Los náufragos del Wager
El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo -tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa-, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.
Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.
Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.
Así comienza el Prólogo de Los náufragos del Wager, una espléndida obra de David Grann que publica Random House con una excelente traducción de Luis Murillo.
La potencia descriptiva y el ágil ritmo narrativo de esos párrafos iniciales se mantienen constantes e incluso crecen a lo largo de una obra articulada en cinco partes y apoyada en un impresionante despliegue documental y en una exhaustiva labor de indagación y estudio de las fuentes primarias sobre el caso real de aquel controvertido naufragio y de sus protagonistas:
“Confieso -escribe Grann en la Nota preliminar- que yo no vi con mis propios ojos cómo chocaba el barco contra las rocas ni cómo la tripulación ataba y amordazaba al capitán. Tampoco fui testigo ocular de los engaños y los asesinatos. No obstante, he dedicado años a rastrear los pecios archivísticos: los cuadernos de bitácora arrojados por las olas, la mohosa correspondencia, los diarios veraces solo a medias, los documentos que han sobrevivido al consejo de guerra. Pero, más importante aún, he estudiado los relatos publicados por aquellos que estuvieron involucrados, personas que no solo fueron testigos de los acontecimientos sino que influyeron directamente en ellos. Intenté hacer acopio de todos los hechos a fin de determinar qué sucedió realmente.”
Y a partir de ese material Grann construye en Los náufragos del Wager una trama absorbente con la detallada descripción de una serie de acontecimientos violentos en los que confluyen la fuerza del mar y la del imperialismo británico.
El 28 de enero de 1742 habían llegado a Brasil en un bote casi destrozado veintinueve supervivientes de los doscientos cincuenta que integraban la tripulación inicial del Wager, “el bastardo de la flota”, un barco mercante reconvertido en buque de guerra de baja categoría de la Marina real británica, que formaba parte de una escuadra de cinco navíos que, dirigida por el comodoro George Anson, había zarpado de Portsmouth en septiembre de 1740 en misión secreta de pura piratería y ataque anfibio contra un galeón español cargado de plata y monedas en el contexto de una guerra (la de la Oreja de Jenkins) entre dos potencias navales por el control del mar y el comercio:
Debía de ser todo un espectáculo. Los barcos de guerra se contaban entre las máquinas más sofisticadas creadas hasta la fecha: castillos de madera flotantes que surcaban los mares a fuerza de viento y velamen. En consonancia con la naturaleza dual de quienes los habían concebido, estaban pensados para ser instrumentos de muerte y, a la vez, hogar para cientos de marineros que vivían juntos como una familia. En una suerte de mortífera partida de ajedrez naval, estos barcos eran desplegados alrededor del globo para conseguir lo que sir Walter Raleigh imaginó en su día: «Aquel que domina los mares domina el comercio del mundo; aquel que domina el comercio del mundo domina también sus riquezas».
El Wager había quedado varado tras encallar cerca de una isla, frente a la costa oeste de la Patagonia chilena cuando perseguía al galeón español y los supervivientes, después de cinco meses en la isla, recorrieron durante tres meses y medio en el Speedwell, aquella lancha rescatada del naufragio, con un cúter de apoyo que acabaría hundiéndose, 4800 kms. entre el Pacífico y el Atlántico a través del Estrecho de Magallanes. Fue una travesía tan peligrosa como la que habían hecho en el viaje de ida en el peor momento del año por el vertiginoso Cabo de Hornos, con olas de casi 30 metros, tormentas interminables y vientos huracanados de más de 300 km/h, con icebergs, turbulencias, frío y tormentas. El accidentado viaje de vuelta lo emprendieron ochenta y una personas de las que sobrevivieron solo aquellos veintinueve que llegaron al puerto de Río Grande. Desde allí regresaron a Portsmouth el 1 de enero de 1743.
Seis meses después recaló en la costa de Chile otro navío aún más deteriorado, con una tripulación de sólo cuatro hombres, el capitán Cheap, el teniente Hamilton y los guardiamarinas Byron y Campbell. Este último se quedaría en Chile y los otros tres, cuando llegaron a Dover en marzo de 1746, tras haber sido cautivos del ejército español, denunciaron que aquellos aparentes héroes no eran en realidad más que los amotinados tras el naufragio, que habían dejado abandonados y aislados en la isla al capitán Cheap, enfermo, desbordado por la situación y tiránico, y a su núcleo más fiel, rescatados finalmente por los nativos.
Culminaba así la caótica peripecia naval de aquellos náufragos. Una peripecia marcada desde su inicio por las difíciles condiciones de la navegación, por las peleas y los robos, por un asesinato y enfermedades demoledoras como el tifus (“la fiebre de los barcos”) y el escorbuto, por los castigos y las traiciones, los saqueos y las deserciones, el canibalismo y la indisciplina.
