26 noviembre 2024

En busca del tiempo perdido, en Alfaguara

 


Durante años me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa que no me daba tiempo ni a decirme: «Me estoy durmiendo». Y al cabo de media hora, el pensamiento de que había que ir buscando el sueño me despertaba; quería dejar el volumen que aún creía tener entre las manos y apagar la luz de un soplo; no había dejado de reflexionar, mientras dormía, sobre lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían adoptado un sesgo un tanto peculiar, me parecía ser yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar; no me parecía descabellada, pero me pesaba como escamas sobre los ojos y les impedía darse cuenta de que la palmatoria ya no estaba encendida. Después empezaba a volvérseme ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior tras la metempsicosis; el tema del libro se desligaba de mí, y yo era libre de sumirme o no en él; no tardaba en recobrar la visión y se me hacía muy raro encontrar a mi alrededor una oscuridad suave y sosegante para los ojos, pero tal vez aún más para la mente, a la que se revelaba como algo sin causa, incomprensible, como una cosa en verdad oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbido de los trenes, que más o menos alejado, como el canto de un pájaro en un bosque, al dar la medida de las distancias me describía la extensión de la campiña desierta por la que el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación debida a lugares nuevos, a actos desacostumbrados, a la charla reciente y la despedida bajo la lámpara ajena que lo siguen acompañando en el silencio de la noche, a la inminente dulzura del regreso.
Apoyaba suavemente las mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, que por su redondez y su frescor son como las de nuestra infancia. Encendía un fósforo para mirar el reloj. Pronto serían las doce. Es el instante en que el enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y ha tenido que acostarse en un hotel desconocido, y al que ha despertado una crisis, se alegra de ver bajo la puerta una rendija de luz. ¡Menos mal, ya es de día! Dentro de un rato los criados se habrán levantado, podrá llamar, vendrán a socorrerlo. La esperanza de verse aliviado le infunde valor para sufrir. Precisamente le ha parecido oír pasos; los pasos se acercan y luego van alejándose. Y la rendija de luz bajo la puerta desaparece. Es medianoche; acaban de apagar el gas; el último criado se ha marchado y habrá que pasarse toda la noche sufriendo sin remedio.

Así comienza Por el camino de Swann, la primera de las siete entregas de En busca del tiempo perdido, en la nueva traducción de Mercedes López-Ballesteros, que publica Alfaguara, que asume así el proyecto de Javier Marías de editar en Reino de Redonda esta nueva y espléndida versión del ciclo proustiano.

Su primera parte, Combray, toma su título de la transposición literaria de Illiers, un lugar a cuarenta kilómetros de Chartres, donde proyectó Proust sus recuerdos infantiles y donde se sitúa el recuerdo evocado en la experiencia epifánica de la magdalena mojada en la infusión de té que le ofrece su madre: la de la magdalena mojada en té que le ofrecía los domingos por la mañana su tía Léonie en su infancia en Combray.

La segunda parte del volumen, Un amor de Swann, tiene en ese episodio del refinado Charles Swann enamorado de Odette una serie de características propias que por un lado le dan una cierta autonomía narrativa y por otro contienen muchas de las claves temáticas y tonales del ciclo. 

Y así, en las dos partes de Por el camino de Swann está ya prefigurado, si no configurado del todo, el monumental ciclo novelístico proustiano: la atmósfera y la mirada, las evocaciones y las digresiones, la sintaxis compleja y el ritmo demorado, la memoria involuntaria y la búsqueda, la voz baja y la mirada furtiva, el detalle y el sufrimiento, el placer y la angustia, el silencio y la soledad, el refinamiento y la melancolía, el mundo de las sensaciones y la subjetividad, la experiencia y las revelaciones, la civilización refinada y la anécdota trivial, la ética y la estética, los “jardines en una taza de té”, que fue el primer título pensado para el conjunto novelístico.

De ese lugar salen todos los caminos del libro, como explica el narrador: 

Y como en ese juego con que los japoneses se entretienen metiendo en un cuenco de porcelana lleno de agua pedacitos de papel, indistintos hasta entonces, que nada más sumergirlos se desperezan, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, en casas, en personajes consistentes y reconocibles, así, en ese instante, todas las flores de nuestro jardín y las del parque de M. Swann, y las ninfeas del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus moradas pequeñitas y la iglesia y todo Combray y sus aledaños, todo aquello que iba cobrando forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.

De este volumen arrancan también las claves temáticas que sostienen como columnas vertebrales la arquitectura monumental de En busca del tiempo perdido: la convivencia del pensamiento y el sentimiento, de la apariencia y la realidad, del amor y la soledad. Ya tienen en estas páginas una presencia potente el sueño y las relaciones sociales, la imaginación, el tiempo y la memoria, la homosexualidad y la creación, las ilusiones y los desengaños, el deseo y los celos, la enfermedad y la muerte, la vida y el arte, los diálogos agudos y los retratos magistrales de personajes inolvidables. 

El despertar sexual y los celos, la aristocracia de los Guermantes, las ilusiones perdidas y la decadencia irreversible de un mundo que muere, a través del esnob Swann, del barón de Charlus o de la dominante Odette se evocan -se reconstruyen- en un pasado en el que la memoria superpone ficción y realidad, igual que se superponen lo consciente y lo subconsciente, la imaginación y las sensaciones, la voz del narrador y la del autor y los tiempos distintos -pasado, presente y futuro- en los que viven, recuerdan y escriben. Como el narrador que cierra de esta manera memorable Por el camino de Swann:

Hacía ya tiempo que se habían marchado cuando yo aún seguía interrogando en vano a los caminos desiertos. El sol se había ocultado. La naturaleza volvió a reinar en el Bois, donde se había desvanecido la idea de que era el Jardín Eliseo de la Mujer; sobre el falso molino el cielo verdadero estaba gris; el viento rizaba el Lago Grande con un tenue oleaje, como un lago; grandes aves recorrían veloces el Bois, como un bosque, y chirriando se posaban una tras otra en los altos robles que bajo su corona druídica y con una majestad dodonea parecían proclamar el vacío inhumano del bosque abandonado, y me ayudaban a entender mejor la contradicción que supone buscar en la realidad los cuadros de la memoria, a los que siempre les faltaría el encanto que les viene de la propia memoria y de no ser percibidos por los sentidos. La realidad que yo había conocido ya no existía. Bastaba con que Mme. Swan no llegara igual en todo, en el mismo momento, para que la avenida fuera otra. Los lugares que hemos conocido no solo pertenecen al mundo del espacio en que los situamos para mayor comodidad. No eran sino una delgada capa entre impresiones contiguas que formaban nuestra vida de entonces; el recuerdo de una determinada imagen no es sino la añoranza de un determinado instante; y las casas, los caminos, las avenidas son, por desdicha, fugitivos como los años.

Porque entrar en el mundo proustiano es acceder a otra dimensión de la vida y la literatura. Es comprender definitivamente que la verdadera vida, la única vida vivida con intensidad es la de la literatura, la de la escritura que da sentido a la existencia frente al olvido, la decadencia y la muerte, como concluirá Proust en la novela final, que cierra un círculo temporal para regresar al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. 

Este primer volumen es la puerta de entrada al mundo complejo y prodigioso que creó irrepetiblemente Proust como uno de los monumentos literarios más memorables de la historia de la literatura.