Viva el rey de los toreros
Como desde hace un más de un siglo, hoy la Monumental de las Ventas guardará un minuto de silencio -un minuto de sesenta segundos de verdad, no como los del fútbol- en recuerdo de la muerte de Joselito. Ese minuto de silencio se cierra cuando alguien grita en el tendido “¡Viva el rey de los toreros!”
Lo seguirá coronando una ovación de homenaje a aquel joven dios solar que murió el 16 de mayo de 1920 con veinticinco años en la oscuridad fúnebre de la enfermería de la plaza de toros de Talavera, en la que decidió torear a última hora, como quien va ciega e irremisiblemente en busca de su destino.
Cuentan los que estaban allí que por la ventana enrejada de la enfermería entraban aquella madrugada los mugidos del sobrero que estaba en los corrales. Así lo dejó escrito Gregorio Corrochano en la crónica de aquella tarde (“¿Qué es torear? Yo no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi cómo le mató un toro”):
La enfermería tenía una ventana con reja. Entró la luz cárdena, de esa hora indecisa, hecha de noche y día, del amanecer. Joselito no la vio. La cuadrilla, despeinada por las manos crispadas, las coletas deshechas, lacias, caídas, los ojos «emparpitaos» como en la saeta de Manuel Torres, el rostro dolorido y amarillento como los cirios de la capilla ardiente; parecía que aquellos hombres se habían muerto durante la noche.
En un corral cercano a la ventana de la enfermería había un toro, el sobrero de la corrida. El toro mugía, como si ventease a los toreros. Por la ventana entraban los mugidos del toro, y se rompió el silencio del dolor y de la muerte. ¡Todavía el toro!
Hay en esa sostenida tradición del silencio por el torero (“Y por Gelves viene el río...”) un remordimiento inconsciente, una penitencia heredada, porque de Madrid salió Joselito el día anterior -San Isidro- con una bronca brutal para encontrarse frente a la muerte con el toro Bailaor, terciado, certero y cornicorto (como Islero, como Avispado, como Burlero) de la viuda de Ortega.
En su inteligencia alegre fue proclamado -por eso no se apaga su memoria- “rey de la luz”, como dijo Pepe Alameda en este párrafo memorable de El hilo del toreo:
Según el lenguaje de Spengler, ya utilizado en otro capítulo y que de momento nos sigue siendo útil por su poder de síntesis, podría considerarse a Belmonte como un torero mágico -cerrado, misterioso- y a Joselito como un torero fáustico -abierto, expansivo-. La aparición de Joselito -rey de la luz- produjo júbilo. La de Belmonte -señor de las tinieblas- asombro. José aparece como una superación -Maravilla, le dijeron-. Juan como un fenómeno -Terremoto, le llamaron-.
Es verdad que Joselito no ha tenido una celebración literaria comparable al Juan Belmonte, matador de toros, de Chaves Nogales, pero no le ha faltado el recuerdo de la afición ni el homenaje de la poesía.
Bergamín evocó en El arte de birlibirloque “el fantasma luminoso de Joselito” y su “clara inteligencia juvenil” antes de destacar que “Joselito toreaba, clásicamente, para el universo: por el gusto de torear.”
Con tono solemne y con el ritmo lento del endecasílabo, Gerardo Diego escribió una elegía en serventesios que terminaba con esta estrofa:
Y todo cesó, al fin, porque quisiste.
Te entregaste tú mismo; estoy seguro.
Bien lo decía en tu sonrisa triste
tu desdén hecho flor, tu desdén puro.
Y Alberti escribió en su memoria las diez redondillas neopopularistas de Joselito en su gloria que cerraban estos cuatro versos que son como una garbosa media verónica de remate:
Que pueda, Virgen, que pueda
volver con sangre a Sevilla
y al frente de mi cuadrilla
lucirme por la Alameda.
Así, Joselito en su gloria, se titula también este dibujo albertiano de 1949 que está en la colección del Reina Sofía.
P. S.: Si se entera el ignorante Ministro de Censura lo retira de la sala.
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