03 febrero 2025

Poemas escogidos de Joseph Brodsky


 



Cerca de nuestro fuego, aquella noche…

«El cielo oscuro aligeró sus pasos 
y no pudo fundirse con la sombra»

Cerca de nuestro fuego, aquella noche, 
fue cuando vimos al caballo negro.

No puedo recordar nada tan negro. 
Sus patas eran como unos carbones. 
Del color de la noche, del vacío.
De la crin a la cola, todo negro.
Pero en su lomo sin montura había 
un color negro un poco diferente.
Se quedó inmóvil. Como si durmiese. 
Sus oscuras pezuñas asustaban.

Era tan negro que no daba sombra. 
Nada había que fuese más oscuro.
Tan negro como espectro a medianoche. 
O como el interior de alguna aguja.
Tan negro como el bosque ante nosotros, 
o un lugar en el pecho, entre costillas;
hueco en la tierra para la simiente. 
Lo negro habita dentro de nosotros.

Sin embargo, ¡sus ojos eran negros!
Los relojes marcaban medianoche.
No dio siquiera un paso hacia nosotros. 
En sus ancas, la oscuridad sin fondo. 
No se podía distinguir su lomo,
ni un destello de luz por ningún sitio, 
solo el brillo azabache de sus ojos
y esas pupilas fijas, tan extrañas.
Era como lo negativo de alguien.

¿Por qué entonces detuvo su carrera
y estuvo con nosotros hasta el alba? 
¿Por qué no se apartó de nuestro fuego? 
¿Por qué el aire sombrío, enrarecido? 
¿Por qué crujieron las oscuras ramas
y una luz negra brotó de sus ojos?
Un jinete buscaba entre nosotros.

Ese texto de hondura inquietante, fechado en 1962, abre los Poemas escogidos (1962-1996) de Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940-Nueva York, 1996), una amplia selección de su obra poética que acaba de publicar Siruela con edición de Ernesto Hernández Busto, que ha realizado una espléndida versión rítmica de estos poemas y que en su introducción (“Como un pez en la arena. Para leer a Joseph Brodsky”) señala que “Brodsky es un poeta eminentemente físico, cuyo tema fundamental es la encrucijada entre el espacio, el tiempo y los sentidos.”

Cuando en 1987 la Academia sueca justificaba la concesión del Nobel de Literatura al poeta norteamericano de origen ruso Joseph Brodsky, explicaba que se reconocía una producción literaria de excepcional envergadura, dotada a partes iguales de valor intelectual e intensidad poética, la obra de un escritor en cuya biografía personal y estética convergían dos tradiciones culturales de gran importancia en la configuración de la literatura contemporánea: la rusa y la anglosajona.

Protegido de Anna Ajmátova, que -como recuerda Ernesto Hernández Busto- veía en él una reencarnación de Mandelstam-, fue expulsado de la Unión Soviética en 1972 al ser declarado parásito social por el comunismo. Cuando Brodsky llegó a Viena en 1972 antes de su exilio involuntario como profesor en Estados Unidos, llevaba un equipaje ligero pero lleno de posibilidades, como la maleta de un ilusionista: un tomo con las obras de John Donne, una máquina de escribir y una botella de vodka para Auden. Auden, que murió un año después, le ayudó a instalarse en los Estados Unidos y dejó una marca imborrable en la poesía del exiliado. 

Y así el destierro modeló su sensibilidad, su conciencia y su poesía, que acabó utilizando el inglés como vehículo de expresión. Como Conrad, como Nabokov, como Beckett, Brodsky asumió en su madurez y para su escritura una lengua de adopción distinta de la materna, aunque de manera problemática y con una polémica reacción de parte de la crítica, que consideró que hay un Brodsky de primera, el que escribe en ruso, y un Brodsky inferior, el que escribe en inglés.

“La voz de la musa es la voz del idioma”, afirmaba un Brodsky que aborda desde su bilingüismo los efectos del exilio en el lenguaje y la memoria en uno de sus poemas esenciales, A Part of Speech, traducido aquí como Parte del discurso (y en otras versiones anteriores como Parte de la oración): “Solo para el sonido el espacio es estorbo, / al ojo le da igual si no se escucha el eco.”

