Los 7 días que cambiaron la vida de Leibniz
“¿Qué queda de Leibniz? Por un lado, están los sensacionales avances en las ciencias, de los que la fundación del análisis moderno es solo un ejemplo, y por otro los numerosos inventos técnicos, como el rodillo escalonado para sus máquinas calculadoras o el cable sin fin en la minería, y las innumerables propuestas prácticas para la reorganización de la educación, la ciencia, la administración y la economía, por no hablar de la formulación de principios teóricos y leitmotivs que se han vuelto indispensables en el mundo científico moderno; por ejemplo, la relatividad del espacio, el principio de la conservación de la energía o el código de caracteres binarios tenazmente propagado por Leibniz. Aún más que estos incontables logros particulares, serán las ideas -aunque solo sean vagas y especulativas- las que alcancen su pleno desarrollo en épocas posteriores: como una idea de la evolución en sentido amplio que abarca también la conciencia y el espíritu, o la lucha por un concepto general de sustancia por encima de la frontera entre materia orgánica y no orgánica.
Pero lo que sigue encontrándose más fascinante es el incesante esfuerzo de Leibniz por conectar todas esos conocimientos e incluirlos en un marco de referencia común. En este sentido, sigue siendo hoy un pensador excepcional”, escribe Michael Kempe en el Epílogo de El mejor de los mundos posibles, el espléndido acercamiento a la figura de Leibniz que publica Debate con traducción de Joaquín Chamorro Mielke.
Hoy se le recuerda sobre todo como filósofo, pero Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue el polímata más completo y más sólido en la decisiva transición entre el siglo XVII y el XVIII. Dedicó su esfuerzo y su talento, además de a la filosofía, a revolucionar las matemáticas y a explorar las relaciones entre las lenguas. Fue historiador y jurista, inventor de máquinas y sinólogo y, aunque reacio a publicar, se interesó por la metafísica, la psicología y la botánica, por la geología y la astronomía, por la física y la medicina, por la historia natural y la química, creó una calculadora y una máquina de cifrado, gestionó bibliotecas y organizó un tesauro. Su curiosidad insaciable y su asombrosa capacidad intelectual para la síntesis y la visión de conjunto, su equilibrado ejercicio de la reflexión teórica y la aplicación práctica lo convirtieron en una de las inteligencias más universales, en uno de los genios más admirables de la historia de la humanidad.
Esa fascinante figura es el centro de El mejor de los mundos posibles, el brillante ensayo de Michael Kempe. Subtitulado Los 7 días que cambiaron la vida de Leibniz y armado sobre una sólida documentación, este magnífico ensayo se articula en siete partes que toman como referencia siete fechas y siete aportaciones de aquel sabio total al conocimiento de la realidad, porque -explica Kempe- “siete días bastan para comprender cómo la vida y el pensamiento de Leibniz están interrelacionados y se modelan mutuamente en distintas fases. Siete días bastan también para ver que Leibniz es al mismo tiempo capaz de desconectarse de todo lo que le rodea y concentrarse solo en sus reflexiones abstractas. No importa en qué situación se encuentre. Lo mismo en otoño en París, en invierno en el Harz, en primavera en Berlín o en verano en Viena: su filosofía vive tanto de los momentos de interacción dialógica con otros como del ensimismamiento radical. Y esto mismo se expresa en su concepción del mundo. Todo está interconectado. En la conciencia de un individuo, cada día está ligado a todos los demás por un recuerdo claro, pero también por impresiones confusas que siguen actuando en el inconsciente. Y no hay, para dar una vez más a Leibniz la palabra, ninguna parte de la materia, por minúscula que sea, en la que no haya un mundo con un número infinito de criaturas, y ninguna sustancia individual, por insignificante que parezca, que no produzca un efecto sobre todas las demás y experimente un efecto de todas las demás.”
Esta es la explicación del título, procedente de los Ensayos de Teodicea de Leibniz:
La suposición de Leibniz de que Dios podría haber creado un número infinito de mundos posibles, pero solo eligió uno, a saber, el mejor, para la creación real, adquiere claros contornos.
Leibniz llama a este mundo el mejor estado o la mejor república. De ello se derivó más tarde el concepto de «el mejor de todos los mundos posibles», aunque Leibniz probablemente nunca utilizara esta expresión de forma literal. Pero las reflexiones asociadas a esta idea conducen al centro de su metafísica.
Y estos son los siete capítulos en que Kempe organiza su libro, los siete días representativos en los que se despliega la riqueza espiritual de Leibniz y acerca al lector la modernidad de su pensamiento optimista:
-París, 29 de octubre de 1675 (Optimismo del progreso y andanzas incesantes).
-Zellerfeld (Harz), 11 de febrero de 1686 (Creación con concesiones: el mundo como tarea).
-Hannover, 13 de agosto de 1696 (El mundo dormido o todo está lleno de vida).
-Berlín, 17 de abril de 1703 (Descomponer el mundo en unos y ceros: caminos hacia el futuro digital).
-Hannover, 19 de enero de 1710 (Entre la historia y la novela: cómo del mal brota el bien).
-Viena, 26 de agosto de 1714 (Aislamiento en conexión: tensiones entre soledad y comunidad).
-Hannover, 2 de julio de 1716 (Carrera hacia el futuro: progreso en espiral y razón poshumana).
En ese último capítulo, que evoca a Leibniz cuatro meses antes de morir el 14 de noviembre de 1716, se lee este párrafo que resume el tono del iluminador libro de Michael Kempe, que va más allá del estudio biográfico para reflejar el complejo mundo intelectual de Leibniz:
A propósito, ¿qué hace Leibniz este 2 de julio? Como era de esperar, está sentado en el gabinete de su casa en la Schmiedestraße examinando manuscritos y libros, extrayendo fragmentos, tomando notas y escribiendo cartas. Sabe que no puede seguir así indefinidamente. Nadie rejuvenece con la edad. Ayer celebró su septuagésimo cumpleaños. Día tras día, muchas cosas se repiten. Pero, sin duda, un mismo día no volverá a repetirse igual o parecido. ¿O sí? ¿Y si el tiempo no discurriera de forma lineal, sino circular, y no todo pasara inexorablemente, sino que volviera un día? Más en broma que en serio, Leibniz ya había imaginado un año antes cómo sería si el tiempo diera vueltas en círculo y él mismo reapareciera, tal y como lo hace ahora: como un erudito, viviendo en Hannover a orillas del Leine, ocupado con la historia de la casa de Welf y escribiendo cartas a sus correspondientes de todo el mundo. El 2 de julio es otro de esos días en los que tales cosas pasan por su cabeza, un día en el que reflexiona sobre qué es el tiempo, cómo se ha desarrollado la vida en la Tierra y cómo continuará en el futuro. Son preguntas en las que ha pensado toda su vida. Pero ahora, al final de sus días —no sobrevivirá este año—, pasan a primer plano. La forma en que esto sucede, la manera en que estas cuestiones se interpenetran y condensan, puede observarse muy bien en Leibniz este día de principios del verano.
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