Mozart en movimiento
Puede que no haya noches más tensas que las de estreno. Son muchas las cosas que tienen que salir bien. La pintura del telón de fondo tiene que haberse secado, la garganta de la soprano debe estar libre de infecciones y el tenor de ataques de ira que lo distraigan demasiado. Los músicos de la orquesta han de asegurarse de que las cuerdas o lengüetas de sus instrumentos se comportarán como es debido. Deben haberse distribuido suficientes copias de la partitura y todo el mundo ha de saber qué gran aria se ha suprimido en el último momento. Grandes sumas de dinero revolotean en torno a esa sustancia etérea que compone la representación musical. A quien no tiene mucho que hacer le aguarda una tensión inquietante, pero, en general, todo el mundo está demasiado ocupado. Nadie puede controlar la reacción del público, aunque a veces, en el siglo XVIII, se pagaba a algunas camarillas para que reaccionaran correctamente. En la época de Mozart a menudo no quedaba claro quién estaba a cargo de este caos deliberadamente generalizado; entre otras cosas, porque el cometido del director de orquesta no había alcanzado aún la definición que obtendría más adelante. A medida que sonaban las primeras notas de la función, un mundo social diverso se disponía a adentrarse en el drama y la música.
En el otoño de 1787, un promotor teatral llamado Pasquale Bondini bien pudo haber estado al mando, o no, de una noche como esa. Gestionaba la compañía de ópera del recién construido teatro Nostitz, en Praga, y el éxito, ese mismo año, de una representación de Le nozze di Figaro (Las bodas de Fígaro) lo llevó rápidamente, junto con su codirector, a encargarse de la nueva ópera de Mozart. Al parecer fue el propio Mozart quien se sintió atraído por la figura de don Juan y los viejos cuentos populares españoles sobre su lasciva trayectoria, que ya habían inspirado varias versiones literarias y operísticas a lo largo del siglo. Praga había adorado la ópera de Mozart, desenfrenadamente expansiva y vertiginosamente original, sobre el rebelde criado Fígaro, así que debió de parecerle un buen lugar al que acudir con una reinterpretación aún más drástica de las posibilidades culturales de su mundo. El compositor era un ídolo local en Praga, en un momento en que Viena y él no sabían hasta qué punto seguían entusiasmados el uno por el otro. Escribir la ópera para otro lugar que no fuera la capital del imperio podría haber parecido una retirada, de no haberla aprovechado para dar un salto hacia una mayor libertad artística, y su popularidad en Bohemia debió generar un ambiente favorable, además de incrementar las expectativas para la noche del estreno. En Don Giovanni, su fusión de elegancia y fogosidad habla, con una franqueza casi dolorosa, de un deseo artístico tanto por sintetizar su cultura como por hacerla avanzar.
Esa primera noche debió ser bastante difícil localizar a Mozart, un hombre pequeño e indistinguible, atrapado en una maraña de necesidades y conductas, apenas visible una vez que hubo tomado las riendas de la música y su oscura creación empezaba a desplegarse. La ópera se desarrolla a través de convenciones y referencias del siglo XVIII, pero la partitura no podía ser más inconfundiblemente suya, por la manera en que trata tales convenciones y referencias, con una libertad desmesurada que las hace brillar. La frenética energía que desplegaba cada día le ayudaba a mantenerse libre de cualquier nerviosismo excesivo, incluso en las mayores noches musicales. Pero el desbordante entusiasmo entre el público y la orquesta parece haber sido especialmente determinante en el estreno de Don Giovanni, sobre todo después de los muchos contratiempos y retrasos que no redujeron la sensación de que algo importante se avecinaba. La virulenta ferocidad con la que se inicia la obertura muestra lo mucho que en la ópera está en juego. La tensión nerviosa se hace patente para todo aquel que la escuche. Algo nuevo se movía en la ópera, pero sus innovaciones estaban ocultas y gobernadas por el atavismo y un suntuoso sentido de las convenciones. Las primeras audiencias se mostraron eufóricas a la vez que desconcertadas.
Así comienza el primer capítulo de Mozart. Su obra y su mundo en constante movimiento, del ensayista y poeta inglés Patrick Mackie, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg con traducción de Javier Roma.
En movimiento es el título de ese primer capítulo. Una expresión que figura también en la buscada paronomasia del título original en inglés, Mozart in Motion.