Brodsky entendió la poesía como una actividad sagrada y como un medio de conocimiento de la realidad y de alcanzar alguna certidumbre moral. En esa práctica poética conviven el impulso lírico y la inteligencia reflexiva para construir una voz lírica cada vez más meditativa, asentada en una mirada introspectiva y en la fusión de pensamiento y conciencia.

Y al fondo, la práctica de la poesía como ejercicio moral y la relación indisoluble entre la ética y la estética, de la que habló en “Inusual semblante. La conferencia del Premio Nobel”, recogido en el volumen Del dolor y la razón (Siruela, 2015):

En general, toda nueva realidad estética hace más definida la realidad ética del hombre. Pues la estética es la madre de la ética. Las categorías de «bueno» y «malo» son, ante todo, categorías estéticas, previas, al menos etimológicamente, a las de «bien» y «mal». El hecho de que en ética no «todo esté permitido» se debe precisamente a que en estética no «todo está permitido», pues su gama de colores es limitada.

Su concepción del pasado como un lugar en el que se funden tiempo y espacio, su intenso lirismo, la depuración formal de su dicción clásica o su tono coloquial, su vinculación estética y vital a la poesía en lengua inglesa (de Eliot a Frost, de Stevens a Auden), presente ya en la temprana y magnífica Elegía mayor a John Donne; su cercanía al mundo clásico y al arte italiano, su progresiva distancia irónica o su práctica paradójica de la tradición de la ruptura se pueden rastrear en el centenar aproximado de textos recogidos en esta estupenda antología.

Una antología esencial que recoge poemas fundamentales de Brodsky con esclarecedoras notas al final del volumen: el potente y sarcástico Discurso sobre la leche derramada; el juego de máscaras de las Cartas a un amigo romano, el irónico y metapoético Desarrollando a Platón; la reflexión sobre las limitaciones y la insignificancia de A Urania: “Todo tiene un límite, incluso la tristeza”. 

Y poemas sobre Venecia, a donde iba en sus vacaciones de invierno y a la que dedicó un memorable ensayo, Marca de agua. En sus Estrofas venecianas, un poema de 1982, escribe:

Callan las orquestas. La ciudad se asemeja al esfuerzo del aire 
por retener la última nota al borde del silencio.

Textos que llegan en la solvente versión rítmica de Ernesto Hernández Busto, consciente de que Brodsky es “un poeta intraducible. Paradójicamente, él mismo no solo intentó traducirse, sino que ese esfuerzo marcó su poética. Tenía claro el drama de escribir una poesía que, por su nivel de elaboración formal, no pasaba bien a otros idiomas.”

Aun así, traducciones de textos como este Torso acreditan la solvencia del traductor:

Si de pronto caminas sobre hierba hecha piedra, 
más brillante en el mármol, mejor que la real, 
o distingues a un fauno persiguiendo a una ninfa, 
más felices en bronce que en esa ensoñación, 
deja caer el báculo de tus manos cansadas:
has llegado al Imperio.

El aire, el fuego, el agua, faunos, leones, náyades, 
paridos por Natura o la imaginación, 
lo que Dios inventó y la razón humana 
se hartó de prolongar en piedra o en metal.
Este es el desenlace. Al final del camino, 
espejo en el que entrar.

Súbete en algún nicho, pon los ojos en blanco, 
mira cómo los siglos van doblando la esquina 
hasta perderse, mira crecer el musgo sobre 
las estatuas, y el polvo: el bronceado del tiempo.
Alguien arranca un brazo, y la cabeza rueda 
con estruendo de alud.

Un torso quedará, una anónima suma 
de músculos. Mil años después saldrá un ratón,
con las uñas vencidas por el duro granito, 
una tarde, chillando, cruzará la avenida 
para no regresar a su cueva esa noche.
Ni con la luz del día.

“Quien escribe un poema -afirmaba Brodsky en el discurso de recepción del Nobel- no lo escribe porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque suele albergar la esperanza de que el poema le sobreviva, al menos durante un tiempo. Quien escribe un poema escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. Por lo general, al empezar un poema el poeta no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces él es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo esperado, a menudo su pensamiento le lleva más lejos de lo que creía. Y ese es el momento en que el futuro de la lengua invade el presente.
[…]
Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo.”