Memorias de los últimos días de Byron y Shelley
Shelley pertenecía a una estirpe longeva y, accidentes aparte, no había razón alguna para suponer que no habría emulado a sus antepasados, gozando de una larga vida. No sufría sino espasmos ocasionales, acaso producidos por la excesiva y casi continua tensión de su actividad intelectual, la soledad de su vida y sus largos períodos de ayuno, que no eran intencionados sino que respondían a la distracción y el descuido que mostraban tanto él como su esposa. Si tenía comida a mano, comía, si no, ayunaba, y los espasmos siempre sucedían a los ayunos. Era alto, delgado y tenía la espalda encorvada, de estar siempre inclinado sobre los libros. Este hábito le había contraído el pecho. Tenía los brazos y las piernas bien proporcionados, fuertes y huesudos; la cabeza era muy pequeña y sus rasgos, decididamente femeninos, denotaban una gran sensibilidad. No había nada en su apariencia que llamase la atención, salvo quizá su aspecto extraordinariamente juvenil. A los veintinueve años aún conservaba las mejillas bronceadas y cubiertas de pecas, lo que le confería el aspecto de un muchacho, aunque sus largos e indómitos rizos resultaban excesivamente largos, como observó en cierta ocasión un correcto peluquero mientras me cortaba los míos.
E. J. Trelawny.
Memorias de los últimos días de Byron y Shelley.
Traducción de Catalina Martínez Muñoz.
Alba Editorial. Barcelona, 2000.
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