28 enero 2025

Ángel Guerra en Letras Hispánicas

   





Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar, por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo, tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera, ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan solo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
—Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no solo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

De esa potente e inolvidable manera comienza Ángel Guerra, una de las Novelas españolas contemporáneas de Galdós y una de sus cimas novelísticas, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas con edición de Juan Carlos Pantoja Rivero, que ha elaborado un magnífico estudio introductorio sobre la vigencia de la obra de Galdós, sobre la importancia de esta novela en el contexto de la novelística galdosiana, sobre sus aspectos estructurales (el diseño tripartito y los aspectos formales de los diálogos), sobre sus fundamentos ideológicos y temáticos (el rechazo de las desigualdades sociales, el espiritualismo y el activismo cristiano, los sueños y las fantasmagorías, el autobiografismo), sobre la importancia de Toledo como escenario y referencia espacial de la espiritualidad y sobre la historia bibliográfica del texto.

Ángel Guerra apareció por primera vez en 1891, inmediatamente después de Torquemada en la hoguera, en tres volúmenes que se corresponden con las tres partes en las que se organiza externamente la estructura narrativa de esta novela, la más extensa de Galdós tras Fortunata y Jacinta, lo que explica que esta nueva edición se haga, como la serie de Torquemada, en el formato mayor con solapas de Letras Hispánicas.

Extensa, a ratos prolija, como señaló Clarín, “endiablada, compleja y laberíntica” en palabras del propio Galdós, Ángel Guerra es una muestra de la plenitud creadora del novelista y de su capacidad de observación en la captación de ambientes y personajes. 

Su complejidad narrativa, el profundo estudio de los personajes a través de sus comportamientos, su densidad ideológica, la capacidad para elaborar un mosaico novelesco y humano en el que se integran abundantes personajes secundarios (los Babeles, el beneficiado Francisco Mancebo, don Pito, el canónigo Palomeque, Juanito Casado...), la maestría en la recreación de ambientes, las espléndidas descripciones de Toledo o el  final magníficamente resuelto, hacen de este un título imprescindible en el canon galdosiano.

Un título que avisa de que se trata de una novela de protagonista y sugiere su evolución con la simbología del contraste entre el nombre y el apellido de Ángel Guerra, reconvertido de revolucionario violento en místico apostólico. 

Ese contraste está en la base de la magnífica caracterización del protagonista en este retrato: 

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Marcado por la crisis del positivismo y por las tendencias irracionalistas de fines del siglo XIX, Galdós también había evolucionado desde el realismo y el naturalismo a un espiritualismo influido por Tolstoi que había empezado a asomar en las dos últimas partes de Fortunata y Jacinta. Por eso escribe Juan Carlos Pantoja en la introducción que “la publicación de Ángel Guerra supone un giro en la novelística galdosiana, que para muchos críticos constituye una toma de conciencia del autor por las cuestiones espirituales y religiosas, en un intento de plantear un cambio de valores en la sociedad.”

En ese contexto hay que entender también el trasfondo autobiográfico del protagonista, que pasa del radicalismo revolucionario al misticismo como consecuencia de una crisis más emocional que intelectual, reflejo más que probable de la evolución literaria y vital del propio autor. 

Dos sucesos sangrientos sufridos por Guerra -una herida leve al principio, provocada por fuego amigo durante la fallida sublevación republicana del general Villacampa en septiembre de 1886; la otra, mortal, al final- enmarcan el desarrollo de esta novela en la que, como en el ciclo de Torquemada, la muerte de la hija produce un cambio radical en el personaje.

Ángel Guerra irá evolucionando así desde la impulsividad iconoclasta en el bullicioso Madrid de las intrigas y las tertulias al desengaño y a la quietud espiritual de Toledo, de la actividad política a la religiosidad, de la vida activa del conspirador revolucionario a la exaltación de la vida contemplativa del místico: 

Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de norte a sur y de levante a poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos. 

Ese misticismo es la expresión sublimada de la atracción erótica por Leré, la institutriz a la que el viudo Guerra había encomendado la educación de su hija Ción. Ese personaje femenino será decisivo en la transformación del racionalista en un iluso visionario de estirpe quijotesca que coloca la imaginación por encima del pensamiento y que, tras abandonar a la sumisa amante Dulcenombre, se traslada a Toledo para buscar la cercanía de la novicia, convertido ya en utópico apóstol de la caridad, un tema que se repetiría luego en las otras tres novelas de la penúltima etapa novelística de Galdós: Nazarín, Halma y Misericordia.

Novelas de la espiritualidad que -afirma Juan Carlos Pantoja- “plantean el cambio social y la redención de las clases más bajas desde perspectivas cristianas, pero muestran todas ellas el fracaso, la imposibilidad de acabar con la pobreza. Los proyectos de los protagonistas de las tres primeras novelas se revelan como utopías hermosas e idealizadas que, por tales, se tornan irrealizables. Ni el altruismo teñido de misticismo de Ángel Guerra, ni las veleidades caritativas y espirituales de Halma, ni la imitación de Cristo y la práctica de la pobreza de Nazarín resultan eficaces para lograr la tan ansiada sociedad igualitaria. Las fuerzas que se imponen desde los planteamientos sociales imperantes y la incomprensión de quienes interactúan con los personajes de estas novelas impiden esa redención. Al final, los pobres no pueden abandonar la miseria que les rodea, tan marcada en la época en la que escribe Galdós. En Misericordia tampoco está la solución, ya que la entrega de Benina solo logrará, en el mejor de los casos, que unos cuantos se sustenten precariamente, pero no acabará con la injusticia ni servirá para crear una sociedad en la que todos tengan las mismas oportunidades.”