Franco, por Julián Casanova
El 18 de julio de 1936, Carmen Polo y su hija Carmencita Franco se subieron en el puerto de Las Palmas al transatlántico alemán Waldi rumbo a la ciudad francesa de El Havre. Carmencita vio a sus padres despedirse en silencio, aunque a los nueve años no captó la trascendencia que ese extraño adiós tenía. Todo tan rápido, sin tiempo para entretenerse.
A las cinco de la madrugada de ese sábado de verano, su padre, Francisco Franco Bahamonde, comandante militar de las islas Canarias, había firmado una declaración de estado de guerra, con la intención de volar después a Marruecos y tomar allí el mando de la sublevación militar contra la República.
Por si esa arriesgada apuesta no salía bien, mandó a su mujer y a su hija a Francia. En El Havre las esperaba el comandante Antonio Barroso, agregado militar español en el país vecino, que las llevó después a Bayona, a la casa de la antigua institutriz de la familia Polo en Oviedo, madame Claverie. Allí pasaron casi dos meses protegidas por el comandante Lorenzo Martínez Fuset, un abogado militar que había entablado amistad con los Franco en su estancia en Canarias.
Franco no volvió a verlas hasta el 23 de septiembre. Cuando se encontraron ese día en Cáceres, en el palacio de los Golfines de Arriba, la vida de Franco había dado un vuelco radical. Y también la de millones de españoles.
Con esos párrafos abre Julián Casanova el primer capítulo de su Franco, que acaba de publicar en una espléndida edición la editorial Crítica.
Ese tono, que procura equilibrar en la narración biográfica lo público y lo privado, recorre este nuevo ensayo de aproximación a la figura del dictador que marcó decisivamente la realidad española en las cuatro décadas centrales del siglo XX.
Y ese mismo equilibrio se aprecia también en los tres espléndidos álbumes de imágenes -‘Dramatis personae’, ‘Franco y el mundo” y ‘El mundo de Franco’- que ilustran en blanco y negro las cinco partes en las que se organizan los treinta capítulos de un libro escrito con voluntad divulgativa y visión totalizadora.
Un libro que en el cincuentenario de la muerte del dictador hace una recopilación de materiales bibliográficos y documentales para trazar la imagen de quien “no sobresalió como un personaje influyente en la política europea del siglo XX. Pero no fue un dictador débil o menor. Utilizó con habilidad las circunstancias históricas que le permitieron relacionarse con las potencias del eje y obtener al mismo tiempo un gran rédito de la diplomacia y del espionaje británico, incluidos los sobornos con grandes sumas de dinero a varios de sus generales, para el mantenimiento de la neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial. Tras el derrumbe de los fascismos, Estados Unidos y Europa occidental consideraron durante un tiempo a Franco un paria, por su sintonía ideológica con Hitler y Mussolini, pero todo cambió a partir del estallido de la guerra en Corea en 1950. Franco, por muy represor y autoritario que fuera, era preferible al comunismo. Logró la aceptación internacional, mientras que incrementaba su poder. Las circunstancias históricas que lo colocaron en la marginación internacional y después en la rehabilitación tuvieron poco que ver con su personalidad o carisma, pero logró sobrevivir y aumentar el culto. La propaganda hizo creer a los españoles que había librado al país de los horrores de la guerra mundial y jaleó los acuerdos de 1953 con la mayor potencia económica y militar del mundo como un triunfo más del Caudillo. En el escenario internacional fue siempre un dictador dependiente. En España mantuvo sus excepcionales poderes hasta el final.”
Desde el prólogo, que evoca la muerte y el entierro de Franco, Casanova se remonta a su formación militar africanista, a su carrera militar fulgurante en Marruecos entre 1912 y 1926, a sus años como director de la Academia General Militar de Zaragoza en la dictadura de Primo de Rivera, a su relación prudente con Azaña y con la República, cuando, pese a su contrariedad por la disolución de la Academia Militar, “con toda la Academia formada en el patio de armas, pronunció el 14 de julio un discurso de despedida cargado de rencor, elogios a la grandeza de la patria y llamadas a la disciplina, que a Azaña le pareció “completamente desafecto al Gobierno [...] caso de destitución inmediata si no cesase hoy en el mando”. “¡Disciplina!..., nunca bien definida ni comprendida —dijo Franco—. ¡Disciplina!..., que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!..., que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad y el error van unidos a la acción del mando.”
Prudencia que explica también su incorporación tardía a la sublevación contra la República y las precauciones que tomó con su familia ante el posible fracaso del golpe. Por cierto, llama la atención en este punto el silencio de Casanova sobre la filiación socialista de los asesinos de Calvo Sotelo, sobre el matonismo de los pistoleros anarquistas y sobre la pulsión guerracivilista del PSOE de Largo Caballero, empeñado tanto o más que la extrema derecha en defender la provocación de una guerra civil que calculaba que les serviría para implantar la violencia obrera y la dictadura del proletariado. Él fue quien dijo en enero de 1936 “Si triunfan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada.” Y el que en febrero volvió a insistir en que “la clase trabajadora tiene que hacer la revolución. Y si no nos dejan, iremos a la guerra civil.”
Porque la guerra civil no tuvo su origen solamente en el golpe incompleto del 18 de julio, sino en la confluencia de los intereses de la extrema izquierda socialista y comunista y de la extrema derecha monárquica o falangista.