Centrado en la noche del estreno en Praga de la ópera Don Giovanni, es el primero de los veinticinco capítulos que, como ese, se centran en otras tantas composiciones y en los momentos y episodios biográficos de Mozart vinculados con cada pieza musical.
Patrick Mackie ha construido de esa manera en tres partes un libro monumental que aborda con vocación de totalidad la interrelación entre la peripecia vital y la evolución de la obra de Mozart, entre su temperamento y su creatividad, sobre el telón de fondo del agitado contexto histórico y cultural del vibrante siglo XVIII, con una admirable profundidad de análisis en lo humano y en la disección técnica de cada una de las veinticinco piezas escogidas.
Un párrafo como el siguiente es un buen ejemplo de cómo integra Mackie en su mirada global sobre Mozart y su mundo artístico y personal todas esas perspectivas:
Mozart surgió de dos mundos históricos, suspendido entre un profundo pero escéptico apego al mosaico de cortes y jerarquías, que conformaban la Europa en la que emergió, y profundas insinuaciones de las versiones de libertad, individualidad y poder que estaban en camino. A veces dichas insinuaciones eran eufóricas y otras turbulentas. Mozart era profundamente convencional, aunque espoleado por excesos de originalidad. Era muy ambicioso, aunque despilfarrara tanto el dinero como su genialidad creativa; un bromista que también era capaz de una profunda solemnidad y una gran seriedad moral. Si queremos saber cómo vivir en medio del suspense histórico, o cómo ser serios y joviales a la vez ante los dilemas de nuestra vida, eso es precisamente lo que pretende mostrarnos la música de Mozart. Si bien podía parecer una persona desconcertante e irresponsable, su música llegó a responder intrincadamente a opacas presiones históricas, y al pathos de las aspiraciones y la decadencia humanas. El mundo de Mozart estaba en juego, lo llevaba todo a debate, desde la óptica hasta las regulaciones en el comercio del cereal y el dilema moral del lujo. Los jardines de recreo rococó y los bailes de máscaras impulsaron una determinada visión de la modernidad, mientras que el fervor reformista y los inicios de la ciencia política moderna impulsaron otra, y otra también las conspiraciones revolucionarias y la descomunal expansión del poder estatal. La música de Mozart está impregnada de un entusiasmo inquebrantable por lo nuevo, pero también anhela la integración y la coherencia. Mozart participaba de la modernidad en el momento de su surgimiento, y no sólo nos habla del mundo en el que trabajó, sino también de cómo hemos seguido tambaleándonos desde entonces y cómo vivimos ahora.
Y así vemos a Mozart en el París de 1778, adonde fue a probar suerte tras haberlo intentado antes en Salzburgo, Munich o Viena, con la creatividad apasionada de la Sonata para piano en la menor, que, entre la desilusión y la esperanza, entre la soledad y el fulgor creativo, coincidió con la enfermedad y la muerte en julio de su madre, que lo había acompañado en aquel viaje.
Y así también se relacionan la pintura y la música: la Mujer en el columpio de Fragonard, la Serenata en do menor y el placer como reivindicación del Rococó y el laberinto ilustrado con los Cuartetos dedicados a Haydn, porque “tal vez la audacia de la Ilustración es la que hace que los Cuartetos de Mozart sean audibles, ese atrevimiento saber el que nos impulsa Kant y que no se puede reducir a ningún conjunto fijo de ideas.”
Otros capítulos abordan temas y obras como el piano errante y la Fantasía en do menor (“la más anómala y la más sobrecogedora de todas las obras de Mozart para teclado”); la astucia artística de Las bodas de Fígaro, entre lo fácil y lo difícil, entre el fervor revolucionario y el fondo conservador de una ópera cómica envuelta en la potente expresividad de su música pletórica y en un admirable equilibrio formal, “de modo que lo que prevalece es la más extraña e incandescente fusión de anarquía y tranquilidad”; la libertad creativa y la belleza convulsa del trepidante Don Giovanni y la fusión entre el protagonista y el músico, “unidos por los enigmas y éxtasis propios del deseo, y sin duda por sus inconvenientes” o la muerte de su padre y la presencia espectral del fantasma del Commendatore al final de la ópera; la generosidad sinfónica de las Sinfonías en mi bemol, en sol menor y en do mayor, tres obras que “poseen la estabilidad exuberante que la variedad obtiene de la exhaustividad. […] Está claro que su enorme fuerza artística y compositiva está motivada, en parte, por la indecisión y la fragilidad que, aquel verano [de 1788], atravesaban por su vida. No sabía hacia dónde se encaminaba su existencia, pero su música podía crear propósitos y satisfacciones infinitas”; Così fan tutte y la complejidad de las relaciones de pareja, porque “la alteridad humana es una de las mejores y una de las peores cualidades del ser”; la relación de Mozart con Werther y su respuesta al suicidio con el personaje de Papageno en La flauta mágica, de la que Goethe estrenó un montaje lleno de admiración por Mozart en enero de 1794.
