Viaje de invierno de José María Jurado García-Posada
Un invierno literario -ni cronológico, ni meteorológico, ni solar- es el que José María Jurado García-Posada construye y ofrece al lector afortunado en las sesenta entradas bisiestas de su magnífico Viaje de invierno, que recopila otras tantas entradas de su admirable obra en marcha El lector de almanaques y publica Detorres Editores en el tercer año triunfal de Morante de la Puebla.
Un intemporal calendario con fechas que, más allá del tiempo anecdótico y fugaz, son referentes de la Historia con mayúsculas. Lo abre un prólogo -‘Las palabras del frío’- en el que escribe José María Jurado:
Se conoce como “Pequeña Edad del Hielo” al enfriamiento que desde mediados del siglo XVI y hasta muy avanzado el siglo XIX aconteció en Europa. Si la Edad Media había constituido un período extraordinariamente cálido (“el óptimo climático”) que favoreció la supervivencia de la especie, aunque seguramente facilitó la propagación de la peste negra, toda la edad moderna discurrió sobre un fondo de nieve del que dan cuenta los cuadros de Brueghel el Viejo, El cuento de Invierno de Shakespeare y todas las melancolías románticas cuya expresión más perfecta y trágica son los “lieder” de Schubert y su Winterreise. De ahí hemos extraído el subtítulo para esta obra en marcha que es “El lector de almanaques” del que Detorres Editores publicó el más cálido mes de mayo en el número cuatro de su colección “Año XIX”, “Que por mayo era por mayo”.
Desde el origen del tiempo con el primer día del año a la paradoja bisiesta de un intermitente tiempo sin tiempo, se recogen aquí sesenta miniaturas históricas correspondiente a los meses de enero y febrero. Concisión e intensidad, bajo un prisma épico y elegíaco que se recrea en el lenguaje como fuente primordial del tiempo, intentan ser los rasgos distintivos de este calendario de invierno que preserva en hielo las palabras de fuego de la tribu, los hechos estelares de la humanidad.
Bajo el permafrost de la prosa lírica quiere latir en estas efemérides la conciencia de un tiempo eternamente presente que nos incumbe a todos como sujetos temporales arrastrados por la corriente de la historia. Grabados en la nieve, escritos para ser leídos día por día, estos textos inquieren, acaso desde la arbitrariedad de los hechos consignados, ya sean funestos o dichosos, una respuesta moral del lector, convertido en escrutador de almanaques.
La imagen del invierno trasciende lo metereológico para convertise en categoría, el presente no ofrece respuestas, el futuro, que otros llaman la muerte, se nos manifiesta amenazante y lóbrego y nuestra esperanza, contradictoriamente, se ancla en el pasado, en los hechos luminosos o trágicos sobre los que ahora cae la nieve.
“¡Olvídate de Schubert!” me dijo en una ocasión un poeta santurrón, pero yo no le hice caso y comprendí que no me había equivocado cuando años después me pidió olvidar la inolvidable primavera de Bécquer y Sevilla. Él quería advertirme, y aún se lo agradezco, del peligro que se embosca detrás de los nombres propios, de las oscuridades del estilo y de que al cabo la belleza sucede sin notas a pie de página. Pero estamos hechos de tiempo, como tantas veces recordara Proust en su obra inmarcesible: apenas ocupamos espacio geométrico, pero nos expandimos infinitamente en el tiempo, en el nuestro y en la memoria de los otros. Como especie hemos sido dotados de este artilugio contra el olvido que es la cultura que forma parte de la vida sin sustituirla porque va por dentro y está fundida a su esencia.
A cambio, ¿qué importa que como un pichón de nieve nuestras palabras estén frías? El hielo y el fuego están hechos de la misma sustancia. En estos almanaques están los átomos primordiales, los elementos que han formado mi vida, barajados como en un caleidoscopio. Los escribí para aprender a combinarlos, para olvidarme de Schubert, pero al final del camino siempre existe una sombra, el viejo organillero al que los perros gruñen y que hace girar su zanfoña para estos almanaques, y la verdad, ¿quién la sabe?
Entre ese comienzo y el apoteósico final del 29 de febrero -‘Un día cualquiera, fuera del tiempo’- transcurre un itinerario personal, un intenso viaje por la memoria cultural del mundo, que desde el principio de un tiempo sin tiempo llega a su estación final, al hoy del “engranaje oxidado del campanario del tiempo”, con el temblor de este su párrafo final:
Y todo lo contienes tú en la palma de tu mano como en una bola de cristal donde agitas la nieve y eres tú cada uno y cada todos, la bola que gira y gira sin descanso y que ahora arrojas al vacío, la bola que rueda de tu mano hacia la muerte tártara..
Un itinerario que evoca las muertes de Galdós y de Valle, de Ramón y de Gutenberg, de Miguel Ángel y Machado, de Lenin y el Canciller Ayala; las fundaciones de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile y la victoria de Stalingrado, la rueca de San Valentín y la pluma de fuego del Beato de Liébana; el nacimiento de Bécquer o el de Carlos V.
Porque hubo días de invierno para eso y para más: para que Poe publicara El cuervo y el niño Bobby Fisher ganara el Campeonato de ajedrez de Estados Unidos, para que Zola publicase su Yo acuso y para que Colón regresase de su primer viaje trasatlántico o para que los Beatles tocasen por primera vez en The Cavern.
Pero ha habido días también, y eso es lo que más nos importa ahora, para que José María Jurado haya ido trazando con su virtuosa mano de orfebre la línea finísima de una escritura sutil que evoca tantos inviernos para llenarlos de transparencia luminosa.
Un ejemplo, aunque podrían ser otros cincuenta y nueve sin que bajara ni lo más mínimo el eminente nivel de calidad de su admirable prosa:
26 DE ENERO
Se estrena el caballero de la Rosa de R. Strauss
En los jardines perfumados de Viena, Mozart y Wagner ejecutan un vals vertiginoso recogiendo las últimas flores de la música entre las botas de los oficiales, así hablaba Zarathustra. Un rayo de luz imperial despunta en la alcoba de la Mariscala y la Rosa de Plata destella en los teatros, Salomé agita los siete velos orquestales. Wie du warst? Wie du bist? La luz de Alemania declina en las esvásticas, pero desde el foso en penumbra, como un diamante o luciérnaga, revolotea en espiral el leitmotiv entre las masas sinfónicas, la melodía feliz que Cole Porter celebra en su piano de Broadway -You’re the Top-. Y, sin embargo, la ópera no pudo evitar el suicidio de Europa: rumbo al Brasil Stefan Zweig escribe el último libreto acompañado por una solución de veronal definitivo.
<< Home