Chateaubriand en Roma
Me habían recomendado que paseara al claro de luna: desde lo alto de Trinità dei Monti, los edificios lejanos parecían como los bocetos de un pintor o como unas costas difuminadas, vistas desde el mar, a bordo de un navío. El astro de la noche, ese globo que se supone un mundo extinguido, paseaba sus pálidos desiertos por encima de los desiertos de Roma; iluminaba calles sin habitantes, recintos cerrados, plazas, jardines por donde no pasa nadie, monasterios donde no se oye ya la voz de los cenobitas, claustros tan mudos y despoblados como los pórticos del Coliseo.
¿Qué ocurrió hace dieciocho siglos, a la misma hora y en los mismos lugares? ¿Qué hombres atravesaron aquí la sombra de estos obeliscos, después de que esta sombra hubiera dejado de descender sobre las arenas de Egipto? No sólo no existe ya la antigua Italia, sino que también ha desaparecido la Italia medieval. No obstante, la huella de estas dos Italias es aún visible en la Villa Eterna: si la Roma moderna muestra su San Pedro y sus obras maestras, la Roma antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender del Capitolio a sus cónsules, la otra conduce del Vaticano a sus pontífices. El Tíber separa las dos glorias; asentadas en el mismo polvo, la Roma pagana se hunde cada vez más en sus tumbas, y la Roma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.
<< Home