Los grandes compositores
“Escribí este libro para un público inteligente y amante de la música; y traté de organizarlo para que pudiera trazarse la continuidad de la historia de la música desde Claudio Monteverdi hasta hoy. La composición musical es un proceso en constante evolución, y no ha habido genios, por grandes que sean, que no hayan recibido algo de sus predecesores”, afirma Harold C. Schonberg en el Prefacio de su monumental obra Los grandes compositores, que llega hoy a las librerías en una magnífica edición -la primera íntegra en español- de Ático de los libros en un estuche con dos volúmenes espléndidamente ilustrados con traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.
Editada en dos tomos -de Monteverdi a Hugo Wolf, el primero y el segundo de Johann Strauss a los Minimalistas-, organizada en cuarenta y un capítulos y rematada por una bibliografía específica de cada autor, Los grandes compositores traza una historia completa de la música clásica a través de sus compositores y propone una orientadora guía de audiciones representativas de cada autor, de cada estilo, de cada época.
Con un acercamiento ameno y riguroso a las vidas y las obras de las figuras más importantes de la música clásica, Harold C. Schonberg, que ejerció como crítico musical de The New York Times entre 1950 y 1980, refleja el perfil biográfico y creativo de decenas de compositores, desde un Monteverdi precursor de la ópera -“el compositor más temprano de la historia de la música que goza de reputación internacional actualmente”- hasta el minimalismo musical de los años noventa del siglo pasado, un Nuevo Barroco representado por figuras como Philip Glass o John Adams que en 1995, en palabras de Schonberg, “era la manifestación más popular del pensamiento musical avanzado o recesivo, según se mire.”
Estos son algunos de los temas y los compositores que aborda Schonberg en el primer tomo:
La transfiguración del Barroco en Bach, que “tomó las formas que la música le aportaba y las amplió, modificó y perfeccionó de manera constante […] incorporando en el proceso su propio genio.”
Händel, compositor y empresario, cuya música “respira un vigor, una amplitud y una invención poco habituales”. Su oratorio El Mesías -escribe Schonberg- es “la obra de música coral más popular que se haya compuesto.”
El clasicismo por excelencia de Haydn, “la figura musical más celebrada durante una época en la que Europa se enorgullecía de su civilización, su lógica, su moderación sentimental y su politesse.”
Wolfgang Amadeus Mozart, el prodigio de Salzburgo, que “fue el músico más grande de su tiempo y, como compositor, alcanzó el nivel más alto en todos los géneros musicales: ópera, sinfonía, concierto, cámara, vocal, piano, coral… Todos. Además, fue el mejor pianista y organista de Europa, y el mejor director. Y si se hubiese dedicado a ello, también se habría convertido en el mejor violinista. En música no existía prácticamente nada que no pudiera hacer mejor que otro.”
Beethoven, el revolucionario de Bonn, que “se consideraba a sí mismo un artista, y defendía sus derechos como tal. Mientras Mozart se buscaba un hueco en el mundo aristocrático, ávido, sin llegar a ser admitido, Beethoven, que tenía solo unos quince años menos, abría de un puntapié las puertas, entraba como una tromba y se instalaba con soltura. Era un artista, un creador, y según su propio criterio, como tal, superior a reyes y nobles. Tenía ideas revolucionarias acerca de la sociedad, y un concepto romántico de la música.”
Schubert, el primer poeta lírico de la música, que vivió su vida bohemia a la sombra poderosa de Beethoven y murió a los 31 años: Su misión era crear música; existía únicamente para eso.” “El viaje de invierno, compuesto en 1827, el año que procedió a su muerte, es la serie de canciones más importante que existe en la historia de la música.”
La libertad y el nuevo lenguaje de Weber y los románticos tempranos, que en una década, entre 1830 y 1840, cambiaron “todo el vocabulario armónico de la música.” “A juicio de los románticos, Weber fue el hombre que desencadenó la tormenta.”
La exuberancia romántica y la moderación clásica de Hector Berlioz, que “se convirtió en el primer romántico francés y en el primer exponente auténtico de lo que Europa denominaría después ‘la música del futuro’. Fue Berlioz quien, al crear la orquesta moderna, exhibió un nuevo tipo de fuerza tonal, y otros recursos y colores.”
Robert Schumann, “innovador, crítico y propagandista de lo nuevo, y un gran compositor. […] Fue el primero de los compositores anticlásicos” y “afirmó una estética completa que rozaba el expresionismo. La música debía reflejar un estado de ánimo interior.”
La apoteosis del piano con Chopin, que “armonizaba perfectamente con el París loco, perverso, melancólico y alegre de las décadas de 1830 y 1840.” “Un compositor que decidió desde temprano crear únicamente para el instrumento que amaba.” “Otros compositores han tenido sus altibajos; Chopin se mantiene en un nivel permanente, y la literatura pianística sería inconcebible sin él. Parece una figura inmune a los cambios sobrevenidos en los gustos.
