25 enero 2025

Noticia y celebración de la poesía de Pedro López Lara

 




 Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta el reciente Escolios, aparecido a finales de 2024, y el inminente Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo.” 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en Muestrario (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, disipa en su transcurso su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno del Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la donna angelicata del ensueño, la amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente.”

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo.” Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de la noche, de vicisitudes y tiempos, de incendios  amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de Escolios en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), esos títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
de lo vivido y lo vivible.

El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Poesía que es hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del ser y el tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio:

Escribir poesía: fijar una distancia 
entre las cosas y nosotros, abrir un paréntesis.
En él, en su centro, se juega una partida 
cuya apuesta es el tiempo.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones en medio de las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños frente a las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Porque quien lee estos poemas no toca un libro, toca al hombre que lo habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras.”

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.