Edición ilustrada de Tiempo de silencio
Aquí estoy. No sé para qué pienso. Podía dormirme. Soy risible. Estoy desesperado de no estar desesperado. Pero podría también no estar desesperado a causa de estar desesperado por no estar desesperado. A qué viene aquí ahora ese trabalenguas. Parece como si me gustaría decirlo a alguien. Alguien me tomaría todavía por ingenioso y no tendría que preguntarme de dónde viene mi ingenio, porque para qué iba a preguntarse de dónde viene mi ingenio. ¿Y qué demonios puede importarle a nadie si yo soy ingenioso o no soy ingenioso o si era ingeniosa la puta que me parió? ¡Imbécil! Otra vez estoy pensando y gozo en pensar como si estuviera orgulloso de que lo que pienso son cosas brillantes… ajjj. El sol sigue tan tranquilo entrando en el departamento y allí se dibuja el Monasterio. Tiene todas sus cinco torres apuntando para arriba y ahí se las den todas. No se mueve. Tiene las piedras alumbradas por el sol o aplastadas por la nieve y ahí se las den todas. Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese sanlorenzaccio que sabes, a ese sanlorenzón, a ése que soy yo, a ese lorenzo, lorenzo que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y sólo dijo —la historia sólo recuerda que dijo— dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.
Así, con el memorable monólogo interior de Pedro en el tren que lo aleja de Madrid, termina Tiempo de silencio, la novela con la que Luis Martín-Santos cambiaría el signo de la novela española contemporánea. Para celebrarla, Galaxia Gutenberg publica en un volumen de amplio pero manejable formato una edición ilustrada con una serie de veintiún dibujos de El Roto en aguada y tinta sobre papel, inspirados en el clima moral de la novela.
Un reflejo gráfico del mundo de Tiempo de silencio que formó parte el año pasado de la exposición Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad y que se incorpora muy oportunamente al texto de la obra en esta nueva edición con imágenes como esta:
Tiempo de silencio, una obra excepcional que se publicó en marzo de 1962, rompió radicalmente con los modos narrativos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en España, una época marcada aún por el neorrealismo o el realismo social.
Pero la mayor novedad es que aunque Tiempo de silencio rompía argumental, formal y estilísticamente con esos modelos, su carga de crítica social y cultural era no sólo más explícita, sino también más sólida y muy superior a la de novelas sociales como Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, Tormenta de verano, de García Hortelano o Fin de fiesta, de Juan Goytisolo, que se publicaron aquel mismo año.
Tiempo de silencio es un artefacto literario y estilístico de primer nivel, un portentoso despliegue literario capaz de fundir lo tradicional de su estructura argumental lineal (planteamiento, nudo y desenlace) con el enfoque contemporáneo del tiempo reducido o el alarde de su novedad estilística y su creatividad lingüística; Goya y el psicoanálisis; la novelística barojiana con el Ulysses de Joyce; la narrativa contemporánea con la subliteratura folletinesca (las chabolas, el aborto, la muerte, la denuncia, la detención); la técnica vanguardista de la secuencia con el enfoque realista del narrador omnisciente, casi decimonónico; la capacidad analítica del ensayista en las digresiones sobre Madrid, las corridas de toros o el teatro, con el virtuosismo lingüístico y, finalmente, la capacidad descriptiva con la actitud crítica, como en la reflexión sobre la capital, que abarca la segunda secuencia de la novela. Es uno de los momentos más altos de su prosa, un excurso narrativo del que dejo una breve muestra:
Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador […] que no tienen catedral.
La coexistencia de ambientes (de la burguesía refinada de Matías al lumpen degenerado de Cartucho) y la superposición de lenguajes (del nivel científico al argot quinqui, de la abundante creatividad neologista al registro coloquial), la suma de reflexión y de burla, de mirada local y perspectiva universal, del enfoque culto y el popular, del homenaje y la parodia son algunas de las claves constructivas de Tiempo de silencio.
Y como resultado de esa integración de contrarios, la realidad y la literatura se conjugan en un difícil equilibrio bajo la mirada incisiva e irrepetible de un autor que se confunde a menudo con el narrador a lo largo de una novela itinerante con constantes cambios estilísticos y espaciales que son el contrapunto dinámico a la concentración temporal de la acción propia de la novela contemporánea.
El eje vertebrador que articula toda esa construcción literaria es la mirada subjetiva, humorística e irónica que se expresa en los monólogos interiores o en las descripciones. Una mirada que se expresa con brillante causticidad y con sarcasmo hiriente a través de las estridentes disfunciones entre la sórdida realidad que se representa y las constantes referencias literarias y guiños culturales que la aluden (de la Biblia a Shakespeare, de Sartre al Quijote, de la tragedia griega a Ortega), o con el impulso metafórico, épico o mitificador que se proyecta hacia una realidad miserable, por ejemplo en el episodio de las tres diosas de la pensión o en el encuentro con el Muecas:
Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico de aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.
—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?
Sobre ese extrañamiento paródico y burlesco de una realidad cercana, la del Madrid de 1949, se proyectan abundantes rasgos autobiográficos, reconocibles en la figura de Pedro, un protagonista de reminiscencias noventayochistas por su resignación ante el fracaso. En él y en la figura de su amigo Matías -trasunto en clave de Juan Benet, su compañero de farras, de aventuras intelectuales y exploraciones literarias- condensó Martín-Santos parte de su experiencia madrileña entre 1946 y 1949.
La pensión de Barquillo, 22 que evocó Juan Benet (Matías en la novela) en su imprescindible ‘Luis Martín Santos. Un memento’; el Instituto de Experimentación Biológica de la Facultad de Medicina; las tertulias en los cafés; las tabernas y las borracheras o los prostíbulos de los sábados; las conferencias de Ortega en el cine Barceló o la detención en la Dirección General de Seguridad son algunos de esos escenarios madrileños de una novela en la que la ciudad tiene un papel central:
De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos.
Luis Martín-Santos levantó en Tiempo de silencio una asombrosa construcción estilística y literaria, de una altura pocas veces alcanzada en la lengua española. Una novela imprescindible de la literatura española del siglo XX por la que no ha pasado el tiempo ni sobre la que se ha impuesto el silencio.
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