13 junio 2024

Don de la insolencia



Fue, en todos los sentidos, uno de los grandes protagonistas de su tiempo. Noble entre los nobles, caballero entre los caballeros, poeta entre los poetas, donjuán entre los donjuanes de palacio, tahúr entre los tahúres de burdel. Tan exquisito en el vestir como insidioso en el hablar y el escribir. Tan arriesgado como apasionado en los dormitorios ajenos. Tan hábil como excesivo con los naipes. Tan gallardo montando a caballo como implacable alanceando toros, hasta el punto de que inventaron para él, según se dice, la expresión «picar demasiado alto». Don Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, correo mayor del rey, escribió una auténtica leyenda en el Siglo de Oro. La leyenda de un caballero español cuya fama -de Flandes a Roma, y de Nápoles a París- traspasó de largo las fronteras del país en el que reinaron, sucesivamente, Felipe III y Felipe IV, sus protectores y, tal vez, sus bestias negras.
Los poetas le respetaban por sus sonetos. Los políticos le temían por sus sátiras. Las damas eran presa de su seductora galantería, al tiempo que de su carácter indómito y formidable. Y los reyes le pusieron coto. Con Felipe III fue desterrado de la corte, y a Felipe IV le acusaron de permitir, si no de urdir, su asesinato. Un crimen sangriento, en plena calle Mayor de Madrid, que resonó en toda Europa. Villamediana era el «tipo perfecto del noble español renacentista, de ingenio excelente, intrépido, lleno de todos los atractivos personales y fundamentalmente inmoral», en palabras de Gregorio Marañón.

Con esa primera aproximación comienza Don de la insolencia, la introducción a la vida y la obra de Juan de Tassis, conde de Villamediana, que Carlos Aganzo publica en Siruela.

Organizado en dos partes, la primera es un recorrido por la vida la peripecia vital y el carácter de Villamediana, por los orígenes italianos de su familia la condición pendenciera que heredaría de su padre, igual que el título de conde que le había sido otorgado por Felipe III en 1603 en pago por sus servicios en la negociación de la paz con Inglaterra; los primeros escarceos amorosos del joven donjuán, sus primeros sonetos y su vocación humanística, sus escándalos con mujeres de toda edad y condición social y civil, o su afán por destacar en la corte por su elegancia indumentaria, su ejercicio literario o como caballista en los juegos de toros.

Esa necesidad de llamar la atención, de asombrar y provocar es uno de los rasgos más característicos del comportamiento de Villamediana, que fue correo mayor del reino, tuvo problemas con el juego, con los maridos burlados y con sus versos satíricos. 

Se quitó del medio durante un tiempo y marchó a Nápoles con el conde de Lemos como miembro destacado de su corte literaria, pasó casi cinco años en Italia, donde adquirió fama como cortesano y prestigio como poeta. Allí conoció al gran Marino y cuando volvió a España se convirtió en el primer, casi único, discípulo de Góngora, que buscó su protección y lamentó su muerte en una conocida carta.

Rivalidades y endeudamientos, enemistades y ruinas que le ocasionaron destierros repetidos, expulsiones de la corte y reposiciones tras arrepentimientos efímeros que fueron el preludio de las insistencias en la sátira y en la provocación de quien tuvo como pocos el don de la insolencia.

“Atildado y enamoradizo, jugador y caballista, arrogante e insolente”, Villamediana fue gentilhombre de la reina Isabel de Borbón, con la que mantuvo una relación (“Son mis amores reales”) quizá más novelesca que real, igual que su posible bisexualidad. 

