25 julio 2025

Un reto desvelado







Como es sabido, los  textos literarios que desarrollan el viejo truco compositivo del manuscrito encontrado suelen ir precedidos de un preámbulo explicativo. Es el caso de mi Cuaderno de Abul Qasim (Badajoz. Alcazaba, 2001 y dos reediciones en México y La Flámula), al que antepuse estos párrafos que algún lector ingenuo se tomó al pie de la letra:

La extraña conjunción de una tarde de tedio, curiosidad y fortuna puso en mis manos el manuscrito que ahora saco a la luz. La discreción me aconseja no dar detalles de las circunstancias de un hallazgo que me deslumbró y me alentó en el esfuerzo de familiarizarme con el árabe hasta estar en condiciones de adaptar este texto con aceptable solvencia y considerable libertad. 
Cinco años de ardua labor de estudio, traducción y reelaboración están detrás de este libro, que quiero glosar brevemente.
Yo tenía noticias de un Abul Qasim a través de un manual de literatura hispanoárabe, pero me parece evidente que no se trata del mismo poeta. El Abul Qasim del que daba noticias ese manual había vivido en el siglo XII y había sido víctima de la intolerancia almorávide, esa tribu de bereberes de rostros velados, embrutecidos por el desierto, que odiaban a Sevilla, despreciaban la literatura y se mostraban tercamente inmunes al refinamiento de la cultura andalusí, como los berberiscos que arrasaron Medina Zahara. Después de haber tenido una cierta relevancia en la corte de Al Mutamid, fue degradado como tantos otros a la condición de poeta provincial, de katib de Ibn Tasfin (Vid. Rubiera, M. Jesús: Literatura hispano-árabe, en Historia de las literaturas hispánicas no castellanas. Taurus, Madrid, 1980, pág.163).
Nuestro Abul Qasim es otro y anterior, seguramente de la primera mitad del siglo IX, y muestra un llamativo paralelismo en su itinerario vital y geográfico con el primero de los omeyas cordobeses, Abderramán, el emir que fue cruel y alevoso, el que introdujo la palmera en el paisaje andaluz y protegió las artes y las ciencias.
Las referencias a Ziryab, otro ilustre emigrado bagdadí, permiten situar estos textos no antes del año 822, en que el famoso músico abandona su tierra y se instala en la corte de los emires cordobeses.
El recuerdo fresco de Oriente, sobre todo de Siria, y la percepción del paisaje andaluz como un espacio extraño es la primera de esas coincidencias. Abul Qasim es, como Abderramán, un recién llegado. De ahí que sus versos rodeen el ámbito del presente de un innegable matiz de desarraigada provisionalidad.
Como el omeya, al que una tradición apócrifa aún vigente le presenta también como poeta, Abul Qasim se expresa con la melancolía de quien ha perdido el paraíso y sabe que esa pérdida es irreversible. Ninguna esperanza cabe en quien pasa por ese trance sino la de reconstruir lo más vívidamente posible esa ausencia irreparable. 
Ausencia de la patria original, de Damasco, de Bagdad, de Ispahán, que son los referentes espaciales de esa añoranza; una añoranza que es también temporal y que por eso proyecta su tristeza sobre un tiempo pasado cuyas aristas han ido puliendo los días y los soles y las lluvias con su ritmo inclemente.
Como el omeya, nuestro poeta parece haber nacido cerca de un río sagrado, el Éufrates, padre de tantas culturas, para acabar en Al Ándalus junto a otro río sagrado, en cuyas orillas Abderramán se aplicó a reconstruir lo perdido en cinco años de persecuciones, furtivismo y clandestinidad. La inagotable energía que suministra el rencor le ayudó a no desfallecer en tal labor: importó jardines sirios, construyó un palacio similar al de su infancia y lo llamó con el mismo nombre, Al Rusafa, en un empeño enconado e inútil por vencer al tiempo.
Al mismo esfuerzo de recuperación de lo perdido, si bien por otros medios, responden los versos que integran este Cuaderno. Porque, como el omeya, Abul Qasim se ha visto obligado -¿por qué circunstancias?- a abandonar ese espacio primigenio con cuya materia indeleble se construyen los sueños. Como Abderramán, nuestro poeta parece condenado a la melancolía desalentada de quien se sabe desterrado para siempre de esa patria imposible que llamamos felicidad y que sólo existe en el ámbito ensoñado de la literatura.
Por eso no debe extrañarnos el contraste entre la falta de concreción del espacio inmediato -¿Córdoba?, ¿Granada?, ¿Málaga?- y la evocación plástica, hecha con el corazón, no con los ojos, de los lugares perdidos a los que se espera volver algún día, aun sabiendo secretamente que ya no existen, si es que han existido alguna vez más que en el recuerdo. Salvando las distancias, es el mismo proceso de desrealización del paisaje que se puede observar en la segunda edición de Campos de Castilla.
Asombra la modernidad de algunos de estos poemas, encendidos por una esperanza desalentada que no tiene más fin que ella misma. Muchos siglos antes de que Milton, Alberti o Aleixandre nos hablaran del paraíso perdido, y sin huellas de los mitos arcádicos de la literatura grecolatina, vemos aquí un cabal tratamiento de ese tema tan universalmente afincado en lo que hoy se llama el inconsciente colectivo.
Asombra también comprobar el don profético de algún que otro texto (“y, como los profetas,el don de obrar milagros”). A ese don visionario podemos ligar el ensueño de una plaza que parece anticipar la Plaza de la Palabra de Marraquesh, muchos siglos antes de que existiera. Algo que no debe extrañarnos demasiado si consideramos que en las culturas mediterráneas se ha atribuido capacidad profética a los ciegos y a los poetas. Condiciones ambas que coinciden ejemplarmente en Homero o en Max Estrella y de forma parcial -le faltaba un ojo- en el tantas veces mencionado Abderramán.

Hasta ahí el prólogo. Y después del texto del Cuaderno, añadí de remate este epílogo irónico y borgiano:

Aquí termina el manuscrito de Abul Qasim. En el espacio en blanco que hay tras esta última composición, alguno de los poseedores del cuaderno -un contemporáneo nuestro, sin lugar a dudas, porque la huella de Borges es indiscutible- dejó anotados estos versos que transcribo a continuación, más como curiosidad que por rigor filológico:

Quien escribió estos versos no tuvo el privilegio 
de conocer los días de un futuro imposible:
no percibió la imagen cabal del universo,
no supo de Alighieri, ni de Shakespeare; no estuvo 
en las arrebatadas ocasiones solares
por las que transitaron tal vez sus sucesores. 

Su destino lo fija la misma arena frágil
que nos expone a todos a la marea en la orilla.

Pero el tiempo piadoso le concedió otros dones: 
no vio la destrucción de Medina Azahara,
ni el agudo estertor secreto de la peste,
ni las persecuciones que azuzó el fanatismo,
ni perdió en otro exilio injusto su pasado.