Cartas de Katherine Mansfield
“Katherine murió hace una semana. […] Y sentí… ¿Qué sentí? ¿Un repentino alivio? ¿Una rival menos? Luego, la confusión de sentir tan poca emoción… Y después, gradualmente, vacío y decepción; y un abatimiento del que no pude recuperarme en todo el día. Cuando me puse a escribir, me pareció que escribir no tenía ningún sentido. Katherine no lo leerá. Katherine ya no es mi rival”, anotaba Virginia Woolf en su diario el 16 de enero de 1923 después de la muerte de Katherine Mansfield en Fontainebleau.
Esos celos indisimulados de Virginia Woolf tenían su justificación en la altura narrativa y la hondura humana de Katherine Mansfield (1888-1923), que moría de tuberculosis a los 34 años y cerraba así de forma trágica y prematura el camino literario que había abierto doce años antes En un balneario alemán, su primera colección de cuentos.
Fue una de las fundadoras del relato contemporáneo en lengua inglesa. Las tempestades que se ocultan bajo la superficie aparentemente apacible de sus cuentos la vinculan a la sutileza y a la profundidad de Chejov, a su ironía y a su compasión solidaria ante el dolor del mundo y el fracaso de la vida.
Sensible y libre de prejuicios, inescrutable según Virginia Woolf, Katherine Mansfield tuvo una vida tan corta como turbulenta: su inestabilidad emocional y vital impulsaron sus cambios constantes de lugares y de relaciones, su existencia itinerante por Inglaterra, Italia, Suiza y Francia, sus deambulaciones geográficas y sentimentales, su desarraigo y su marginalidad. La escritura fue su forma de arraigarse en un mundo hostil del que a menudo se protegió urdiendo máscaras que dieron una imagen enigmática de su personalidad, siempre en guardia y vigilante.
Ambiciosa y frágil, independiente y desvalida, rebelde y ensimismada, contradictoria y solitaria, perseguida siempre por la desgracia, Katherine Mansfield traza indirectamente parte de su autobiografía en sus diarios y en su correspondencia.
Páginas de Espuma edita una selección de sus cartas, inéditas en castellano, preparada y traducida por Patricia Díaz Pereda, que señala en su prólogo -‘Las máscaras de una outsider’-que “sus cartas dan testimonio de la resiliencia y la pasión por la vida de una autora que en su breve vida logró escribir un buen número de relatos, algunos de los cuales son obras maestras que la sitúan como una de las grandes del género del siglo XX en lengua inglesa.
Al lector del presente volumen le corresponderá forjarse su propia imagen de la mujer y de su enigmática y compleja personalidad. Lo que es indiscutible es que Katherine Mansfield nunca se rindió en la lucha contra la adversidad y nunca cejó en su búsqueda de horizontes mejores, en la vida y la escritura.”
Abre la selección una carta de abril de 1903, dirigida a una amiga desde Londres, cuando Katherine Mansfield aún aspiraba a convertirse en violonchelista, pese a la oposición de su padre, a quien va dirigida la última carta, fechada el 31 de diciembre de 1922, nueve días antes de su muerte.
Además de un índice onomástico y un índice general de cartas, cierran el volumen dos apéndices: una relación pormenorizada de los lugares desde donde Mansfield escribió estas cartas (de Londres a Fontainebleau, de París a Oxfordshire, de la Liguria a Suiza) y una semblanza de sus principales destinatarios: su amiga y confidente Ida Baker, la pintora Dorothy Brett, el traductor del ruso Samuel Koteliansky; su segundo marido, el editor y escritor John Middleton Murry; a la mecenas Ottoline Morrell, a la que le pide ayuda ante las penurias económicas en una carta escrita en Cornualles el 7 de abril de 1916:
Estamos preparando la casa -pero todo parece estar hechos de cantos rodados-. Tendremos que comer cantos rodados, así como usarlos de almohada. Lo del dinero es horrible: no tenemos nada. Esta mañana nos preguntamos si podría prestarnos una silla o una mesa o cualquier cosa que se pueda aprovechar. […] Nosotros no tenemos nada y la queremos de verdad. Ahora mendigamos -pasando el gran sombrero negro de Jack de 3,50 francos-. Pero, por supuesto, si no tiene, lo entendemos.
