Los adioses en Letras Hispánicas
Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.
En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.
Con esos tres párrafos memorables comienza Los adioses, de Juan Carlos Onetti, seguramente su cima literaria y desde luego una de las mejores novelas cortas que se han escrito en español.
Quien habla en esos párrafos es el narrador, almacenero de un pueblo de montaña al que acude el protagonista anónimo para tratarse su tuberculosis, la enfermedad que ha padecido también el narrador: “Hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón.”
Cátedra Letras Hispánicas acaba de publicar una estupenda edición de Los adioses, anotada y prologada por Pablo Rocca, que antes de centrarse en el análisis de la obra hace un recorrido por la biografía y la obra del autor, “en relación dinámica con su época, con la situación editorial, literaria y periodística, a las que Onetti estuvo integrado, en mayor o menor medida.”
Después de haber fundado en 1950 Santa María en La vida breve, Onetti se alejó en Los adioses (1954) de esa ciudad para situar la acción en un pueblo de sierra adonde -como en La montaña mágica- acuden a convalecer enfermos de tuberculosis.
Antiguo jugador de baloncesto, delgado y alto, taciturno y misterioso, el recién llegado protagonista sin nombre tiene unos cuarenta años y recoge en el almacén, que funciona también como estafeta de correos y como cantina, cartas de dos mujeres: las de una con sobres escritos a mano y con sobres mecanografiados las de la otra.
Y hasta ahí las certezas. Desde ahí todo es enigma y oscura ambigüedad, conjetura reconstruida desde el punto de vista poco fiable -como sabremos después- del almacenero o con las impresiones añadidas del enfermero y de Reina, la mucama del hotel donde se aloja el protagonista. Entre todos ellos alimentan los rumores y las sospechas, los juicios y los prejuicios de un coro desorientado en torno a un protagonista en demolición, a un hombre hermético y distante, de vuelta de todo.
Las dos mujeres acaban encontrándose con el protagonista en el pueblo: una de ellas, con un niño pequeño, lo trata como si fuera su mujer y vive con él en el hotel. La otra, mucho más joven, rubia, parece una intrusa en la relación, parece su amante. Para ella alquila un chalet en la colina. Tal como se nos muestra por parte del narrador, la situación parece la de un triángulo amoroso.
“Es probable -aventura el imaginativo narrador- que él haya intentado poseer a la mujer, pensando que le sería posible transmitirle los júbilos que rescatara con la lujuria”. Y en otra ocasión: “Imaginaba la lujuria furtiva, los reclamos del hombre, las negativas, los compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas empeñosas, masculinas.”
De esa manera -como Henry James en esas otras obras maestras de la ambigüedad y de lo que oculta el narrador subjetivo que son Otra vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern- Onetti le tiende una trampa al lector: le incita primero a dejarse arrastrar por la versión del narrador -una interpretación malévola aunque aparentemente objetiva-, a asumir esa mirada por el espejismo de un narrador engañosamente omnisciente.
Y luego, ya en las páginas finales, le invita a rebelarse contra esa versión y a jugar un papel activo ante la trama de los hechos para reinterpretar la historia al margen de lo que no eran más que especulaciones malintencionadas del narrador y del pueblo.
Especulaciones con las que se había elaborado una narración filtrada desde el principio por el punto de vista del narrador, contaminado por la maledicencia o por prejuicios que confundían la realidad y las apariencias o por descripciones físicas a las que les superpone tramposamente la deducción psicológica (“No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse”) o la implicación sentimental o moral de los rasgos físicos objetivos: “Ahora pude ver la cara del hombre, enflaquecida, triste, inmoral.”
Y una vez revelada, en una antigua carta retenida y olvidada por el almacenero, la falsedad de las especulaciones y los chismorreos, la reacción del narrador es esta:
Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año -y ni siquiera eso: los guantes, la valija, su paciencia, su quietud- para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé trepar hasta el hotel y pasearme entre ellos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo.
Y poco después, superadas ya la rabia y la vergüenza, estas frases cínicas:
Salí afuera y me apoyé en la baranda de la galería, temblando de frío, mirando las luces del hotel. Me bastaba anteponer mi reciente descubrimiento al principio de la historia, para que todo se hiciera sencillo y previsible. Me sentía lleno de poder, como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado. Estuve sonriendo mientras volvía a pensar esto, mientras aceptaba perdonar la avidez final del campeón de basquetbol. El aire olía a frío, y a seco, a ninguna planta.
“Los adioses -escribe Pablo Rocca en su estudio introductorio- tiene algo de relato mítico por su planteamiento, y el encubrimiento de las identidades que tiende, al menos desde ciertos ángulos, a la búsqueda de la universalidad, a la «aventura del hombre», para decirlo con un sintagma que colonizó la interpretación durante décadas.” Y añade más adelante que “Los adioses bucea en un relato que escatima más de lo que muestra, que rechaza asociarse a un mensaje claro y positivo.”
En un texto iluminador de Wolfgang A. Luchting (“El lector como protagonista de la novela”) que suele incorporarse como prólogo o como epílogo de las ediciones de Los adioses, se revelan las claves de ese juego de escamoteos y engaños con el lector y con el punto de vista que son el núcleo del relato. Pero también se deja abierta la posibilidad de dar otra vuelta de tuerca y otra interpretación del ambiguo triángulo que forma la relación del hombre con las dos mujeres: “¿qué pasa -se preguntaba Luchting- si la muchacha no es la hija del hombre? ¿Si este le ha mentido a la mujer, fuese solo para tener su tranquilidad y, por supuesto, para mantener sus amores con las dos?”
Onetti respondió a ese breve ensayo con una página, “Media vuelta de tuerca”, que asumía la lectura de Luchting e iba un paso más allá para que la ruleta de la lectura siguiera girando, para volver a abrir un abismo de ambigüedad y perplejidades en el lector. Escribe Onetti en ese texto, incorporado ya indisolublemente a la novela como una coda que en esta edición se reproduce en el Apéndice:
Luego de leer inevitables interpretaciones críticas y escuchar en silencio numerosas opiniones sobre «Los adioses», comprendí que había omitido una vuelta de tuerca, tal vez indispensable. Para mejor comprensión o para que todo quedara flotando y dudoso. Ahora surge desde Lisboa Herr Wolfgang Luchting, escribe sobre el libro con una gracia de profundidad que nada tiene de teutona y al final del estudio aventura, sorprendentemente, una media vuelta de tuerca que nos aproxima a la verdad, a la interpretación definitiva. Pero sigue faltando una media vuelta de tuerca, en apariencia fácil pero riesgosa, y que no me corresponde hacerla girar.
Lo importante es que gracias a Herr Luchting, mi amigo y cofrade, nos vamos acercando.

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