10 abril 2025

Una antología personal de Mario Praz

  




Me he preguntado muchas veces el porqué del invariable efecto que produce en los espectadores un canto detrás del escenario que parece resumir o comentar musicalmente las acciones de los personajes. Es un recurso antiguo y que se ha usado hasta la saciedad, pero, por antiguo y usado que sea, sorprende, conmueve, causa estremecimiento. Y por mecánico que pueda parecer el diálogo con el eco, en el que el eco, repitiendo el final de la última palabra de un personaje, parece dar respuestas sensatas o hacer oscuros apuntes sobre su destino, la popularidad de este motivo, su vitalidad (desde un epigrama de la Antología palatina, pasando por Erasmo, Tasso, John Webster, hasta la parodia en Hudibras y el obituario en el Spectator), nos demuestra que evidentemente se veía en él algo más que un peregrino concepto. 
El canto detrás del escenario nunca carece de eficacia porque los hombres sienten confusamente que hay un canto detrás del escenario de su propia vida; las respuestas oportunas del eco han deleitado y conmovido a generaciones porque en ese ingenuo juego de ingenio se insinuaba un juego más sutil y no solo capcioso; porque hay momentos en los que, en efecto, parece que ante nuestras palabras, ante nuestras acciones, un eco se despierta en el seno del mundo invisible. ¿Y el camino hacia ese mundo invisible? Se podría responder con Mefistófeles: Kein Weg! Ins Unbetretene... Ningún camino hacia la soledad incorpórea que es la matriz de todas las imágenes y de todos los destinos humanos. Inaccesibles son las formidables Madres, tal como las imagina Goethe, pero a veces, con una casual palabra puesta en boca de alguien cercano a nosotros, con la frase de un libro que cae bajo nuestra mirada, ellas nos atestiguan su presencia; y, precisamente porque está cargada con todo el peso de esa presencia, esa palabra, esa frase, fragmento de nuestro arquetipo, falsilla de nuestro destino, hace que nos estremezcamos.

Con esos dos párrafos cierra Mario Praz (1896-1982), uno de los más interesantes ensayistas italianos y europeos del siglo XX, un artículo de 1943 que tituló ‘La voz tras el escenario’, recogido en 1945 en el volumen Motivi e figure.

Y el título de ese texto es el que Praz eligió para la antología personal que publicó en 1980 y que acaba de editar por primera vez en español Atalanta en su colección Memoria mundi con una espléndida traducción de Pilar González Rodríguez y con diecisiete ilustraciones en blanco y negro.

Lo primero que llama la atención de quien se acerca a la obra de Praz es la multiplicidad de intereses intelectuales que reflejan sus libros. Además de hacia la cultura anglosajona o hacia el arte y el mobiliario de estilo Imperio que abordó en un temprano Gusto neoclásico (1939), Praz proyectó su mirada culta y nostálgica hacia una Europa desaparecida. Es una mirada interpretativa y caleidoscópica que funde pasado y presente, belleza y horror con la perspicacia del lector sabio, la agudeza del crítico de arte y la inteligencia policéntrica del erudito. 

De esa capacidad integradora son buenas muestras La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Acantilado, 1999), Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales (Taurus, 1979), Imágenes del Barroco. Estudios de emblemática (Siruela, 2006) y desde luego el medio centenar largo de textos que reunió en La voz tras el escenario.

En el Prefacio que escribió para introducir el contenido del volumen, Praz recuerda cómo empezó todo con un encargo de Giovanni Papini para que tradujera los Ensayos de Elia, de Charles Lamb: “Tuvieron que pasar años antes de que la semilla, lanzada más o menos al azar por Papini, prendiese y germinara. No sé si peco de modestia o de presunción al confesar que siento mis ensayos como rebrotes o una segunda hierba en el mismo campo donde florecieron los Ensayos de Elia.”

Rememora Praz en ese iluminador Prefacio una trayectoria ensayística que se inició en 1943 con la colección Flores frescas y se prolongó con el ya citado Motivos y figuras, una colección de artículos que “tuvo una circulación que podría definirse como semiclandestina”, y las sucesivas La casa de la Fama, Las vueltas del tiempo, El jardín de los sentidos o La casa de la vida.