Lo mataron la noche del domingo 21 de agosto de 1622, en el pasadizo de San Ginés. Así lo narraba un desolado Góngora, amigo, maestro y protegido del conde, en una carta de 23 de agosto: “Mi desgracia ha llegado a lo sumo con la desdichada muerte de nuestro conde de Villamediana, de que doy a vuesa merced el pésame por lo amigo que era de vuesa merced y las veces que me preguntaba por el caballo del palio. Sucedió el domingo pasado a prima noche, 21 deste, viniendo de palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del marqués del Carpio, y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal batería que aun en un toro diera horror. El conde al punto, sin abrir el estribo, se echó por cima dél, y puso mano a la espada, mas viendo que no podía gobernarla dijo: «Esto es hecho; confesión, señores», y cayó. Llegó a este punto un clérigo que lo absolvió, porque dio señas dos o tres veces de contrición apretando la mano al clérigo que le pedía estas señas, y llevándolo a su casa, antes que expirara hubo lugar de dalle la unción y absolverlo otra vez por las señas que dio de abajar la cabeza dos veces.”

“¿Lo mataron, como cantaban las coplillas, sus amores con la reina Isabel de Borbón? ¿Fueron sus despiadadas sátiras acerca de los que estaban en la cumbre del poder? ¿O asuntos más oscuros, como se ha especulado en nuestro tiempo? […] Fuera por el asunto de la reina, por la rivalidad del conde de Olivares, por el peligro que suponía la presencia de Villamediana en la corte, o por motivos que todavía desconocemos, lo cierto es que la mayor parte de los indicios terminan siempre conduciendo al Palacio Real”, afirma Carlos Aganzo, que resume en este libro su trayectoria “de los doseles a los burdeles. Y del lenguaje encendido del amor al no menos encendido lenguaje de la sátira” y resalta la dimensión literaria de una obra en la que “sus poemas de amor, por encima de sus escritos satíricos, son sin duda los que más se han seguido editando a lo largo de los años, y quizá los que constituyen su más valioso legado literario.”

Porque “bastarían -añade- los poemas amorosos y los satíricos del conde de Villamediana para que su nombre ocupara un espacio mucho mayor del que ocupa en la literatura española de nuestro tiempo.”

La repercusión literaria de su muerte quedó fijada en los epitafios que exaltaron la memoria de “quien el corazón tuvo en la boca”, como escribió Quevedo; del “Mercurio del Júpiter de España” que lloró Góngora; de la figura novelesca de la que dijo Lope al final de un soneto fúnebre que “su vida fue amenaza de su muerte / y su muerte amenaza de su vida.”

Tras el silencio del siglo XVIII, rescató su presencia el Romanticismo del duque de Rivas y varios poetas menores manosearon su fama con escasa fortuna. Gil de Biedma, Néstor Luján, Leopoldo María Panero o Bernardo Atxaga se han acercado a “su vida arriesgada, incierta y aguerrida, con todas las incógnitas que todavía permanecen y seguramente permanecerán abiertas sobre la verdadera autoría intelectual de su asesinato.”

Su irrepetible figura “nos sirve -como señala Carlos Aganzo- como retrato mayor de una sociedad, la de finales del siglo XVI y principios del XVII, extraordinariamente rica, vibrante y compleja en todos sus matices.”

“Los poetas y los cronistas de la época, así como los estudiosos posteriores -concluye Aganzo-, sólo han podido ponerse de acuerdo en una cosa: don Juan de Tassis fue uno de los hombres más eminentes de su época; un escritor que rompió todos los moldes, y un autor cuya leyenda es muy superior al conocimiento que ha quedado de su obra literaria.”

Y una amplia selección de su obra poética constituye la segunda parte del volumen, que reúne una buena muestra de sus poemas amorosos, satíricos, líricos y conmemorativos.

Como el soneto en el que da cuenta de la caída en desgracia de don. Rodrigo Calderón, que termina con estos tercetos intemporales:

Dicen que ya ve el rey y está dudoso, 
pues se deja morder de un perro blanco 
sin nunca echar de ver que está rabioso.

De bujarrones anda el año franco, 
no hay ladrón que no viva temeroso: 
esto hay de nuevo, y que el gobierno es manco.