18 octubre 2024

Orlando: una biografía

 


Él -puesto que no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época lo enmáscarase algo- se encontraba en el acto de lanzar tajos contra la cabeza de un moro que se balanceaba colgada de las vigas del techo. Tenía el color de un viejo balón de fútbol, y más o menos la misma forma, excepto por las mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo basto y seco, como las fibras de un coco.

Así comienza Orlando: una biografía, la inclasificable novela de Virginia Woolf, en la nueva traducción de Bernardo Santano para Letras populares Cátedra.

Como en la identidad sexual de su protagonista, conviven en esta novela ambiguamente contrarios aparentes: la amargura y la felicidad, como señaló Borges, su primer traductor al castellano; la broma privada y la meditación sobre el paso del tiempo, la razón y la imaginación, el sentimentalismo y la alegoría de la escritura andrógina, la autobiografía de Virginia Woolf y la biografía ficticia de su amiga Vita Sackville-West (“yo te inventaré a ti”, le escribió en una ocasión). Vita, su relación amorosa más intensa, quedó transmutada en el personaje andrógino de Orlando desde la época isabelina hasta el 11 de octubre de 1928 (el día que se publicó el libro), primero como hombre, luego como mujer. Porque cuando Orlando ejerce como embajador en Constantinopla despierta convertido en mujer tras un larguísimo sueño 

Más allá de su indiscutible carácter de divertimento, entre la realidad y la ficción, entre la declaración amorosa y la parodia de biografía, entre lo masculino y lo femenino, entre lo serio y lo frívolo, la mezcla de géneros literarios en Orlando es el reflejo de una fragmentación más decisiva: la de un yo escindido en busca de su identidad humana más profunda, ese “yo único y verdadero” que rastreaba una autora en busca de sí misma. “¿Acaso conocemos a alguien?” -le preguntaba a Vita⁠ en una carta.

Escrita después de Al faro, tuvo ya cuando se publicó en 1928 una muy buena acogida y desde entonces ha seguido siendo, si no la más valiosa ni la más innovadora, la obra más accesible al lector de todas las que escribiría Virginia Woolf, que la definía en otra carta de marzo de 1929 como “una broma escrita a toda prisa como divertimento después de escribir tantos artículos de crítica.”

A toda prisa, sí, porque la escribió en seis meses, entre octubre de 1927 y marzo de 1928. A poco de haber empezado a redactarla, anotaba en su diario: “Estoy escribiendo hablando en un estilo medio burlón, muy claro y llano, para que la gente entienda cada palabra. Pero el equilibrio entre verdad y fantasía debe ser cuidadoso.”

Orlando es “una fascinante creación literaria que desafía las convenciones tradicionales”, en palabras de Bernardo Santano en la introducción de esta estupenda edición anotada que reproduce las ocho ilustraciones que Virginia Woolf incluyó en la edición de 1928 para apoyar gráficamente la imagen de Orlando y su evolución de hombre a mujer desde el siglo XVI hasta los primeros años del siglo XX. Ya en una carta de mediados de octubre de 1927 Virginia Woolf le había anunciado a Vita que “Orlando será un librito con fotos y uno o dos mapas.”

Virginia Woolf era ya una escritora poderosa que había alcanzado dos de sus cimas con La señora Dalloway y Al faro. A su lado o al lado de obras posteriores como Las olas o Los años, Orlando es una obra menor, casi un juego, pero contiene pasajes tan inolvidables como esta evocación de la Gran Helada de 1607-1608, que casi preludia al realismo mágico:

La Gran Helada fue, según los historiadores, la más severa que se ha producido jamás en estas islas. Los pájaros se congelaban en pleno vuelo y caían al suelo como piedras. En Norwich, una joven campesina, que habitualmente gozaba de una robusta salud, comenzó a cruzar un camino y quienes lo presenciaron la vieron deshacerse y convertirse en una ráfaga de polvo sobre los tejados cuando el gélido vendaval la sorprendió al volver una esquina en la calle. La mortalidad entre ovejas y ganado fue enorme. Los cadáveres se congelaban y no se les podían retirar los sudarios. No era infrecuente encontrarse con una piara de cerdos congelados e inmóviles en el camino. Los campos estaban plagados de pastores, labradores, tiros de caballos y niños pequeños que espantaban pájaros, todos ellos inmovilizados en seco en el momento, uno con la mano en la nariz, otro llevándose una botella a la boca, un tercero con una piedra levantada para tirársela a un cuervo que estaba posado, como si estuviera disecado, en un seto a unos pocos pasos de él. La severidad de la helada era tan extraordinaria que, en ocasiones, como resultado, se producía una especie de petrificación; y comúnmente se suponía que el gran incremento de rocas en algunos lugares de Derbyshire se debía, no a una erupción, pues no hubo ninguna, sino a la solidificación de desafortunados caminantes que literalmente se habían convertido en piedra en el lugar donde se hallaban.