El Apocalipsis según Manuel Moyano
Los brillantes silos metálicos que se levantaban a ambos lados de la carretera semejaban toscas naves espaciales listas para despegar. La inmensa pradera esparcía su verdor en todas direcciones, y una solitaria nube con forma de ballena se deslizaba por encima de las lejanas colinas. El psiquiatra John Ekaverya conducía su todoterreno, no obstante, sin pensar para nada en la belleza del paisaje que lo rodeaba. Tampoco en la llamada telefónica de su colega, el doctor Benjamin Clowes, acerca de cierto paciente con un raro trastorno de personalidad a quien no sabía cómo diablos tratar. Por ese motivo se dirigía ahora a la ciudad de Idaho Falls. Lo cierto era que Ben Clowes ni siquiera le caía demasiado bien; tampoco le cabía ninguna duda de que aquella visita iba a ser una monumental pérdida de tiempo.
En realidad, a Ekaverya le contrariaba pensar en cualquier cosa que no fuese la inminente aparición de su última novela, Siempre estás a tiempo. En los próximos días tendría que atender entrevistas, adular a críticos, hablar con libreros, ofrecerse a clubes de lectura, preparar su presentación en Boise. A la mesa lo acompañaría nada menos que Tom Spanbauer. ¡Tom Spanbauer! Aún no entendía cómo había logrado su agente convencerlo. Si esa novela conseguía el éxito -un éxito que hasta el momento le había sido esquivo-, tal vez podría dejar de una vez por todas la psiquiatría, una profesión lucrativa y socialmente bien considerada, sin duda, pero no lo bastante como para tener que soportar a diario las minucias que vertía sobre sus oídos aquella galería de fracasados.
Con esos dos párrafos que revelan un uso tan ágil como envolvente del discurso indirecto libre abre Manuel Moyano su última novela, El mundo acabará en viernes, que acaba de publicar Menoscuarto.
La cita de Lautréamont que ha puesto al frente de la novela (“Os he creado, y por tanto puedo hacer con vosotros lo que quiera”) es ya toda una declaración de principios, una delimitación del campo de juego y una fijación de sus normas que ponen al lector a las puertas de un universo narrativo en el que la extrema libertad imaginativa se convierte en el mismo motor del relato.
Y le avisa también de la tonalidad en la que está escrita la novela, de la perspectiva en la que se sitúa el autor, a la manera del esperpento valleinclanesco: muy por encima de sus criaturas y posiblemente muy por delante del propio lector que está entrando en su territorio.
Y cuando el lector quiere darse cuenta, ya está atrapado por la sorprendente irrupción, desnudo por el arcén de una carretera, detenido e ingresado en un hospital, de un famoso novelista que se suicidó en 1961 y en cuya libreta manuscrita el psiquiatra y también novelista Ekaverya percibe “frases escuetas y contundentes, sobrias, desnudas de subordinaciones y adjetivos, pero dotadas de una especie de lirismo soterrado. El estilo le pareció inconfundible.” Como es natural, el aparecido se llama Ernest Hemingway y recuerda haber estado en España durante la guerra civil y luego, ya en los cincuenta, en Navarra.
Y de Idaho a Tel Aviv, donde Yeshua, otro personaje mesiánico y desorientado, errante y misterioso irrumpe en el garaje de la empleada de una productora de televisión, una mujer poco agraciada, pasada de peso y con pechos “como sendos globos llenos de harina”.
Y de ahí, en otro salto, a Reading, cerca de la cárcel donde Wilde compuso su balada, con un paparazzo de poca monta y origen bengalí a la caza de exclusivas fotográficas sensacionalistas sobre famosos.
Noticias de todo el mundo: una plaga bíblica de langostas en Egipto, la erupción simultánea de tres grandes volcanes, muy alejados entre sí, la reaparición de la peste negra en el nordeste de China, el asesinato del presidente de Estados Unidos, la creciente nube radiactiva sobre la India tras la explosión del reactor de una central nuclear, el vaticinio de una nueva glaciación por reducción de energía solar, un asteroide acercándose a la Tierra, la recurrente vuelta de muertos famosos que vienen desde su tiempo pasado, como Hemingway, el manso, visionario y mesiánico Yeshua, barbudo y con melena, o la misma Lady Di en medio de un sendero cercano al palacio familiar donde está enterrada, el regreso de Leonardo da Vinci y un aparente atentado contra La Gioconda del Louvre, un sujeto que dice ser Jim Morrison, decenas de náufragos flotando sobre el mar donde se hundió el Titanic, cientos de exhibicionistas caminando desnudos en Waterloo, un atentado con bomba en Marsella, el amenazante acercamiento de un asteroide, el asesinato del presidente, un bravucón de pelo anaranjado, y su sorprendente reaparición ante el asombrado asesor Gordon Delgado (sic), las manifestaciones piadosas en el centro de Londres, las caídas libres en las bolsas, la aparición de un caballo blanco que habla y de un traslúcido gusano gigante que proclama ser el Alfa y la Omega desde lo alto porque ha llegado el día de su ira.
