Pero nunca los huesos de las aves
Soy paciente.
Yo cuido de las flores de los muertos
y sólo miro, a veces, cómo ríen
mientras guío las bestias,
le entrego su pisada al miedo
y le devuelvo el hambre a la pisada.
Los veo
y se acercan un poco cada día.
Yo lavo con su sangre los caminos:
la piedra que caerá;
la herida que los guía hacia mi vientre.
Pero ríen
y sus sombras se alargan por la arena
como un rastro de noche a sus espaldas.
Como marcas de sangre entre los pasos
que señalan las puertas de los míos.
Con esos versos cierra Jorge Pérez Cebrián Natura naturans, un poema que forma parte de Pero nunca los huesos de las aves (Pre-Textos), el magnífico libro con el que obtuvo el XVI Premio de Poesía Joven de RNE - Fundación Montemadrid. Una alta cordillera poética que tiene una de sus muchas cimas en ese texto, un largo poema que debería estar en cualquier antología de poesía española del siglo XXI.
Visionaria y meditativa, creadora de un mundo poético intenso y personal, aunque sólidamente arraigada en la mejor tradición de la poesía como forma de conocimiento, la de Jorge Pérez Cebrián es una mirada honda y asombrada, consciente y dolorida, ambiciosa de iluminaciones en la sombra y asentada en la voluntad de nombrar el mundo con una palabra poética de asombrosa madurez y de inusual hondura. Una palabra medida y limpia, pulida y perfilada como un diamante que da como resultado una poesía de extrema depuración y enorme calidad. Como este Natura naturata:
Sal al jardín.
Escucha los secretos
que duermen en los cráneos de las flores
y empañan esta noche con cuidado.
Ven.
El aire acogerá tu cuerpo
como una magia leve y cotidiana
y las hojas responderán su brisa
en algo parecido a un mismo idioma.
Observa levemente
las estrellas que saben su camino,
la hierba que perdona tus pisadas.
Entra la noche.
Y si allí,
en tu extranjero idioma,
en medio de la tierra, te preguntas
a quién esta belleza,
si acaso el polen titubea o sabe,
el dónde de los tiempos,
el cuándo de la rosa:
no digas nada.
Porque el que entiende el filo de una brizna
comprende ya la voz del universo
y tú preguntas.
No sabes cómo
pero esta noche sales al jardín
y despliegas el tiempo como un manto
y lo acoges sin miedo y te demoras
como si no supieras.
Porque tú también eres esta noche.
Porque has venido a darle a todo
un dónde, un quién, un cuándo:
porque en silencio eres sólo un hombre
y eres verbo en la voz del universo.
Una palabra sometida a la tensión entre la realidad y el deseo, palabra que entre la idea y la materia invoca el mundo y lo rescata de las sombras para devolverlo transfigurado en sustancia inefable del asombro, en callada armonía silábica, en ritmo trabajado. Y así, desde la incertidumbre, desde el territorio existencial de la vida, el amor y la muerte que articulan las tres partes del libro, la búsqueda acaba convertida por el don de la palabra en tratado de armonía, en misteriosa sutileza revelada en la voz intuida del universo y en definitiva en alta poesía.
En una poesía sólida, cimentada en la ordenada coherencia de su cosmovisión y en su indagación sobre el sentido de la vida, y expresada con una voz potente que no se parece a la de nadie, pero en la que vibra el eco del mejor Rilke, el cazador de voces. Porque Pérez Cebrián es ya, pese a su juventud -nació en 1996-, uno de esos pocos poetas capaces de fundar un mundo propio. Un mundo poético, transitivo pero intransferible, que se mueve equilibradamente entre lo conceptual y lo sensorial, desde la conciencia del tiempo y desde la serena desolación ante las devastaciones y el destino mortal.
Un ejemplo, Aquello que, deshecho, es la materia, el poema que abre la tercera y última sección del libro:
Escucha.
Lo oirás desintegrarse en cada cosa.
En toda luz que guardas levemente
en su reflejo
y en todos los ayeres que atesoras,
que imitan como sombras el destino,
y que hacen, piedra a piedra, tu morada.
Para y escucha.
Algo,
en otra parte,
se incendia y ciega
manando su ceniza a tu memoria:
la vasta oscuridad el don del velo.
Detente.
Que sea un titubeo tu plegaria
porque tan sólo aquí,
en este claro,
verás las vagas formas de tu reino:
el destino que muere entre tus palmas,
la mano ensangrentada de tus días.
Y el lector que entra en ese mundo poético ingresará en otra dimensión del lenguaje a través de la sutil respiración del verso, corto pero intenso, con una tonalidad no alta, sino profunda, sosegada y luminosa. Como la del último poema, Ligero de equipaje, una despedida que termina con estos versos conmovedores y en un portentoso verso final que podría resumir el libro entero y su viaje al resplandor que brilla más allá de lo oscuro:
Y guardaré la joven mirada de mi madre
como un caudal de lunas fiel y herido
como un verbo incansable sobre el sueño
de alguna tierra triste anochecida.
Me llevaré el sabor del agua fresca
el color de una tarde de la infancia
y un aroma que todavía ignoro.
Tendré, también, el frío,
todo el frío, yaciendo entre mis huesos,
quizá unos brazos
que son leña y hogar y lo desahucian .
Tendré, no lo dudéis, toda la vida.
Y mirad:
este que nada tuvo
nada os deja que no sea ya vuestro.
Os dejo el mundo
el mundo cierto, milagroso y vano.
Así que abrid las manos como flores,
con justicia,
aunque tan sólo solo sea
para que al fin se cumpla en vuestros ojos
la íntima verdad del universo:
la furiosa belleza de la vida.
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