentro yo estos libros que el tiempo ha abandonado y el polvo del silencio comienza ya a borrar. […] Yo sé muy bien qué tiempo se llevó el viento y las cenizas, la hierba que sepulta recuerdos y bueyes como el recuerdo sepulta lo que nunca existió.”

¿Qué espero aún de la espiral del tiempo, de esos cuernos epílogos que suenan en los bosques?

¿Quién atardece junto a mi corazón helado?

Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y alfareros olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias leyendas.

Solo estoy, en esta noche última, coronado de cierzo y flores muertas.

Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas.

Con ese poema cerraba en 1982 Julio Llamazares Memoria de la nieve, un poema narrativo y de tono épico, articulado con el lento ritmo salmódico de sus largos y solemnes versículos en torno al tiempo, el olvido, la soledad, el desarraigo y la muerte.

Lo abría este texto:

Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un campo de urces.

En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal donde habita el invierno.

Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los guerreros más viejos.

En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe los signos del suicidio: 

globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre que se espesa en mi rostro.

La emoción y las pérdidas, la escritura y el paisaje, la memoria colectiva y la personal se dan cita en un conjunto de treinta intensos fragmentos que, en palabras del autor, “resume muy bien no sólo la poesía sino toda mi obra. [...] La memoria es como la nieve, escribes sobre ella y mientras escribes se va derritiendo. Es como si siempre escribiera sobre la nieve, no sobre el papel.”

“La nieve está en mi corazón como la hiedra de la muerte en las habitaciones donde nacimos”, escribe Llamazares en uno de los poemas del libro. Y, desde ahí, desde el frío y la melancolía, Memoria de la nieve se levanta sobre la escarcha y la tristeza, sobre el olvido y la herrumbre, sobre el silencio y el invierno para dejar fijada esa realidad desaparecida y para recrearla con la palabra “como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años.”

“La obra de Llamazares -escribe Raúl Molina Gil- trabaja por la recuperación de las raíces culturales del universo rural, mítico y atemporal a través de la descripción épica y romántica del paisaje, de sus costumbres, de sus leyendas y de sus pobladores. Sobre todos ellos, el hablante lírico imprimió su propia proyección sentimental y existencial para mostrar un paraíso perdido, colmado de una tristeza telúrica y de un fatalismo insuperable y desesperanzador.”