El tiempo recobrado
Con El tiempo recobrado, el séptimo volumen de A la busca del tiempo perdido, culminaba Proust uno de los monumentos más grandes de la literatura universal de todos los tiempos.
Y con esta última entrega, que llega hoy a las librerías, culmina también El Paseo Editorial su admirable esfuerzo de recuperar la magistral edición anotada y puesta al día de Mauro Armiño, que además del orientador resumen que remata cada volumen, ofrece en este tomo final varios índices (de personas, de lugares, de obras artísticas y literarias) imprescindibles para orientarse en el universo del ciclo proustiano.
Porque adentrarse en las páginas de A la busca del tiempo perdido es entrar en otra dimensión literaria, en un mundo narrativo que tiene una atmósfera propia y en una respiración de la prosa que no se parece a ninguna otra. Y entrar en ese mundo es mucho más fácil cuando se dispone de una edición tan cuidada tipográficamente como esta y de una traducción tan luminosa y unos materiales tan exhaustivos e iluminadores como los que ha elaborado a lo largo de tres décadas y revisado expresamente para esta edición Mauro Armiño.
Escrita con el telón de fondo intrahistórico del París de la Primera Guerra Mundial, El tiempo recobrado es por un lado el cierre del ciclo, su recapitulación y su síntesis. Y por otro, contiene las claves que dan acceso al sentido del conjunto en la explicación de su origen por parte del narrador: el reconocimiento de la revelación germinal de un concepto del tiempo, de la vida y del arte que le hace entender que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. El narrador tomará conciencia así de su vocación literaria y de la creación artística como refugio frente al mundo.
El hecho que desencadena todo el proceso no puede ser más trivial: el narrador tropieza con un adoquín, un percance que le revive la misma sensación que tuvo ante dos losas desiguales en el baptisterio de San Marcos de Venecia:
Pero en el momento en que, recuperando el equilibrio, puse mi pie sobre un adoquín que estaba algo menos levantado que el anterior, todo mi abatimiento se desvaneció ante la misma felicidad que en diversas épocas de mi vida me habían dado la vista de árboles que había creído reconocer durante un paseo en coche por los alrededores de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me habían parecido sintetizar. Como en el momento en que saboreaba la magdalena, toda inquietud sobre el futuro, toda duda intelectual se habían disipado. Las que me asaltaban hacía un instante sobre la realidad de mis dotes literarias y aun sobre la realidad misma de la literatura habían desaparecido como por encanto. […]
La felicidad que acababa de sentir era desde luego, en efecto, la misma que había sentido al comer la magdalena y cuyas causas profundas había aplazado buscar entonces. La diferencia, puramente material, estaba en las imágenes evocadas; un azur profundo embriagaba mis ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbrante se arremolinaban a mi lado y, en mi deseo de cogerlas, sin atreverme a moverme más que cuando disfrutaba del sabor de la magdalena tratando de hacer llegar hasta mí lo que ella me recordaba, permanecía, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, dubitativo como había estado un momento antes, con un pie sobre el adoquín más elevado, el otro sobre el adoquín más bajo. […] Y casi de inmediato la reconocí, era Venecia, de la que mis esfuerzos por describirla y las supuestas instantáneas tomadas por mi memoria nunca me habían dicho nada, y que la sensación sentida en el pasado sobre dos losas desiguales del baptisterio de San Marcos me había restituido con todas las demás sensaciones unidas aquel día a esa sensación, y que habían permanecido a la espera, en su fila, de donde un brusco hacer las había hecho salir imperiosamente, en la serie de los días olvidados. De la misma manera me había recordado Combray el sabor de la pequeña magdalena. Pero ¿por qué las imágenes de Combray y de Venecia me habían dado en uno y otro momento una alegría parecida a una certeza y capaz sin otras pruebas de volverme indiferente a la muerte?
Además de una demoledora visión satírica de la aristocracia y la alta burguesía, el episodio culminante del baile de las cabezas, en el que emergen los rostros monstruosos y envejecidos de quienes fueron sus amigos, se convertirá en una revelación definitiva del paso deformante del tiempo:
Muñecos, pero que, para identificarlos con aquel al que se había conocido, había que leer al mismo tiempo en varios planos, situados detrás de ellos y que les daban profundidad y obligaban a hacer un trabajo mental cuando se tenía delante aquellos viejos fantoches, porque se estaba obligado a mirarlos con los ojos y al mismo tiempo con la memoria, muñecos inmersos en los colores inmateriales de los años, muñecos que exteriorizaban el Tiempo, el Tiempo que no suele ser visible, para serlo busca cuerpos y, allí donde los encuentra, se los apropia para proyectar en ellos su linterna mágica. […]
Por todos estos aspectos, una matinée como aquella en la que me encontraba era algo mucho más precioso que una imagen del pasado, me ofrecía por así decir todas las imágenes sucesivas, y que nunca había visto, que separaban el pasado del presente, mejor aún, la relación que había entre el presente y el pasado; era como lo que en el pasado se llamaba una vista óptica, pero una vista óptica de los años, la vista no de un momento, sino de una persona situada en la perspectiva deformante del Tiempo.
“De esa revelación -señala Mauro Armiño- surge la novela, la voluntad de pintar el gran fresco que tiene por protagonista a la acción del tiempo sobre los personajes.”