La consecuencia fue un duro cruce de acusaciones entre las dos tandas de náufragos que tuvo que resolverse en Inglaterra en un consejo de guerra contra ambas tripulaciones: los amotinados, encabezados por el vehemente artillero John Bulkeley, un líder natural instintivo que se puso al frente de los rebeldes, y el capitán Cheap, “un señor del mar” indómito e irascible, acusado de asesinar a un marinero de un disparo en la cara, lo que había originado la insurrección.
Un juicio que se celebró en 1746 y para el que unos y otros construyeron versiones que justificaran su conducta y los exculparan ante una probable condena a la muerte en la horca, porque “aquellos hombres creían firmemente que su vida dependía ni más ni menos de las historias que contaran. Si no eran capaces de aportar un relato convincente, podían acabar colgados del penol de un barco.”
Relatos contradictorios que incluían falsos diarios para influir en el Almirantazgo y ganar aquella batalla jurídica aunque fuese con versiones falseadas de los hechos posteriores al naufragio y aunque al final el juicio, en el que todos fueron absueltos, se centrase en las causas del naufragio y no en el motín, que oficialmente no llegó a existir:
Eso fue todo. No hubo fallo sobre si Cheap era o no culpable de asesinato o sobre si Bulkeley y los suyos se habían amotinado e intentado matar a su capitán. Ni siquiera hubo caso sobre si alguno de los hombres era culpable de deserción o de pelearse con un oficial superior. Por lo visto, las autoridades británicas no querían que prevaleciera ninguna de las dos versiones de lo sucedido.
[…]
Las pesquisas oficiales sobre el affaire Wager nunca se hicieron públicas. La declaración de Cheap detallando sus alegaciones acabaría desapareciendo de los expedientes del consejo de guerra. Y la sublevación en isla Wager pasó a convertirse, en palabras de Glyndwr Williams, en «el motín que nunca ocurrió».
Con el Melville de Chaqueta blanca o Benito Cereno y con el Conrad de Lord Jim al fondo, Los náufragos del Wager, subtitulada Historia de un naufragio, un motín y un asesinato, es una potente y ágil narración que -a medio camino entre la historia y la literatura, entre la peripecia de la novela de náufragos y la contextualización de la crónica histórica- va mucho más allá del relato de aquella trágica bajada a los infiernos del naufragio y el motín para adentrarse en una indagación sobre la condición humana y la supervivencia en condiciones extremas, sobre la ocultación de la verdad y la construcción de una versión alternativa de la realidad por parte de quienes escriben la verdad oficial.
Por eso afirma David Grann que “es imposible eludir los discordantes, y a veces antagónicos, puntos de vista de quienes participaron. Por ello, en lugar de suavizar las diferencias o de matizar las ya matizadas pruebas, he intentado presentar todos los aspectos y dejar que sea el lector quien aporte el veredicto final: el juicio de la historia.”
Tras el cuerpo del texto con el relato completo y plural de los hechos y antes de un espléndido apéndice de ilustraciones, Grann incorpora un amplio apéndice de notas que contienen comentarios pormenorizados sobre la base real documentada de las referencias y episodios de cada capítulo: desde los archivos judiciales a la correspondencia, desde los libros de registro del Almirantazgo a los cuadernos de bitácora o a los testimonios que escribieron algunos de los supervivientes.
Alguna de esas notas es tan sarcástica como la que comenta este párrafo:
Situado ahora en el ápice, muy por encima de todo el ajetreo en las cubiertas del barco, Byron pudo ver el resto de las naves de la escuadra. Y, más allá, el mar: una inmensidad de agua en la que se veía ya dispuesto a escribir su propia historia.
Este es el comentario: “Situado ahora: Tras muchos intentos de trepar por el palo mayor, Byron escribiría con toda su flema que subió «de un tirón».”
Ese John Byron, abuelo del poeta, es un personaje central en la obra. Aristócrata deslumbrado por la mística del mar, era entonces un entusiasta guardiamarina adolescente de 16 años que se había alistado como voluntario en la Armada y trepaba por palos mayores y mástiles de 30 metros hasta la verga de juanete desde donde veía ese amplio panorama marítimo y naval. Dejó su versión de los hechos en un escrito que tituló Narración del honorable John Byron […] incluyendo un relato de las tribulaciones sufridas por él y sus compañeros en la costa de la Patagonia, desde el año de 1740 hasta su llegada a Inglaterra en 1746, que es una de las principales fuentes documentales de esta perturbadora obra, rematada con este párrafo:
Igual que las personas modifican los hechos para servir a sus propios intereses -corrigiendo, borrando, embelleciendo-, también las naciones lo hacen. Después de tanto relato conflictivo y deprimente sobre la pérdida del Wager, y después de tanta muerte y tanta destrucción, el imperio había hallado por fin su mítico cuento del mar.
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