17 julio 2025

Camino de sirga, un monumento literario



Pilastras y paredes maestras se resquebrajaron bruscamente; un estruendo ensordecedor en el que se mezclaban el crujido de jácenas y vigas, el desplome de escaleras, suelos, tabiques y bovedillas, el estallido de cristales y una rotura de ladrillos, tejas y mosaicos, retumbó por la bajada de la Herradura mientras la casa se derrumbaba irremediablemente. Enseguida, una nube de polvo, la primera de las que debían acompañar la larga agonía que entonces comenzaba, se alzó por encima de la villa y se desvaneció poco a poco en el aire luminoso de la mañana de primavera.
Años después, cuando el desastre iniciado aquel día de 1970 era memoria lejana, tiempo amortajado con telarañas de niebla, una crónica anónima reunió un montón de testimonios sobrecogedores sobre el acontecimiento. El primero desde un punto de vista cronológico, pese a que no resultaba el más patético, recogía el parón del reloj del campanario ocurrido la víspera en medio de un crepúsculo tempestuoso que pintaba el cielo con carmines violáceos, oros mortecinos y brumas negras; según el cronista, la avería era una premonición clara de lo que debía ocurrir al día siguiente, un anuncio del final inexorable del tiempo antiguo. La angustia se hacía estremecedora en la descripción, debida a otro testimonio, de la noche a que había dado paso la incertidumbre del crepúsculo: la crónica hablaba del espeso silencio de las calles desiertas, silencio que quería reflejar el de la gente encerrada en casa, rezando para que no rompiera el día. Sin embargo, de todas las evocaciones, la más sobrecogedora era la del siniestro estruendo de las once de la mañana siguiente en la bajada de la Herradura: según la crónica, el vecindario se sintió sacudido hasta la médula por el comienzo del desastre.
Sin duda, los testimonios resultaban impresionantes. Ahora bien, no era esta la única característica que tenían en común; compartían otra, quizá insignificante pero bastante esclarecedora de lo que sucedió aquel día nefasto: todos, sin excepción, eran también absolutamente falsos.

Son los párrafos iniciales de Camino de sirga, la obra maestra absoluta de Jesús Moncada (Mequinenza, 1941-Barcelona, 2005), que apareció en catalán en 1988 y obtuvo en 1989 el Premio de la Crítica. Una novela que Anagrama recupera cuando se cumplen veinte años de la muerte de su autor, con la estupenda traducción de Joaquín Jordá.

Los habitantes se engañaban empecinándose en convertir el 12 de abril de 1970 en una fecha clave de su drama colectivo, como se equivocaban también al sentirse culpables de no haber asistido al acontecimiento. La demolición de la casa número 20 de la bajada de la Herradura con que se había iniciado el arrasamiento de la villa –y el azar burocrático señaló aquella como hubiera podido designar cualquiera de las que ya estaban vacías– no fue más que el principio del último acto de una prolongadísima pesadilla. Cuando las máquinas tensaron las sirgas de acero atadas a las pilastras y el edificio cayó en medio de una nube de polvo, hacía más de trece años que la destrucción de la villa había comenzado.

Con ese párrafo se cierra el primer capítulo de esta novela monumental en la que brilla, como sucede muy pocas veces en una obra, la capacidad de Jesús Moncada para crear un poderoso universo narrativo y ofrecer una extraordinaria muestra de virtuosismo literario en torno a la memoria de Mequinenza, antiguo centro de una importante cuenca minera, y a su desaparición bajo las aguas de dos pantanos, un drama que empezó con las demoliciones de aquel 12 de abril de 1970, tras un largo proceso iniciado en 1957.

Un universo cimentado en un brillante crisol de historias inolvidables y en la maestría en la elaboración de un amplísimo mosaico de docenas de personajes: la poderosa familia Torres y Camps y Carlota de Torres, cuyo entierro coincide simbólicamente con el final de la novela y con la ruina de la villa vieja; la joven y lasciva viuda de Salleres, dueña de la empresa rival de barcos fluviales que transportaban carbón y otras mercancías por el Ebro; el patrón de barco Arquímedes Quintana (“el navegante más fino del Ebro”); Atanasi Resurrecció, (“un espectáculo con sus dos metros largos de altura y una corpulencia fenomenal”); el pintor Aleix de Segarra, que “pertenecía a las antiguas familias señoriales de la villa pero al grupo mayoritario de las que se desmoronaban a causa de la abulia y la desidia de sus miembros”; el viejo navegante Robert Ibars, “Nelson” y su memoria antigua y nostálgica; Honorat del Rom, el boticario de la plaza del Horno; Estanislau Corbera, dueño del Café del Muelle y aficionado a recordar aniversarios de difuntos; Joanet del Pla, peón del Neptuno y hombre de confianza de Nelson, de voz plácida previa a las peleas; el maquis anarquista Salvador Riells; Madamfransuà, la artista estrella de las noches de El Edén; Feliz Roderas, siempre asomada a su balcón del Apocalipsis; el terrateniente Sadurní Romaguera, alcalde de la villa; Olga Sagristà, “cupletista de mucho empuje”, o el obrero asesinado Arnau Terrer.