Y finalmente, como es natural, el inquietante, inacabado y fragmentario Réquiem, que “tiene claro que estar de duelo implica estar vivo; la obra es de una viveza abrumadora.” Sobre el Réquiem escribe Patrick Mackie:
Por supuesto, el Réquiem lleva siglos inspirando teorías extravagantes, y puede que esta sea simplemente otra más. La enfermedad fatal de Mozart a finales de 1791 fue repentina, rápida y confusa, y las extrañas circunstancias en torno al Réquiem se vieron envueltas en la atmósfera de angustia y opacidad que rodeó su muerte. Enfermó de gravedad a mediados de noviembre, con la llegada del invierno y las noches que se alargaban. Los primeros síntomas fueron terribles hinchazones en pies y manos. Probablemente durante varias semanas había estado trabajando en el Réquiem de manera intermitente, y nada en la obra parece indicar que fuese una tarea fácil. Durante buena parte de octubre estuvo sin Constanze, que seguía con su tratamiento en Baden-Baden, y la representación de La flauta mágica le tenía preocupado. Las cartas que le escribió a su esposa eran bastante alegres a medida que la popularidad de la ópera era cada vez más evidente, aunque puede que tratara de animarla con pensamientos de placeres suculentos cuando le informa de que “acaba de comerse un delicioso trozo de esturión”, y acaba de pedir otro.
Quizá Mozart nunca supo nada sobre quién encargó el Réquiem; quizá haya algo de verdad en las historias sobre una cierta paranoia que le provocaba el no saberlo, mientras su salud empeoraba y los días se acortaban. La versatilidad intermitente e irregular del Réquiem intercala tumultuosos episodios con estallidos de calma y desánimo, como ocurre en los estados de salud vacilantes y también en un otoño de clima tempestuoso, turbulento. Conjeturas y especulaciones llenan las casas de los enfermos de gravedad, tal como han abarrotado nuestros relatos sobre sus últimas semanas y el propio Réquiem. De hecho, aquí la música se funda también en conjeturas magníficas, A medida que la pieza plantea sus hipótesis estilísticas sobre la vida, la muerte y la redención. Los muchos años de viaje frenéticos y ajetreos en el trabajo probablemente contribuyeron a debilitar los riñones de Mozart, y parece que murió a causa de una combinación de fiebre e insuficiencia renal. La creencia de la medicina de la época en la práctica de sangrías debió de ser especialmente perjudicial para alguien con tantas afecciones.
Era el final de un Mozart complejo y contradictorio, cuyo mundo interior sigue lleno de lagunas y de zonas oscuras que la música no ilumina, porque en su partitura falta la voz de la conciencia de lo vivido y de su elaboración artística.
Un Mozart consciente de la superioridad de su talento, irónico y distante ante la popularidad, indiferente a los honores y a la vanidad, que nunca aduló a la autoridad ni fue servil con títulos nobiliarios que para él no significaban nada.
Un Mozart que dedicó los últimos diez años de vida a componer piezas soberbias, pero sobre todo a reivindicar con ellas su libertad personal. Esos diez años de plenitud creativa fueron también los de un ejercicio de insubordinación e independencia que se afirmaba en la conciencia del propio valor. Fueron los admirables años decisivos en los que Mozart cayó en la pobreza como resultado de esa independencia creadora. Y así, el fracaso social y el aislamiento progresivo se convirtieron en el precio que pagó por su libertad y por una generosidad pocas veces correspondida.
Mozart fue uno de esos personajes excepcionales que parecen venir de la estirpe del ángel de la luz, alguien que no es de este mundo, sino un huésped de él, como lo llamó Einstein.
“Una persona con tanto talento -escribe Mackie- que puede ser adicta a complacer a los demás, o a ignorarlos o incluso desecharlos.”

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