Es un hermoso día de agosto del año 1818; el sol brilla radiante, el mar centellea. Han subido temprano a bordo del pequeño velero en Wiek, en la isla de Rügen, con el equipaje y los materiales de pintor de él, y se han deslizado sin ruido por el adormilado estuario, dejando a su derecha los bosques de haya de Hiddensee para luego tomar rumbo al sur, hacia Stralsund. Desde el este, donde se hallan las suaves colinas de Rügen y los dólmenes de épocas remotas, sopla un viento cálido que inflama las velas y tensa las jarcias. Ah, cómo ama ese momento en que la vela de lino se hincha al máximo y el barco se pone en movimiento como por arte de magia. ¿Ha inventado el espíritu humano algo más bello?, se pregunta. Él quiere hacer algo parecido cuando esté de vuelta en Dresde: dar vida a un lienzo con su pincel tal como el viento insufla vida a las velas.
Con esa evocación del cuadro En el velero que se reproduce en la portada se abre el capítulo preliminar de La magia del silencio, de Florian Illies, que publica Salamandra con traducción de Carlos Fortea.
Subtitulado El viaje en el tiempo de Caspar David Friedrich, es una espléndida aproximación al mundo del pintor alemán cuando se cumplen doscientos cincuenta años de su nacimiento.
Con el rigor documentado de un ensayo, la agilidad descriptiva de una novela y una admirable capacidad evocadora y plástica, Florian Illies recorre la obra pictórica de Friedrich en cuatro secciones narrativas que se corresponden con los cuatro elementos clásicos: Fuego, Agua, Tierra y Aire. Cada una de esas secciones la encabeza la reproducción en color de un cuadro representativo de esos cuatro elementos. Por este orden, el profético y visionario Neubrandenburg en llamas, El mar de hielo, Acantilados blancos en Rügen y El caminante sobre el mar de nubes, su cuadro más conocido y uno de los emblemas del Romanticismo alemán.
Esa estructura se presagiaba ya en el capítulo preliminar, que funciona como una obertura de la obra. Se lee al final de ese capítulo: “Las torres de la ciudad se alzan entre la luz rojiza y el velero se desliza suavemente hacia ellas. Friedrich está colmado de anhelo y devoción, y cree que Line también. «Tengo que pintar este momento», piensa lleno de ardor, «quizá sea realmente feliz por primera vez en la vida, con el agua debajo, la tierra delante, el aire alrededor y mi mano entre las suyas».”
“Caspar David Friedrich está obsesionado con el fuego. Lo aterroriza, y si huele humo durante sus paseos matinales o vespertinos entra en pánico. Casi ninguna de las cartas que les escribe a sus hermanos termina sin que mencione un incendio”, afirma Florian Illies, que evoca en estas páginas el fuego que destruyó la mañana del 6 de junio de 1931 nueve de sus cuadros en el Glaspalast, el Palacio de Cristal, de Múnich; el incendio de su casa natal en la Lange Strasse de Greifswald al atardecer del 10 de octubre de 1901 o el cielo volcánico de Mujer ante el sol poniente, que quizás represente a su mujer, Line; el bombardeo el 3 de diciembre de 1943 sobre el barrio antiguo de Leipzig que destruyó algunas de sus sepias, como los Abetos en una ladera al atardecer.
Pero Friedrich, que procedía del Mar del Norte, “siempre ha vivido al borde del agua” y delante de la ventana de su casa junto al Elba, en Dresde, “hay un pequeño puerto en el que los pescadores amarran sus barcos, cuyos mástiles son tan altos que puede verlos desde la ventana de su estudio. Naturalmente, sólo cuando mira al exterior, porque la mayor parte del tiempo Friedrich sólo mira dentro de sí mismo.” Esa importancia del agua la reflejan sus cuadros con los acantilados de la isla de Rügen o el solemne atardecer báltico de la majestuosa Vista de un puerto, un óleo alegórico robado en la madrugada del 6 al 7 de diciembre de 1996 y recuperado el 4 de marzo de 1998. También el agua está en el centro del que “quizás sea su cuadro más audaz, el Monje a la orilla del mar, “el Big Bang del Romanticismo”, que refleja en la evolución radical de su proceso de composición el autorretrato de la disolución de Friedrich en la playa de Rügen: “Al final, sólo queda el monje, y a su alrededor diecinueve gaviotas; arena, agua y un cielo infinito que parece engullirlo todo como unas enormes fauces.” Y esa presencia del agua es central también en cuadros como En el velero, “tal vez su pintura más poética, y también la más sentida”, y en El naufragio de la esperanza o El mar de hielo, donde flota el remordimiento por el recuerdo de su hermano, que murió ahogado a los doce años para salvarlo en un Elba helado.
El blanco cegador de los acantilados de tiza de Rügen y la mirada al vacío del personaje central en un cuadro enigmático que es “quizá el más famoso de Friedrich hoy día”; la imaginación de su entierro en un dibujo necrófilo o El árbol solitario que comunicaba la tierra con el cielo y obsesionaba a Rilke y acabó inspirándole un magnífico poema, son algunas muestras del interés por la tierra de Friedrich, que “inhalaba la naturaleza para luego exhalarla como arte”.
Y finalmente, el aire: “Cuando Friedrich sale, mañana y tarde, a dar sus paseos junto al Elba, a menudo reina una calma espléndida, solemne. Le encanta que la niebla envuelva todo en algodones y le quite, de ese modo, algo de su impertinencia a la realidad. En esos momentos, tan sólo las puntas de las torres de las iglesias de la ciudad vieja y la nueva asoman de la niebla.” El caminante sobre el mar de nubes, un cuadro “profundamente en el que muestra una enorme figura de espaldas, pero sin duda causa un efecto tremendo. […] El caminante de su cuadro ya no tiene que alzar la vista para mirar el cielo porque este se halla a sus pies. La modernidad del concepto nos deja perplejos, y sin embargo está perfectamente en línea con las inquietudes de la época.”
Florian Illies reconstruye así, a partir de los cuatro elementos que vertebran su libro, los avatares de la vida sentimental de Friedrich y las peripecias de sus cuadros, los que nos han llegado y los que se han perdido, su doble vertiente humana y artística, la sutil melancolía, serena e impenetrable, que emerge del paisaje, de los astros y de las figuras -siempre de espaldas- de sus lienzos.
Todo eso y más: por ejemplo la influencia de su pintura en los paisajes del Bambi de Disney, en el Nosferatu de Murnau o en Esperando a Godot, de Beckett, lo relata Florian Illies con fluidez y agudeza, con sensibilidad y hondura, hasta perfilar una imagen completa del universo creativo del pintor y de la transcendencia en el tiempo de una obra que Illies mira críticamente: “Algunas obras de Caspar David Friedrich son flojas; algunas, demasiado esforzada. No: no todas son magistrales; por suerte, no era un dios, sino una persona.
Este párrafo, sobre El gran coto, un cuadro que Friedrich pintó en 1832, resume el mundo plástico y simbólico del artista, refleja el tono y el estilo del libro y explica su título:
El gran coto se halla en el lugar perfecto, puesto que sólo se puede llegar a él por el puente de los cuatro elementos cuando, en el cuadro, el cielo arde como el fuego, el agua está majestuosamente tranquila, la tierra calla y el aire nos susurra un secreto; cuando, precisamente en ese cuadro, Friedrich ha hecho surgir, del rugido de los cuatro elementos, la magia del silencio.