El libro de todos los libros
A lo largo de casi cuarenta años, desde que en 1983 apareció La ruina de Kasch, hasta que en 2019, dos años antes de su muerte, publicó El libro de todos los libros, Roberto Calasso fue desarrollando un ambicioso proyecto de sincretismo cultural y reescritura interpretativa, de exégesis y recuento de la cultura universal: desde los mitos clásicos hasta la literatura de Kafka, desde la pintura de Tiépolo a la obra de Baudelaire, pasando por la relación entre la literatura y los dioses desde el Romanticismo alemán de Hölderlin hasta el Simbolismo francés de Mallarmé.
Centrado en los relatos del Antiguo Testamento, El libro de todos los libros, que acaba de publicar Anagrama con traducción de Pilar González Rodríguez, es el décimo volumen del proyecto, la entrega culminante de esa empresa intelectual integradora en la que confluyen la historia de las religiones y la crítica literaria, la antropología y la filosofía, la mitología clásica y la cosmogonía oriental, la literatura antigua y la contemporánea.
El libro de todos los libros lleva como exergo en su pórtico esta cita de Goethe que explica su título y resume su sentido: “Así, libro tras libro, el libro de todos los libros podría mostrarnos lo que se nos ha dado para que intentemos entrar en él como en un segundo mundo y ahí nos perdamos, nos iluminemos y nos perfeccionemos.”
El primero de sus doce capítulos se titula “La Torá en el cielo” y comienza con estas frases:
Novecientas setenta y cuatro generaciones antes de que el mundo fuera creado, fue escrita la Torá. ¿Cómo? Con fuego negro sobre fuego blanco. Era la hija única de Yahvé. El padre quiso que viviera en tierra extranjera.
Desde ese capítulo inicial que rememora la creación del mundo antes de Adán, con un jardín paradisíaco, con un Edén que flota en el vacío anterior al espacio, Calasso hace un recorrido expositivo e interpretativo por las historias de los elegidos, los relatos bíblicos sobre los reyes de Israel:
Desde la peripecia del encuentro del joven Saúl con Samuel, el último de los jueces, el sacerdote vidente que lo unge con aceite como el primer rey de Israel; el pastor David, la culpa metafísica del censo y la parábola de la oveja robada; su hijo y sucesor Salomón, el sabio que construirá el templo de Jerusalén para colocar allí el Arca de la Alianza y a quien se atribuye la autoría de “los dos libros bíblicos más indiferentes a la autoridad religiosa”, el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, al que Calasso dedica páginas memorables: “Si un traductor tuviera que encontrar el equivalente en su lengua, su texto rebosaría de palabras que nadie habría encontrado antes. […] Las literaturas occidentales no ofrecen nada parangonable.”
La pareja funesta de la sidonia Jezabel y el soberbio Ajab, fundador de ciudades, que combatió a Yahvé, y a quien “una sombra le acompañó y le amargó la vida: el profeta Elías”, que prometió erradicar su linaje; el clan del patriarca Abraham, que sale desde Ur de los Caldeos hacia la tierra de Canaán en una “ordalía de la que nace el individuo” y cerrará con Yahvé el pacto de los animales cortados y la circuncisión; el holocausto de Isaac y el ángel salvador; la desgracia sin culpa del justo Job; Esaú y Jacob, el derecho a la primogenitura, el sueño de la escalera hacia el cielo y la misteriosa lucha con el ángel.
José, el hijo de Jacob, y su capacidad para interpretar los sueños; Moisés ante la zarza ardiente que no se consume y se evoca en la portada de esta edición; el Éxodo, la travesía del desierto y la subida al Sinaí, el becerro de oro y las tablas de la ley; la travesía del río Jordán, la subida al monte Nebo y la sepultura en la Tierra Prometida; Freud, que dedicó un libro fundamental a Moisés, y el espectro irredento del judaísmo y el odio perenne hacia los judíos.
Un itinerario que se remonta a las diez primeras generaciones de los hombres según el Génesis: desde Adán a Noé; recorre la herencia visionaria de los profetas, que “tenían algo de sacerdote y algo de rey”, de Isaías a Zacarīas, de Jeremías a Ezequiel, el más importante, de todos ellos, el “oráculo de Yahvė” al que Calasso dedica un espléndido capítulo antes de culminar el recorrido bíblico de El libro de todos los libros con un capítulo final sobre la figura del Mesías que se cierra con estos párrafos:
El estado mesiánico es uno de los varios estados en los que las cosas pueden existir. Nadie sabe decir mucho más que el nombre. Pero todos saben qué es.
Cuando llegue el Mesías, es probable que pase inadvertido, porque cambiará solo algunas pequeñas cosas. Y no se sabrá cuáles.
Entre el relato y la exégesis, entre la reelaboración narrativa y la erudición ensayística, Calasso hace una honda lectura aconfesional (ni católica ni judía, ni protestante ni secular) del carácter humano y cultural, no divino, de la Biblia y de su singularidad expositiva: se trata de iluminar tanto la palabra escrita como la elipsis de todo aquello que no se nombra, a partir del necesario equilibrio entre lo dicho y lo omitido en los relatos bíblicos: es el “fuego negro sobre fuego blanco” que aparece orientadoramente en las primeras líneas citadas más arriba.
Y por eso en cada uno de los capítulos de El libro de todos los libros Calasso aborda en sus comentarios temas como la elección y la necesidad, el error y la culpa, el azar y el destino, el engaño y la gracia; la transgresión y el sacrificio y los proyecta como un foco iluminador en la modernidad, como el código que ha cifrado la cultura y moldeado los arquetipos humanos y las claves hermenéuticas esenciales de la imaginación occidental.
Porque -escribe Calasso- “a diferencia de los primeros mitógrafos, los redactores de la Biblia no pretendían dar cuenta del orden del mundo. Querían dar cuenta ante todo de un pueblo que tenía el nombre de un individuo: Jacob. Y su historia, como la de Jacob, era una concatenación de hechos afortunados y de reveses, de artimañas perpetradas y de vejaciones sufridas. Obsesiva y repetitiva, como tienden a ser las de los individuos. Pero siempre con unos rasgos peculiares y reconocibles. Toda la Biblia, aun con su multiplicidad de redactores, de épocas y de estilos, adquirió un carácter compacto y simultáneo, como el perfil de un individuo.”
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