03 marzo 2025

Francisco Fuster. Biografia de Azorín

 


He escrito en muchos sitios a lo largo de mi vivir: en Monóvar, nativo pueblo; en Madrid, en San Sebastián, en París. No sé dónde he escrito con más fervor, con más verdad, con más entusiasmo. He escrito en cuartillas anchas y amarillentas, en cuartillas chicas y blancas. He escrito en un cuartito de estudiante, en la mesa de una redacción, en el campo, en la ciudad, en una estación, en la mesa de mármol de un café. He escrito por la mañana, por la tarde, a prima noche, en las horas de la madrugada, con el alba, con la aurora, a mediodía, a la tarde. He escrito estando bueno, con salud pletórica, enfermo, titubeante, sin sanidad y sin dolencia. He escrito con todas las luces, con sombras y con penumbras; con luz de aceite, grata luz; con luz eléctrica, agria luz; con la blanca y suave luz del gas; a la luz de las bujías. He escrito con pluma, con lápiz, con máquina de mesa y con máquina portátil, con pluma de agudo y con pluma de punto grueso. He escrito con letra abultada y letra menuda. He escrito con inspiración y sin inspiración; con ganas y sin ganas.

Ese párrafo que Azorín puso al frente de sus Obras completas lo recupera Francisco Fuster en su biografía Azorín. Clásico y moderno que publica Alianza editorial en su colección de Libros singulares.

Clásicos y modernos tituló Azorín una recopilación de sus textos más significativos, parte de una tetralogía de la que forman parte también Lecturas españolas, Los valores literarios y Al margen de los clásicos. Y esa misma expresión se utiliza en el título de esta biografía para caracterizar la personalidad y la actitud vital y literaria de Azorín desde el contraste entre la continuidad y la renovación, entre la tradición y la modernidad.

Con algo de exceso expresivo, Gómez de la Serna vio en Azorín al mejor representante del alma de su tiempo. Y si no el alma de su tiempo, sí al menos el alma del autor es el objeto de esta obra que rastrea las claves del espíritu azoriniano, no sólo su biografía externa, desde la que el propio autor consideraba su primer libro reconocible, El alma castellana.

Fuster acomete con esa orientación un recorrido por la vida y la obra de Azorín, por su cambiante ideología y sus veleidades políticas, por sus más de sesenta años de escritura en esta biografía minuciosa y documentada. Y ese camino lo recorren estas páginas con neutralidad aséptica, con distancia respetuosa del biografiado y con una actitud menos valorativa que la que empleó con los Baroja en el espléndido Aire de familia (Cátedra, 2018).  

Y así afronta la formación juvenil de su temperamento contemplativo, su época incendiaria de fervor anarquista, su absentismo de estudiante universitario de expedientes en continuo traslado en busca de mejor fortuna, sus inicios periodísticos en la prensa local y provincial de Alicante, su instalación definitiva en Madrid  desde 1896, su etapa provocadora con artículos anarquistas y anticlericales en el lerrouxista El País, artículos que no cobraba, pero que sirvieron para llamar la atención y para que Clarín viera en él “una de las pocas esperanzas de nuestra literatura satírica.”

Fue una época de penurias económicas y de rencores acumulados en el agrio y panfletario Charivari, el libro inicial con el que se ganó la enemistad del mundillo literario madrileño. Una época de autopromoción con reseñas bajo seudónimo de sus propios libros y de silencios llamativos ante el desastre del 98.

Vino después, la adopción del seudónimo Azorín -su alter ego en las novelas autobiográficas Diario de un enfermo, La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo-,  porque un nombre y unos apellidos como José Martínez Ruiz eran poco llamativos. Sobre ese seudónimo, apellido corriente en el Levante español y asumido desde enero de 1904, César Barja escribía en 1935 estas certeras líneas, que van más allá de lo literario y entran sutilmente en lo personal: “Azorín, de azorar, azorarse: conturbarse, ruborizarse… Nada verdaderamente trágico, nada violento. Sentimiento algo femenino, propio de hombre tímido, del todo emocional.”

El primer libro que firmó como Azorín fue Los pueblos (1905), “su obra maestra” en opinión de Fuster, que lo califica como una melancólica “intrahistoria del siglo XIX”. 

Por encargo de El Imparcial, en ese mismo año en que se cumplía el tercer centenario de la publicación del Quijote viajará por La Mancha para escribir las quince crónicas periodísticas que se publicaron ese mismo año como libro en La ruta de Don Quijote.

