Así, a las once y media ya quedamos pocos en la terraza, y los que quedamos somos espíritus esencialmente contemplativos. A las once y media, vemos pasar a los jóvenes matrimonios que vienen de dar la consabida vuelta: ella está en estado interesante, y en esos estados, el andar, es de gran utilidad. Han pasado también los tres o cuatro grupos de ciudadanos que tienen la costumbre, en verano, de pasear un poco antes de acostarse. También se levantaron de sus sillas las personas que en la puerta de sus respectivos domicilios tomaron un rato el fresco de la calle. Esos hombres, esas mujeres, han estado sentados al filo de la acera —algunos con un cántaro de agua al lado— y han permanecido absortos, quizá dormidos, callados, largo rato. El reloj de la parroquia ha dado las diez y media. Entonces han cogido su silla y el cántaro, se han metido en su casa, han cerrado la puerta, se ha visto un poco de luz en la rendija de la ventana y ha quedado luego todo terminado.
Siempre hay un perro entonces que se pone a dormir en medio de la calle.
En la terraza —con la calle en silencio— se ha oído entonces, de una manera perfectamente precisa, el largo silabeante siseo de las lechuzas del campanario. Entonces empieza la verdadera noche estival. El airecillo de la noche hincha un poco la cortina de malla del establecimiento. La curva que dibuja la cortina es solemne e importante. Pero el vientecillo cae y entonces la solemnidad desaparece como por encanto. A pocos pasos de la terraza, suspendido en el aire de la calle, hay un mortecino, amarillento arco voltaico. Alrededor del foco de luz se ven volar unos moscardones alocados y frenéticos. A veces chocan con el cristal de la lámpara y caen como atontados. La contemplación del espectáculo contribuye en gran manera a la creación de un ambiente veraniego completo y matizado. Pero es un espectáculo que se da con cuentagotas. A las doce, los arcos voltaicos se apagan. Y entonces no quedan ya más que las rasgaduras silabeantes de las lechuzas del campanario.
[…]
Se trata, pues, de una vida saturada de tedio, de monotonía, si ustedes quieren de una vida triste y opaca. El escritor que ha creado las mejores vidas, grises y opacas, en la literatura, ha sido, probablemente, Chejov. En esa terraza donde pasaremos una parte del verano, algunas personas parecen personajes de Chejov: son seres contemplativos dominados por alguna ilusión profunda y clandestina, desprovistos aparentemente de resorte alguno, desfibrados. Sin embargo, uno de ellos, me dijo un día:
—A mí me gustaría vivir, durante el día, en un pueblo muy pequeño, en que no hubiera casi nadie, y de noche, en una gran ciudad, llena de luces, de mujeres, de establecimientos para hacer resopones impresionantes.
—Sí, se trata de una vida monótona, de un color mediocre, de un color de ala de mosca, de un gusto insípido, insignificante. A todos nos gustaría hacer una vida más aparatosa y más brillante. Y, sin embargo, llegará una noche, ese verano, en que el dueño del establecimiento nos dirá, harto de vernos tan bien sentados en sus sillones de mimbre:
—Pero, en fin, señores, ¿quieren ustedes hacer el p… favor de irse a la cama?
Josep Pla.
Lo infinitamente pequeño.
Austral. Barcelona, 2023.