Cuatro años antes, Franco no había apoyado la sublevación de Sanjurjo el 10 de agosto de 1932 y cuando el golpista fracasado le pidió que lo defendiera en el consejo de guerra subsiguiente, Franco reaccionó con esta frase, que dice mucho de su personalidad: “No lo defenderé porque usted merece la muerte; no por haberse sublevado sino por haber perdido.”
“El Franco de julio de 1936 -escribe Julián Casanova- era un jefe militar sin experiencia política que, con sus compañeros de armas, forjados en las batallas en África, decidieron abordar de forma violenta la profunda crisis político-social y ofrecer una alternativa autoritaria puesta ya en marcha por Mussolini, Hitler y otros fascistas en Europa. Franco comenzó el asalto al poder con una sublevación militar y lo consiguió a sangre y fuego en una guerra civil. Las alabanzas e incienso que recibió a partir de ese momento derivaron de su éxito militar, no del talento político o del carisma como movilizador de masas.”
Y tras su proclamación como Generalísimo, puntualiza Casanova, “Franco no era en octubre de 1936 un dictador, sino un general que, con sus compañeros de armas, había comenzado una guerra salvadora, de exterminio para sus enemigos, la base fundacional de su poder. Franco no tenía en ese momento una ideología política definida, como la habían mostrado Mussolini o Hitler ya antes de subir al poder a través de la creación de partidos fascistas y de la movilización de masas.”
El mantenimiento estratégico de una larga guerra de desgaste y destrucción consolidó su figura y afianzó su poder omnímodo, porque “Franco comenzó el asalto al poder con una sublevación militar y lo consiguió a sangre y fuego en una guerra civil. Las alabanzas e incienso que recibió a partir de ese momento derivaron de su éxito militar, no del talento político o del carisma como movilizador de masas. El soldado valiente que llegó a África en febrero de 1912, general en 1926, Generalísimo en otoño de 1936, era en abril de 1939 el Caudillo al que Dios había confiado la misión de salvar a España del comunismo, el separatismo y la masonería.”
Y convertido ya en Caudillo de la Victoria, acometió la construcción de un nuevo régimen con el diseño de Serrano Suñer y mantuvo una actitud ambivalente y astuta durante la Segunda Guerra Mundial y defendió “ante británicos y estadounidenses que había dos guerras y que España iba a ser beligerante en la lucha contra el comunismo en el frente oriental y no beligerante entre el Eje y Gran Bretaña.”
La acomodación a los cambiantes circunstancias internacionales fue la clave para la supervivencia y la evolución del régimen, porque “Franco comenzó a adaptarse a los nuevos tiempos y así lo hicieron también algunos intelectuales que habían abrazado en esos años la ideología nazi.”
“Nada de lo que pasaba a su alrededor parecía perjudicar la posición poderosa de Franco”, explica Casanova, que señala que Franco se convirtió en un rey sin corona, en “regente vitalicio de una monarquía sin rey.”
Y desde esa situación privilegiada favoreció el enriquecimiento de su círculo familiar en tiempos de racionamiento, estraperlo y escasez:
Franco y su amplia familia en ascenso a partir de 1950 usaron el patrimonio nacional como propiedad privada. Eso incluía palacios, jardines y edificios históricos, lugares exclusivos antes reservados a la familia real. Los jerarcas militares, altos mandatarios, políticos y las clases subalternas o de servicio que trabajaban en la dirección del Caudillo se aprovechaban de su posición, sin necesidad de que el jefe supremo tuviera conocimiento. Franco, como Hitler y otros dictadores, sabía que la corrupción a escala masiva garantizaba la lealtad y fidelidad personal.
Esa circunstancia explica que se diseñara desde el poder un mecanismo sucesorio con el que pretendía dejar “todo atado y bien atado” un Caudillo que desde el comienzo de los años setenta “estaba cada vez más alejado de los complejos y variados asuntos que esa década de desarrollo había provocado en la administración, en la economía y en la sociedad.”
Cierran el volumen una amplia bibliografía comentada en torno a la figura de Franco, una detallada cronología y un índice onomástico y analítico que favorece la consulta rápida de una obra sobre la que concluye Julián Casanova en la Nota final:
Esta biografía tiene dos grandes ambiciones. La primera, que los lectores comprendan que la historia es una herramienta que conduce por muchas calles y direcciones, ilumina acontecimientos que solo se entienden a través de la indagación seria y minuciosa en las fuentes. La segunda, que frente a lo que muchos creen amparados en el uso político de la historia desde el presente, el juicio sobre la maldad o bondad de los personajes del pasado no es un concepto histórico. El autoritarismo nunca es una bendición; la persecución de cientos de miles de personas no es el precio que hay que pagar para salvar a una nación en un momento de extraordinario peligro. Todo lo que entra en la categoría de «Franco hizo también cosas buenas» lo estaban haciendo en ese momento las democracias más avanzadas de Europa, sin necesidad del legado de destrucción que habían dejado el golpe de Estado, la guerra civil y la larga época de miseria, hambre y represión. La función de la historia es comprender las fuerzas políticas, sociales y culturales que configuraron el ascenso al poder y las decisiones tomadas por Franco durante cuatro décadas. Tiene que ser posible, cincuenta años después, volver la vista a ese pasado y no buscar solo aprobación o condena. Conseguir eso sería una buena recompensa para esta biografía y para mis enseñanzas como historiador.
<< Home