Cronista parlamentario, intervino en política como diputado en cinco legislatiras en las filas conservadoras del maurismo y se incorporó en 1905 al recién fundado ABC. Por entonces escribe El político, una de sus obras más discutidas y discutibles. Como recuerda Fuster, Ortega le reprochaba en aquellos momentos que se hubiera “dejado atrapar por los cantos de sirena que le llegan desde el mundo de la política: una feria de las vanidades en la que todo se compra, porque todo se vende.”

Sus fracasos repetidos y humillantes para acceder a un sillón en la Academia; la publicación en 1912 de uno de sus libros fundamentales, Castilla, que completa el ciclo inaugurado con Los pueblos y La ruta de Don Quijote; los cuatro artículos de 1912 en los que reivindicó la existencia de una muy discutible Generación del 98, que se integrarían ese mismo año en Clásicos y modernos; su regreso a la novela en 1922 con Don Juan; sus desencuentros con Juan Ramón Jiménez -que le reprochó que su posición era “de una inmoralidad insostenible. Hay ya que faltarle a usted el respeto. En su ABC y en su PEN, viene usted haciendo una defensa llana de lo fácil, de lo feo, de lo vulgar”-; su ingreso en la Academia en 1924 con un largo discurso (en realidad, un libro): Una hora de España; sus incursiones en el teatro superrealista, con tres obras que contrastan con la reivindicación de la tradición clásica en su prosa; sus tres inesperadas novelas experimentales y vanguardistas de finales de los años veinte; su salida de ABC y su paso a El Sol, el periódico de Ortega y Gasset, con quien comparte su decepción con la República; sus actitudes cambiantes y confusas ante la política republicana; su salida de España al iniciarse la guerra para instalarse en París, donde comparte exilio con Baroja; sus cartas a Franco y su regreso en agosto de 1939 para publicar en noviembre en ABC una “Elegía a José Antonio” y colaborar en Arriba, órgano de FET y de la JONS, o en las revistas Escorial y Vértice; su exaltación del Caudillo en varios artículos; su “falta de seriedad moral”, en palabras de un indignado Fernández Almagro; su vida monótona en el Madrid de la posguerra, convertido en “antología de sí mismo”, en expresión de González-Ruano; la memoria personal de Valencia, la memoria generacional de Madrid y la memoria del exilio de París; su retirada de las letras, su vejez solitaria y su afición al cine y la acumulación de reconocimientos son algunos de los episodios que aborda en su obra Francisco  Fuster, que ha puesto al frente de ella esta pertinente cita de Ortega y Gasset: “La biografía es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia.” 

Como persona, como político y como escritor, Azorín fue un hombre contradictorio y complejo. El biógrafo recuerda esa escisión que había percibido Baroja, que “hace hincapié en el contraste entre su enorme sensibilidad y el hieratismo bajo la cual trata de esconderla: «Es impresionable hasta la exageración, y sus ojos son inexpresivos; es nervioso, y su aspecto es impasible; tiene fuego en su palabra, y su rostro es frío y de ademán automático».”

A esa misma peculiaridad aludía Dionisio Ridruejo en este retrato: “Azorín llevaba su emotividad con censura, su ingenuidad con cuidado, su burla con precaución, más cortés que cordial.”

Más violento en la expresión de los contrastes azorinianos se mostraba Pedro Salinas en una carta a Jorge Guillén: “Formidable escritor y tonto irremediable.”

 “Los biógrafos de Azorín -escribe Fuster- suelen coincidir al afirmar que su obra despierta mayor interés que su vida. Esgrimen, para ello, que esa peripecia vital fue monótona y rutinaria, exenta de las aventuras y desventuras que adornan esas biografías llamadas «novelescas». Alguno ha ido más allá al argumentar que, en su caso, la vida ha empañado la obra, pues lo que hizo al margen de su profesión condiciona nuestro juicio sobre su producción estrictamente literaria. Sus aciertos como escritor habrían sido tantos como los desaciertos que tuvo cuando cayó en la tentación de abandonar su hábitat natural para probar suerte como político o como intelectual.”

Escrita con admirable rigor documental y sin estridencias valorativas, esta biografía de Azorín incorpora en su parte final, además de una amplia bibliografía actualizada y un útil índice onomástico, una espléndida recopilación de imágenes azorinianas. Entre ellas la que se utiliza también en la portada de esta biografía: la que lo muestra mirando desde arriba y fue portada del semanario Destino el 11 de marzo de 1967. “Azorín, maestro de las letras españolas”, decía el pie de foto. Se anunciaba así el extenso reportaje que repasaba la vida y la obra del escritor que había muerto el 2 de marzo, tal día como hoy.