Señales preapocalípticas que avisan todas ellas del último día del mundo en el plazo de una semana: de sábado a viernes. Y en medio de esas fechas, un debate televisivo con más de mil seiscientos millones de espectadores.
“Nos tememos que ya ha empezado”, reconoce el inquietante oligarca Boris Woon. “Tal vez estamos en la víspera de la destrucción”, anuncia un profético Bob Dylan. “El tiempo ya ha llegado”, corrobora Yeshua.
Y por si todo eso fuera poco, antes del fin de los tiempos, el fin de fiesta del festival de Eurovisión, que remata la medida articulación de esta novela coral en capítulos subdivididos en secuencias narrativas y agrupados en dos partes equilibradas, El sermón de Yeshua y Arrebatados en nubes.
A esa segunda parte pertenece esta evocación de las resurrecciones previas al Día del Juicio, una buena muestra de la espléndida prosa de Manuel Moyano:
Se levantaron del polvo todos los egipcios e hititas caídos tres mil años atrás en la batalla de Kadesh. Se levantó del polvo Pauline Koch. madre de Albert Einstein, quien había educado a su hijo en la música, la paciencia y la perseverancia. Se levantó del polvo la primera persona que oyó predicar a Siddhartha Gautama en las llanuras del Ganges. Se levantó del polvo Jimmy Esposito, chófer del vehículo que condujo a Joe Louis al Madison Square Garden cuando ganó el título mundial de los pesos pesados. Se levantó del polvo el limpiabotas Estevão Gomes, de Aveiro, que pedía otra cerveza en el Golfinho por cada nuevo par de zapatos al que daba lustre. Se levantó del polvo Juana Fernández, de Bustarviejo, cuyas manos tejieron el lienzo sobre el que Velázquez pintaría La fragua de Vulcano.
[…]
Resucitó Ötzi, el viajero asesinado en los Alpes por la misma época en la que se libraba la batalla de Kadesh. Resucitó Miguel de Cervantes Saavedra, a quien maravilló saber que El Quijote había sido traducido a ciento cuarenta lenguas, pues no podía imaginar que existieran tantas. Resucitó el faraón Zoser en su pirámide de Saqqara, y le sorprendió que los sacerdotes no hubieran mentido al prometerle la inmortalidad. Resucitó la niña Lyubov Volobuyeva del bosque donde Andréi Chikatilo la había enterrado con sus propias manos. Resucitó el primer indio que divisó sobre el horizonte las carabelas de los españoles. Resucitó el poeta chino Li Bai: «Suspiro en la larga noche solitaria y las lágrimas humedecen mi ropa».
También resucitó, por segunda vez, Lázaro de Betania.
Otras variadas virtudes concentra El mundo acabará en viernes: el humor irónico, la mirada satírica y crítica, la vivacidad de los diálogos, la agilidad narrativa, el enfoque cinematográfico y el ritmo trepidante, la vertiginosa sucesión de peripecias sorprendentes que van construyendo un mosaico cuyas piezas van encajando poco a poco, para adquirir sentido en el conjunto y revelar su significado en el desenlace.
Un desenlace en el que conversan Dios, cuya forma de Gran Gusano ha tomado “de cierto planeta de la Osa Mayor”, y el papa Juan Pablo III, al que le revela que “el infierno es la tierra. Daba por supuesto que ya te habías enterado.” La parodia de prosa bíblica con la que se relata esa conversación da paso a un Juicio Final de sorprendentes consecuencias que, para disgusto y bochorno de Dios y de su hijo Yeshua, desmienten al Apocalipsis de San Juan y al Beato de Liébana.
Porque este es el Apocalipsis según Manuel Moyano.
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