24 noviembre 2025

Antología de mujeres poetas del surrealismo

 


Descendiendo a los abismos 
por escaleras lluvias doradas cúspides y rutilos
las verticales del sueño 
las más altas sembradas en todas las lenguas del mundo 
las demás en todas las simientes del mundo 
con sus horticulturas dentro 

mis propias lápidas en cada uno de mis restos 
                                                                       voy 
                               polen del polo negro

Ese poema, perteneciente a Hierba en la luna (1935), abre La llama ebria, la antología de mujeres poetas del surrealismo que llega hoy a las librerías. La publican en coedición Bartleby Editores y La Torre Magnética con edición bilingüe, coordinación y prólogo de Lurdes Martínez y traducciones de Eugenio Castro y Jesús García Rodríguez.

La autora de ese poema y de ese libro, publicado en uno de los años cenitales del surrealismo, es Valentine Penrose (Mont de Marsan, 1898- Chiddingly, 1978), una de las voces más potentes de las que se recogen en esta antología.

Una amplia muestra que reúne textos de diecinueve voces femeninas de distintas generaciones, diversas lenguas y diferentes tradiciones culturales unidas por un rasgo común: su pertenencia a la estética surrealista, interpretada con los matices temáticos y estilísticos propios de cada una de las poetas presentes en esta selección.

Diecinueve voces individuales que ofrecen un panorama estético plural, una cordillera de alturas dispares, de diferentes grupos generacionales (la mayor, Claude Cahun (1894), la más joven, Aase Berg, 1967), de diferentes procedencias: de Estambul a Buenos Aires, de Chicago a Estocolmo, de Nantes a Londres o de Berlín a Santiago de Chile.

Afortunadamente, como reconoce en su prólogo Lurdes Martínez, esta no es una antología adscrita a la  perspectiva de género,  porque “la perspectiva de género se acerca a las mujeres surrealistas sin comprenderlas. […] El esfuerzo del feminismo académico en la revalorización de las mujeres surrealistas es encomiable, pero, al dar preeminencia a su victimización, al enfrentamiento con sus camaradas, a la segregación del propio movimiento y confinamiento de su obra en el llamado ‘arte de mujeres’, ha confundido su objetivo y enemistado a las surrealistas con el surrealismo. Tanto es así que algunas como Annie Le Brun, Meret Oppenheim, Anne Éthuin o Dorothea Tanning se han opuesto a participar en exposiciones o antologías dirigidas por la batuta de la crítica de género.”

Porque el criterio selectivo (mujeres poetas del surrealismo) es tan aceptable o tan discutible como cualquier otro que se hubiera podido elegir: procedencia geográfica, tradición lingüística, criterio generacional o temático…

Y porque al final lo verdaderamente interesante son las voces que suenan en un volumen como este, del que los problemas con los derechos de autor han dejado fuera a dos poetas tan interesantes como Meret Oppenheim y Nicole Espagnol.

“Una antología de poesía es siempre una invitación al descubrimiento, aunque los parajes que se ofrecen hayan sido antes desbrozados, dispuestas ciertas coordenadas y fijados ciertos puntos de anclaje. De este modo, al presentar ahora esta compilación poética de mujeres surrealistas, acompañamos al lector por caminos que pretenden allanar los escollos que toda travesía conlleva y despejar las incertidumbres que puedan suscitarse. Cada cual, no obstante, habrá de tomar aquí su propio rumbo de lectura”, escribe Lurdes Martínez, que en su prólogo fija las características que le dan un aire de familia a la estética del grupo seleccionado (escritura automática, onirismo, ímpetu experimental, insurgencia expresiva…), “una constelación de poetas atravesadas e inspiradas por el surrealismo, pasión y eje moral de sus vidas”, como reflejan las páginas que dedica a explorar la trayectoria individual de cada una de las poetas antologadas.

La llama ebria traza con la muestra de estas diecinueve surrealistas “un paisaje inconcluso, un horizonte que avanza” con textos como este de la francesa Laurence Iché (Saint Etienne, 1921- Galapagar, 2007), que se instaló -después de perder a su hija y a su marido en la Segunda Guerra Mundial- en España, donde se casó con el pintor Manuel Viola. 

Para arrancarle al sol sus uñas de luz 
y a las estrellas las agujas de su fijeza 
habría gritos de horca envenenada 
aunque yo solo oigo los galopes 
que dejan los bordes de las carreteras en las cunetas 
Y hete aquí sosteniendo dobladillos sin coserlos 
y que de las ofrendas que fluyen muy dentro de mí 
solo queda una pared que come piedras 
las páginas de un libro que han sorprendido a la cubierta 
o la impresión humeante de una película

                                                                 (Al hilo del viento, 1942)