Tras ese episodio, siniestro y deslumbrante a la vez, del baile de las cabezas en casa de la princesa de Guermantes, el narrador decide retirarse de la vida social y sus frivolidades mundanas para dedicarse a la escritura de la obra cuya lectura está terminando quien lee esas últimas páginas:
Sí, aquella idea del Tiempo que acababa de concebir decía que había llegado el momento de ponerme a esa obra. Era la hora; pero, y esto justificaba la ansiedad que se había apoderado de mí desde mi entrada en el salón, cuando los rostros pintados me habían dado la noción del tiempo perdido, ¿aún habría tiempo, e, incluso, estaba todavía yo en condiciones?
[…]
En cuanto a mí, era algo muy distinto lo que tenía que escribir, más largo, y para más de una persona. Largo de escribir. De día, a lo sumo podría intentar dormir. Si trabajaba, solo sería de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, quizá mil. Y viviría en la ansiedad de no saber si el Amo de mi destino, menos indulgente que el sultán Sheriar, cuando por la mañana interrumpiera yo mi relato, querría sobreseer mi sentencia de muerte y me permitiría reanudar su hilo la noche siguiente. No es que pretendiese rehacer, en el aspecto que fuera, Las Mil y una noches, ni tampoco las Memorias de Saint-Simon, escritas también de noche, ni tampoco ninguno de los libros que habían amado en mi ingenuidad de niño, supersticiosamente vinculado a ellos como a mis amores, incapaz de imaginar sin horror una obra que sería diferente a ellos. Pero, como Elstir con Chardin, solo se puede rehacer lo que se ama renunciando a ello. […] Sería un libro tan largo como Las Mil y una noches quizá, pero completamente distinto.”
[…]
Entonces pensé de pronto que, si aún tenía fuerzas para llevar a cabo mi obra, aquella matinée -como en el pasado en Combray ciertos días que habían influido en mí- que me había dado, hoy mismo, a la vez, la idea de mi obra y el temor a no poder realizarla, marcaría desde luego ante todo, en esta, la forma que había presentido en el pasado en la iglesia de Combray, y que por lo general permanece invisible para nosotros, la del Tiempo.
De esa manera confluyen el pasado y el presente en la milagrosa conjunción literaria del principio y el fin, del tiempo de la escritura y el de la lectura, del tiempo perdido y el tiempo recuperado unidos a través del arte. Porque en los miles de páginas del ciclo, el eje es el tiempo perdido, pero sobre todo la experiencia de búsqueda y la conciencia final del tiempo recobrado en un entramado circular que revela la salvación a través del arte, porque el pasado forma parte del presente y, para recuperarlo a través del arte, Proust recurre a un pintor (Elstir), a un novelista (Bergotte) y a un músico (Vinteuil).
Entonces, menos radiante sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido, en mí se hizo una nueva luz. Y comprendí que todos estos materiales de la obra literaria era mi vida pasada; comprendí que habían venido a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia misma, más que la semilla que pone en reserva todos los alimentos que nutrirán la planta. Como la semilla, podría morir cuando la planta se hubiera desarrollado, y me encontraba con que había vivido para ella sin saberlo, sin que me pareciese que mi vida hubiera de entrar nunca en contacto con esos libros que habría querido escribir y para los cuales, cuando en el pasado me sentaba a la mesa, no encontraba tema. De modo que toda mi vida hasta ese día habría podido y no habría podido resumirse bajo este título: Una vocación.
Porque “la verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”, concluye el narrador de El tiempo recobrado, donde regresa un pasado que se desdobla en un presente que superpone la realidad y la ficción en la memoria del narrador protagonista envejecido, confundido él también con su autor, que añade que “este trabajo del artista, de tratar de ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso de ese otro que, a cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre llevan a cabo en nosotros, cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas por completo, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo.”
Se cierra así un círculo temporal que regresa al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. Por eso, en las últimas páginas de El tiempo recobrado está la mejor introducción al ciclo proustiano. En su final, su principio:
Experimentaba una sensación de fatiga y de espanto sintiendo que todo este tiempo tan largo no solo había sido, sin una sola interrupción, vivido, pensado, segregado por mí, que era mi vida, que era yo mismo, pero también que debía mantenerlo cada minuto unido a mí, que me sostenía, a mí, que, encaramado en su cima vertiginosa, no podía moverme sin desplazarlo como yo podía en cambio hacer con él. La fecha en que oía el sonido de la campanilla del jardín de Combray, tan lejana y sin embargo interior, era un punto de referencia en aquella dimensión enorme que yo no sabía que tuviese. Me daba vértigo ver por debajo de mí, y sin embargo en mí, como si mi altura fuera de leguas, tantos años.
[…]
Por eso,si me fuera dejado el tiempo suficiente para llevar a cabo mi obra, no dejaría de describir en ella en primer lugar a los hombres, aunque debiera hacerlos parecerse a seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable, al lado de ese otro tan restringido que les está reservado en el espacio, un lugar prolongado en cambio sin medida puesto que tocan simultáneamente, como gigantes inmersos en los años, épocas vividas por ellos tan distantes, y entre las cuales tantos días han venido a situarse -en el Tiempo.
El próximo lunes estará disponible también la caja para reunir los siete volúmenes del ciclo en esta espléndida edición de referencia.
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