Quiero escribir otra vez. Estoy escribiendo sobre mis rodillas -entre barrer el suelo y limpiar la pintura-.
O Virginia Woolf, con quien se carteó mucho en 1918 y 1919. En una carta fechada el 10 de abril de 1919 le escribe:
Virginia, he leído tu artículo de las Novelas Modernas. Escribes tan condenadamente bien, tan endiabladamente bien. Están esos pequeñajos, ya sabes, esquivando y dando tropiezos, cogiendo una bocanada de aire aquí y mirando fijamente allá -y ahí está tu mente, tan acostumbrada a coger aire a lo grande-. Para decir la verdad estoy orgullosa de tu escritura. Leo y pienso, «Cómo los derrota…»
Al traductor Samuel Koteliansky, que le descubrió la literatura rusa, fue su mejor amigo y tradujo con ella las cartas de Chéjov al inglés, le comenta a principios de agosto de 1919 desde Hampstead:
Me pregunto si has leído a Joyce, Eliot y esos ultramodernos. Es tan extraño que escriban como lo hacen después de Chéjov. Porque Chéjov ha dicho la última palabra hasta ahora, y más aún, nos ha dado la indicación del camino por el que deberíamos ir. No solo ignoran esto: piensan que los relatos de Chéjov son casi tan buenos como los «casos» de Freud.
¡Dios mío, si yo me siento en el banco de atrás, mi maestro es A[nton]. C[héjov]!
Y el 13 de diciembre de ese mismo año, le dice en otra carta desde Ospedaletti:
Trataré de ponerme bien aquí. Si muero, quizá haya un pequeño cielo privado para los tuberculosos. En ese caso, veré a Chéjov. Estará caminando por los senderos de su jardín, con árboles frutales a cada lado y tulipanes en flor en los arriates. Su perro estará sentado en el camino, jadeando y sonriendo levemente, como hacen los perros que han estado correteando mucho.
Solo pensar en esto, me hace sentir como si mi corazón se estuviera disolviendo; una sensación extraña.
La escritura y la literatura, las dificultades económicas, la insatisfacción y el desasosiego personal, la relación con su marido, la enfermedad y los cambios de lugar en busca de los tratamientos adecuados son los temas que recorren estas cartas.
En una de las últimas cartas a su marido, John Middleton Murry, el 21 de octubre de 1922 le explica la revolución privada que la ha llevado a ingresar en el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, de Gurdjieff, una comunidad instalada en un château:
He pasado por una pequeña revolución desde mi última carta. De repente, decidí intentar aprender a vivir según lo que creía, nada menos, y no como en toda mi vida hasta ahora, vivir de una manera y pensar de otra… No me refiero superficialmente, por supuesto, pero en el sentido más profundo siempre he estado desunida. Y esto, que ha sido mi «pena secreta» durante años, ahora lo es todo para mí. Realmente yo no puedo seguir pretendiendo ser una persona y ser otra, es una muerte en vida. Así que he decidido hacer borrón y cuenta nueva de todo lo que fue «superficial» en mi pasado y empezar de nuevo para ver si puedo entrar en esa vida real, simple, veraz y plena que sueño. He pasado por un tiempo espantosa mente mortal para llegar a esto. Conoces ese tipo de tiempo. No se muestra mucho externamente, ¡pero una tiene simplemente el caos dentro!…
Esa carta termina así:
Si hubiera seguido con mi vida anterior, nunca habría vuelto a escribir, porque me estaba muriendo de pobreza vital.
Me gustaría, cuando una escribe sobre las cosas, no dramatizarlas tanto. Me siento increíblemente feliz por todo esto, y todo es tan sencillo como puede serlo… En cualquier caso, no escribiré ninguna historia durante tres meses y no tendré un libro listo antes de la primavera. No importa.
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