La triple condición de virtuoso, charlatán y profeta de Franz Liszt, “probablemente el pianista más grande que el mundo conoció”. “Sus actuaciones eran el equivalente decimonónico a los conciertos de una estrella del rock.” Todavía es posible que lleguemos a la conclusión de que el profético Listz tuvo más que ver con el modo en el que se desarrolló la música que cualquiera de los restantes compositores de su tiempo. Aún no se ha escrito la versión completa del lugar majestuoso que ocupa en la historia de la música.”
La genialidad burguesa de Mendelssohn, menospreciado durante algún tiempo, aunque “ahora que la música serial y postserial han llegado a su fin y vuelve el neorromanticismo, la música de Mendelssohn, como la de Listz, ya está siendo reevaluada, y a Mendelssohn se lo reconoce de nuevo como el maestro dulce, puro y perfectamente proporcionado que en realidad fue.”
Rossini, Donizetti y Bellini, creadores de una ópera en la que el canto era lo principal: “Sus óperas, en general, apuntaban francamente al entretenimiento. […] El arte emotivo y exhibicionista que practicaban no obligaba a pensar profundamente a los oyentes. Como consecuencia, sus óperas eran inmensamente populares.”
Cierran el primer volumen Giuseppe Verdi, el coloso de Italia, “el compositor de óperas más popular del mundo […], un especialista que ofrecía un producto al público, y nunca pretendió ser un músico culto.” Óperas como Rigoletto, Il trovatore, La traviata, que “fueron obras trascendentes en su tiempo y convirtieron a Verdi en el único compositor cuya popularidad podía rivalizar con la de Meyerbeer. Parecía que el público nunca se fatigaba de ver y oír esas tres óperas.” O La forza del destino y Don Carlo, con las que “comenzó a variar el estilo de las óperas de Verdi. Cobraron más amplitud, el sonido se enriqueció, y las obras se volvieron más extensas y ambiciosas.”
Richard Wagner, el coloso de Alemania, egómano genial y artista arrogante y mesiánico cuyas óperas -Tannhäuser, Lohengrin, Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo-cambiaron el rumbo de la música en la segunda mitad del XIX: “Sobre todo, se trataba de un empleo novedoso de la orquesta. Más que cualquier otro compositor en la historia de la música hasta ese momento, Wagner asignó un papel equitativo a la orquesta en el drama. Precisamente en la gran orquesta de Wagner, con su partitura resonante, se explica gran parte de la acción de la ópera y se subrayan los cambios psicológicos de los personajes, sus motivaciones, sus impulsos, sus sentimientos de amor y odio.”
Johannes Brahms, el custodio de la llama, el clasicista con el que “la sinfonía, en la forma que le confirieron Beethoven, Mendelssohn y Schumann, llegó a su fin. A semejanza de Bach, Brahms resumió una época. A diferencia de Bach, contribuyó poco al desarrollo de la música.”
Y Hugo Wolf, un maestro del lied, un músico extraño y torturado: “El rebelde que vivió una vida tan tormentosa, el bohemio y descontento, el genio que falleció enloquecido a los 43 años, pudo dirigir sobre la poesía un flujo musical que tenía la intensidad musical de un rayo láser. En las doscientas cuarenta y dos canciones que compuso se observa a menudo una serenidad que se contradice del todo con su propia vida cotidiana. Y pocos compositores demostraron una sensibilidad tan aguda para la poesía.”
El segundo tomo se abre con un capítulo dedicado a Johann Strauss hijo, Offenbach y Sullivan y subtitulado “Vals, cancán, sátira”. En él señala Schonberg que “si un criterio para juzgar la obra de un compositor es su longevidad, por lo menos tres creadores de música ligera del siglo XIX han sobrevivido de un modo tan triunfal al tiempo y las modas que es legítimo llamarlos inmortales. El vals y la opereta vienesa de Johann Strauss hijo, la ópera bufa de Jacques Offenbach y la opereta de Sir Arthur Sullivan perduran entre nosotros, y siguen siendo obras tan encantadoras, atrevidas y plenas de inventiva como lo fueron antes.”
Los capítulos siguientes analizan autores y temas como estos:
La ópera francesa, del Fausto de Gounod a Saint-Saëns pasando por la Carmen de Bizet o la Manon de Massenet; al nacionalismo ruso de Musorgski y Rimsky-Korsakov o al sentimentalismo excesivo de Chaikovski, que “influyó de distintos modos sobre el público. Desde el principio la mayoría de los oyentes se complacieron en el baño emocional en que los sumergía el compositor. Otros, más inhibidos, rechazaban de inmediato el mensaje de Chaikovski o se despreciaban a sí mismos por reaccionar frente a él. Se presume que un compositor tiene que ser más “viril". Hay algo embarazoso, incluso inmoral, en ese tipo de histeria llevado a la música. Durante mucho tiempo, Chaikovski, tan apreciado por el público, fue considerado por muchos entendidos y músicos como una mera máquina de sollozar. En los últimos años se ha procedido a una revaluación, y los músicos actuales tienden a hallar en Chaikovski mucho más para admirar que antes.”