Una trayectoria ensayística que aborda una amplísima constelación de temas que esta antología recoge en parte: la aproximación personal y literaria a la estética y el ensayismo de Vernon Lee; un recorrido por el Londres casi desaparecido de Charles Lamb; las profundas reflexiones culturales tras una corrida de toros en su viaje a España en 1928; la belleza de Medusa en la poesía de Shelley y la estética del horror; “el íntimo nexo entre crueldad y voluptuosidad, entre placer y dolor” en Novalis y en Baudelaire; el decadentismo en la obra de D'Annunzio; la admiración distante por Swinburne en su centenario; la Vanitas en la pintura holandesa y en la literatura del Barroco; Carlos V en Yuste, entre los relojes y los autómatas acuáticos ingeniados por Juanelo Turriano; la sensualidad de la belleza en la obra gráfica y literaria de Winckelmann; la reivindicación del estilo Imperio y su reflejo en la literatura; la poesía metafísica inglesa y la literatura de emblemas y empresas; la filosofía del mobiliario y el coleccionismo o un magistral ensayo sobre las ruinas de Piranesi, un genio trágico, “un septentrional hechizado por la magnificencia de Roma y por ese mito de Roma que, basado o no en sólidos fundamentos, fue un fermento poderoso en el desarrollo cultural y artístico de Roma.”

Crítico e historiador del arte y de la cultura, traductor, entre muchas otras,  de la obra completa de Shakespeare y de La tierra baldía de Eliot, estudioso de la literatura inglesa, especialista en arte neoclásico y en emblemática barroca, coleccionista asombroso e intelectual imprescindible, Mario Praz reunió al final de su vida en esta antología personal, además de su autorretrato intelectual y su riquísimo testamento ensayístico y vital, una parte esencial de la memoria cultural europea.

Están aquí también las pinturas de interiores de su magnífica colección y las figuras de cera en la literatura; las bellezas de Florencia y la luz cruda de un Liverpool lleno de humo y chimeneas; los paisajes neoclásicos de las ciudades fluviales y sus atardeceres anaranjados y la civilización de las villas italianas que “por más que presuman de ser obras maestras de la arquitectura, dicen mucho sobre el gusto de sus habitantes, sabios al elegir lugares encantadores para residencias, buenos arquitectos para las construcciones y los jardines, pero indiferentes a la elegancia interior”; la herida abierta en el Borgo San Jacopo y las altas terrazas romanas; los retratos de Madame Récamier, la dama en el sofá, y el Estudio para la mano de Dios que Rodin esculpió tres semanas antes de su muerte; un busto de Canova y una copia del Cancionero de Petrarca; la fotografía de grupo de una clase del Liceo Galileo en Florencia en 1912 y el futuro dispar que aguarda a los retratados; las voces cambiantes de un borracho bajo la ventana -de “¡Solo Dios!” a “¡Rusia!”- y la plebe voluble, primero fascista y luego comunista; la Balada de las damas de antaño, de Villon, y un Alcibíades feminizado; el Jardín cerrado del Caballero y el Jardín encantado de Armida; las novelas de Trollope y las imágenes reflejadas en los espejos; el paso del tiempo y la pérdida de la identidad; el primer canto de los ruiseñores en el jardín y la maldad de Melusina; las sillas voladoras en un parque de atracciones de la periferia romana y el ‘Retrato de un epicúreo’, un texto de 1945 que cierra la antología y en el que no es difícil reconocer la imagen del propio Mario Praz:

El innato deseo de calma había recibido en él nuevo alimento por las circunstancias públicas y privadas a las que la suerte lo había lanzado. Hecho para vivir en el jardín de Epicuro o en el tranquilo ambiente de una villa victoriana, había venido al mundo precisamente en el período más turbulento de la historia, entre guerras, revoluciones, invenciones apocalípticas y un caos universal, como si a cada paso le pusieran bajo las narices un trozo de carne podrida diciéndole: «Eres hombre, recuerda que eres hombre».

“Encontrarán, por tanto, en esta antología -anunciaba Praz en el Prefacio- muchas cosas comidas por las polillas, pero no siempre de poca importancia: entre los viejos títeres de un teatro extinguido encontrarán también un Satanás desinflado y un rey con la corona torcida cuyo cetro cuelga atado a su mano inerte; hallarán muchas cosas de las que nunca han oído hablar y algunas cosas de las que han oído hablar demasiado; pero el armario, al abrirlo, no solo desprenderá olor a alcanfor. Algunos de estos ensayos fueron escritos en años duros, de cataclismos, ¿como no iban a dejar su impronta? Es un armario de curiosidades, pero, después de todo, las curiosidades no son solo queridas cosas viejas, muertas y extrañas. Hay una fuente secreta de frescura incluso en las naturalezas muertas, como la semilla enterrada en la tumba de los faraones, que era capaz de germinar incluso después de tres mil años a oscuras.”