El imponente edificio narrativo de Camino de sirga se sostiene además en la prosa potente y plástica de Moncada, capaz de evocar con su potente despliegue polifónico un mundo perdido y de recuperarlo del olvido con su acreditado rigor estilístico y con la riqueza de su palabra creadora y memoriosa:

Al llegar la noche, un cierzo áspero y efímero, aunque alguien insinuaría después que no era cierzo sino una ventolera extraña que venía de donde nunca había soplado el viento, arañó la villa. Una ráfaga se encaminó por la bajada de la Herradura, se llevó el polvo sedimentado de las ruinas de la casa de Llorenç de Veriu, se arremolinó en la plaza de los Santos y golpeó los ventanales mal cerrados de un balcón de la casona de los Torres y Camps. Allí aulló en dormitorios y pasillos, movió cortinajes, descompensó el péndulo del gran reloj del despacho e hizo sonar las lágrimas de cristal de la lámpara del comedor antes de calmarse y morir finalmente en el Salón de las Vírgenes Mártires.

Hacía muchos años, más de los sesenta y siete acumulados por la señora Carlota de Torres en su formidable corpachón, que el cuadro que dio nombre al salón había desaparecido del tabique donde lo colgaron cuando llegó a la casa. Traída de Italia por el hermano de la madre, viajero empedernido a quien se tachaba en secreto de masón, ateo, irreverente y calavera, y de quien se temía, para remachar el clavo, que no dejaría ni un real al irse a la tumba, la pintura representaba un grupo de figuras femeninas rosadas y lozanas que dejaban transparentar sin ningún tipo de pudor sus encantos a través de unos velos finísimos, vaporosos, una pura ilusión textil. Tan sugerentes resultaban las damas que hizo falta la indulgencia de los padres, el miedo de la hermana de irritar al hermano soltero, de quien, pese a las aprensiones, no perdía las esperanzas de heredar, y también la aquiescencia del cura de la villa, visitante asiduo de la casa, para que se concediera a la composición el lugar de honor del salón. El sacerdote barrigón, parsimonioso y beatífico, estudió la pintura con una minuciosidad quizá un poco excesiva, lo que provocó comentarios sarcásticos de parte de Camil·la, una de las criadas, en el retiro de la cocina y, después de muchas meriendas interminables con sequillos y chocolate, dictaminó que, si bien no había suficientes elementos para asegurar que la pintura, tal como afirmaba con media sonrisa el tío calavera, representaba a unas doncellas cristianas a punto de sufrir el martirio, devoradas por los leones en un anfiteatro romano, tampoco veía motivos suficientes para negarlo, sentencia ambigua que facilitaba por lo menos el apaciguamiento de los dignos escrúpulos de la digna familia.

Geografía e historia, vida y memoria, navegaciones fluviales y demoliciones, asuntos públicos y secretos privados, el tiempo y el poder son algunas de las claves de esta novela que, entre la imaginación y la realidad, entre paisajes inundados y existencias en ruinas, tiene al fondo una larga y destructiva sucesión de guerras en el XIX y el XX: la del Francés y las de África, las carlistas y la de Cuba, las dos guerras mundiales y la guerra civil, más cercana y más traumática:

Aquel mediodía de 1939, después de quedar rebozado por el polvo levantado por los vehículos en los que la familia Torres y Camps regresaba a la villa, Bakunin de Planes llevaba de nuevo clavada en el corazón la espina que se había sacado con motivo de la proclamación de la República. Bajaba del cementerio, encaramado sobre una colina en las afueras de la villa en medio del silencio de los olivares, adonde había ido por orden del cura, el primero de la villa después de la guerra civil, a levantar de nuevo la pared derribada hacía unos años. Todavía oía las palabras del sepulturero, que le contemplaba desde la sombra del mismo ciprés, cuando él ponía el último ladrillo.
–Acabas de arrojarlos otra vez al infierno, Bakunin. Pero no dejes que se te exalte la bilis; estarán ellos mejor con el diablo que nosotros con Franco.

Convertida por obra y gracia de la palabra de Jesús Moncada en alta literatura y en territorio testimonial de convergencia entre lo social y lo individual, entre lo local y lo universal, no puede extrañar al lector que esta novela coral, que desde su publicación se convirtió en un clásico de la literatura catalana contemporánea, haya sido también su título más traducido. 

Una lectura imprescindible y una experiencia indeleble sobre el final de un mundo que se resume en estas líneas:

El entierro de Carlota de Torres emprendió la subida del cementerio; allí, desde el panteón familiar –traducción a la muerte de la casona de plaza de Armas–, sus despojos presidirían la villa del silencio donde dinastías de enterradores invariablemente ebrios alineaban en fosas y nichos para el viaje a la nada a los difuntos segregados por la otra. Por encima de las tapias del camposanto, los cipreses comenzaban a desprender las primeras sombras del ocaso contra un cielo amoratado. El viejo Nelson se detuvo y contempló a su derecha la población nueva a la que debía trasladarse al día siguiente; habían conseguido un lugar donde sus descendientes perpetuarían el nombre de la villa pero descubría que él jamás podría sentir como propia aquella geometría blanca y roja: navegante sin barco, exiliado sin esperanza de retorno, ya pertenecía a la noche inacabable por la que su padre, su niña, Arquímedes Quintana, Malena, Aleix de Segarra, la viuda de Salleres, Joanet del Pla, Atanasi Resurrecció, Madamfransuà y tantas otras sombras entrañables navegaban silenciosamente hacia el olvido.

Lo dicho: un monumento literario que reedita Anagrama a la vez que la muy notable Memoria estremecida (1997), con traducción de Pepe Ferreras.