24 junio 2025

Trío de Monterroso

 



“Mientras leía, una aguda percepción de mi persona me hacía tomar conciencia, en forma casi dolorosa, de que me encontraba en un aula de la antigua e ilustre Universidad de Siena dando cuenta de mí mismo, de mí mismo treinta años antes tal como aparezco en el texto que leía, es decir, llorando de humillación una fría y luminosa mañana a orillas del río Mapocho durante mi exilio en Chile; leyéndolo con igual temor, inseguridad y sentido de no pertenencia, y con la sensación de «qué hago yo aquí» con que hubiera podido hacerlo otros treinta años antes, cuando era apenas un niño que comenzaba a ir solo a la escuela.
Hoy, dieciocho de mayo de 1988, dos años más tarde, en la soledad de mi estudio en la casa número 53 de Fray Rafael Checa del barrio de Chimalistac, San Ángel, de la Ciudad de México, a las once y quince de la mañana, emprendo la historia que no podía contar in extenso aquella tarde primaveral e inolvidable de la Toscana, en Italia, en que me sentí de pronto en lo más alto a que podía haber llegado a aspirar como escritor del Cuarto Mundo centroamericano, que era casi como venir del primer mundo, del candor primero que decía don Luis de Góngora”, escribía Augusto Monterroso en el capítulo inicial de Los buscadores de oro, su memoria del oro de la infancia con Tegucigalpa al fondo, un viaje hacia el origen en busca de una mirada propia en la que  se prefigura el destino literario del futuro escritor.

Una memoria habitada por antepasados pintorescos, personajes excéntricos y situaciones premonitorias y metafóricas que evoca en episodios como este:

Una vez más tengo fiebre a la orilla de este río en mi ciudad natal. Veo de nuevo su mansa corriente -tan ajena así a sus terribles crecidas de la época de lluvias- y en la orilla a tres niños buscadores de oro. Uno de ellos soy yo, el menor; los otros me guían, me enseñan a buscar el oro escarbando con las manos entre las piedras verdosas cubiertas de musgo, o removiendo suavemente la arena entre restos de hierro viejo y pequeños trozos de árbol carcomidos. De pronto, el más grande encuentra una delgada y brillante laminita como de diente de oro, que el río ha arrastrado quién puede decir desde dónde y desde cuándo. No me conformo con verla y quiero tocarla, envidiando la gran suerte de mi amigo mayor, quien es el que siempre encuentra las cosas buenas de cada día: los anillos, los pedazos de collar o de arete, las hebillas plateadas con la inicial del nombre de uno, los pares de ojos de muñeca.

Esa memoria primera y esencial que se cierra a los quince años con la despedida triste de la infancia es el eje de Los buscadores de oro, que acaba de aparecer en El libro de bolsillo de Alianza Editorial a la vez que otros dos volúmenes que completan la Biblioteca de autor dedicada a Augusto Monterroso con las rápidas y agudas semblanzas de escritores de Pájaros de Hispanoamérica y los ensayos breves de Literatura y vida, en los que reflexiona sobre la escritura y da algunas claves de su propio mundo literario.

Lo abre un texto titulado llamativamente Cervantes ensayista, que, a partir de la lectura de los prólogos cervantinos, concluye con estas líneas:

Cervantes es quizá también en nuestro idioma el primer ensayista moderno; y que para confirmar esta insólita aseveración no tiene sino que tomarse la molestia de ir a sus prólogos de las partes Primera y Segunda de Don Quijote de la Mancha, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda, en los que observará muy claramente gran parte de lo dicho aquí sobre este traído y llevado género, con la única advertencia de que ni por asomo se acerque al de La Galatea, porque ese es otro asunto y, bueno, mejor ni hablar de él ni recurrir al socorrido principio de que la excepción confirma la regla.

Esa misma agudeza recorre los treinta y siete retratos de escritores hispanoamericanos reunidos en Pájaros de Hispanoamérica, que abre con un prólogo en el que escribe:

Desde mi pequeño estudio oigo el canto de los pájaros en el jardín.
Son pájaros mexicanos, de la ciudad de México, resistentes y, por sus voces, diría que viriles y hasta desafiantes, aunque en ocasiones caigan muertos por efecto del aire enrarecido. Todo los amenaza; ellos cantan.
Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan solo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar. Charles Lamb declaró en su autobiografía de una página que la acción más importante de su vida había sido atrapar una golondrina en pleno vuelo, y puso a su mano como testigo. Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo.
En alguna ocasión declaré odiar las metáforas, y esta, sin sentirlo, se me volvió ya demasiado larga. Pero todo comenzó cuando al idear esta selección el primer nombre que vino a mi mente fue el del poeta Ernesto Cardenal y el del trabajo que sobre él publiqué en mi libro La palabra mágica: «Recuerdo de un pájaro». Solo en este momento reparo en que Cardenal es también nombre de pájaro.

Y con Ernesto Cardenal se abre ese recorrido que fija en las sucesivas estampas de sus páginas momentos significativos, retratos humanos y perfiles literarios de poetas y narradores como Borges y Rulfo, Vallejo y Cortázar, Onetti y Bryce Echenique o el propio Monterroso, “el ornitólogo” que cierra el conjunto con una divertida autosemblanza que comienza con este párrafo: 

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera comido no más sino mejor, mi estatura sería ahora más presentable. Cuando cumplí veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y me fui a votar.

Y termina así:

 El otro día me encontré las bases de unos juegos florales centroamericanos que desde 1916 se celebran en la ciudad de Quezaltenango, Guatemala. Aparte de la consabida relación de requisitos y premios propios de tales certámenes, las bases de éste traen, creo que por primera vez en el mundo, y espero que por última, una condición que me movió a redactar estas líneas, inseguro todavía de la forma en que debe interpretarse.
El inciso e) del apartado "De los trabajos", dice: "e) Debe enviarse con cada trabajo, pero en sobre aparte, perfectamente cerrado, rotulado con el pseudónimo y título del trabajo que ampara, una hoja con el nombre del autor, firma, dirección, breves datos biográficos y una fotografía. Asimismo se suplica a los participantes en verso enviar, completando los datos, su altura en centímetros para coordinar en mejor forma el ritual de la reina de los Juegos Florales y su corte de honor".
Su altura en centímetros.
Una vez más pienso en Pope y en Leopardi, afines únicamente en esto de oír (con rencor o con tristeza) pasar riendo a las parejas normales, en las madrugadas, después de la noche del día de fiesta, frente a sus cuartos compartidos duramente con el insomnio.

Ernesto Cardenal y sus musas, que nunca estaban en huelga; una evocación de Manuel Scorza con su libretita de apuntes; un espléndido análisis de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; las “muertes desatinadas” en los cuentos de Horacio Quiroga; Borges (“tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo”) y las diez consecuencias -benéficas y maléficas- derivadas de su lectura, entre ellas “dejar de escribir”, naturalmente benéfica; Juan Rulfo, “el ser humano más natural que he conocido”; Cortázar y las secuelas poco higiénicas que provocó Rayuela entre sus primeras lectoras en los años 60; la sabiduría narrativa de Onetti en sus cuentos, que “no pueden ser muchos, porque el corazón no los resistiría”, son algunos de los autores que revolotean en Pájaros de Hispanoamérica. 

Entre lo humano y lo literario, entre la lectura y la amistad, un Monterroso agudo e irónico, que deja en estas páginas estas palabras demoledoras:

Sabido es que los críticos solo se equivocan cuando se trata de obras importantes.