El cromatismo y la sensibilidad, del benigno César Franck, que “es hoy un compositor pasado de moda” a “la delicada música de Gabriel Fauré que nunca pudo afirmarse fuera de Francia”, aunque “desecharlo, como hacen muchos fuera de Francia, asignándole la categoría de un proveedor de arte gálico barato, implica prescindir de uno de los compositores más elegantes, flexibles y refinados.”
La escritura musical sólo para el teatro de Giacomo Puccini, que “compuso tres de las óperas más populares que se han escrito” (La Bohème, Tosca y Madama Butterfly) y culminó su producción operística con Turandot, su obra “más enorme y ambiciosa.”
La larga coda del romanticismo con un Richard Strauss que “para el público, era el compositor más grande del mundo, y de paso uno de los grandes directores mundiales. Todo lo que él creaba merecía la cobertura instantánea de todos los diarios”, aunque “nada envejece tan rápidamente como el sensacionalismo puro, y la tragedia de Strauss es la tragedia de una mente musical superior afectada por el deseo de ubicar el efecto en un plano superior a la sustancia.”
La indisimulada antipatía por la música de Mahler: “Las luchas de Mahler son las de un debilucho psíquico, un adolescente quejoso que escribió o se acobardó, o se dejó dominar por la histeria en lugar de enfrentarse al problema. La música de Mahler, en efecto, puede ser turbadora para cierto tipo de mente, una mente que prefiere la masculinidad a la angustia. Pues en el fondo de su ser, Mahler era un sentimental. Se complacía en su sufrimiento; se regodeaba en eso; chapoteaba en ello, y deseaba que el mundo entero viese cuánto sufría.”
El simbolismo y el impresionismo musical de Debussy, la ruptura con el romanticismo de La consagración de la primavera y El pájaro de fuego, de Igor Stravinsky, que “vivió para ser reconocido universalmente como el compositor más grande de su tiempo”; la música de Prokófiev y Shostakovich, héroes de la música sovietica y víctimas del estalinismo; el ascenso de una tradición norteamericana con Copland, que abandonó el jazz y “fue hasta su muerte en 1990 el símbolo culto y respetado de medio siglo de la música estadounidense.”
Béla Bartók, “uno de los compositores modernos más ejecutados”, que “compuso una música áspera que no concedía respiro a nadie, y sus mejores obras son reflejo de una de las mentes musicales más vigorosas del siglo XX.”
Cierran el segundo volumen los capítulos dedicados a la subversión de la música dodecafónica de Schönberg, a su emancipación de la disonancia y su abolición de la tonalidad, y a sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, y, ya después de 1945, al proceso desde el movimiento internacional serial, de Varèse al sinestésico Messiaen, a la indeterminación del iconoclasta John Cage y a los minimalistas, fundadores de un Nuevo Barroco y emparentados lejanamente con los patrones tranquilos del canto gregoriano.
Un amplio y muy útil índice onomástico de autores y obras facilita la consulta rápida al lector interesado que quiera localizar la figura de un compositor o una composición concreta.
“Los grandes compositores -afirma Harold C. Schonberg- siempre, de un modo u otro, alteraron el curso de la historia musical y han entrado, si no en la conciencia de toda la humanidad, ciertamente en la conciencia de los pueblos occidentales. [...] Los grandes compositores también fueron, casi siempre, aceptados como grandes durante su vida. A veces, como en el caso de Hummel, Spohr o Meyerbeer, carecían del poder de la permanencia. A veces, como en el caso de Mahler, tardaban dos generaciones en convertirse en iconos. Pero los grandes siempre se han abierto camino, reconocidos como genios casi desde el principio. Hay algo darwiniano en este proceso. Quizá la supervivencia del más apto explique la existencia de los grandes compositores.
Y en su época los grandes compositores eran líderes. Eran líderes porque fueron los primeros en escribir un tipo de música que iba a influir en los compositores posteriores de todo el mundo: Berlioz, Liszt y Wagner como generales de la «música del futuro»; Mendelssohn y Brahms como mariscales de campo de la facción conservadora. Y su propia música ha tenido una vida útil permanente.[…]
Así que aquí estamos, en 1996. ¿Encontramos en el mundo de la música líderes reconocidos actualmente? ¿Líderes equivalentes a Mozart y Haydn en el siglo XVIII; Beethoven y los grandes compositores románticos en el XIX; Stravinski, Bartók, Schoenberg, Cage y Boulez en el XX? Con toda honestidad, es difícil pensar en ninguno.
Los compositores de todo el mundo están buscando un estilo a seguir, pero no ha aparecido ningún líder de la envergadura de Beethoven, Berlioz, Wagner, Stravinski, Boulez o Copland. Así que todo lo que podemos hacer para actualizar el relato de Los grandes compositores es no preocuparnos demasiado por los «grandes» compositores.”
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