25 noviembre 2025

El Partenón

 


“Ha sido divertido investigar y escribir este libro”, apunta Mary Beard en la página de Agradecimientos que cierra El Partenón, que acaba de publicar Crítica en su colección Tiempo de Historia con traducción de Silvia Furió.

Y esa diversión, como suele ocurrir con los libros de esta autora, se transmite al lector casi por capilaridad, porque sus siete capítulos son un memorable ejercicio ensayístico que combina amenidad narrativa y rigor documental. Con ese doble método Mary Beard emprende un recorrido generosamente ilustrado que aborda no sólo la historia del templo de Atenea que domina la cima de la Acrópolis, sino sobre todo la historia de sus metamorfosis funcionales (templo griego encargado por Pericles, iglesia catedral cristiana -Nuestra Señora de Atenas-, mezquita otomana, “la más hermosa del mundo” según un viajero inglés del XVII), de su recepción histórica y de su percepción cultural y personal, exponente de  tensiones entre el canon clásico y la ruina romántica, entre nacionalismo, colonialismo y universalidad, entre el pasado, el presente y el futuro.

“Porque -escribe Mary Beard- estudiar el Partenón es enfrentarse cara a cara con la fragilidad de nuestra comprensión del mundo griego y del romano y con los desafíos (o frustraciones, según el humor de cada uno) que deparan los intentos más simples de describirlo, y no digamos ya de explicarlo o tratar de entenderlo. En otras palabras, el Partenón ofrece una lección objetiva sobre estos seductores procesos de investigación, deducción, empatía, reconstrucción y pura especulación que son los rasgos distintivos de cualquier estudio de los clásicos y del pasado clásico.”

Por ese motivo, por la importancia de nuestra percepción del Partenón y su historia como parte esencial de nuestro entendimiento del mundo clásico, no es casualidad que el libro empiece con un capítulo -‘¿Por qué el Partenón podría hacerte llorar?’- al que pertenecen estos párrafos:

Cuando Sigmund Freud visitó el Partenón por primera vez en 1904, se sorprendió al descubrir que sí existía en realidad, «igual que lo aprendimos en el colegio». Le llevó algún tiempo armarse de valor para hacer la visita y describió con elocuencia las incómodas horas de indecisión que pasó en Trieste, tratando de decidir si coger el barco de vapor hasta Atenas o navegar hacia Corfú como había planeado en un principio. Cuando por fin llegó y subió hasta las ruinas de la Acrópolis, el placer se mezcló con el estupor. Era como si -o por lo menos así contó la historia- hubiera estado caminando junto al lago Ness, hubiera divisado al legendario monstruo varado en la orilla y se viera obligado a admitir que después de todo no era solo un mito. «Existe de verdad.»
[…]
A menudo sucede que incluso las maravillas de la cultura universal más aclamadas se tiñen de decepción cuando uno las tiene delante, cara a cara: la Mona Lisa es irritantemente pequeña; las Pirámides serían mucho más evocadoras si no estuviesen en los márgenes de los barrios periféricos de El Cairo y si no hubiera en el lugar establecimientos tan prosaicos como un Pizza Hut. No ocurre lo mismo con el Partenón. Contra todo pronóstico, el Partenón parece funcionar para casi todo el mundo y casi siempre, a pesar del sol ineludible, la muchedumbre, los guardias de seguridad tocando el silbato cada vez que alguien trata de salirse de la ruta prescrita en torno al yacimiento y, desde hace ya muchos años, el montón de andamios.
[…]
«Es el triunfo más inigualable de la escultura y la arquitectura que el mundo haya contemplado jamás», fue la tajante conclusión de Edward Dodwell en 1819, al poco de su regreso de tres viajes a Grecia. Cien años después, Le Corbusier, el profeta más famoso de la modernidad arquitectónica del siglo XX, siguiendo prácticamente el mismo guion basó su nueva visión de la arquitectura en la absoluta perfección del Partenón.

Pero frente a ese coro casi unánime de admiración, hay también voces discrepantes que reflejan la decepción que les causa la contemplación del monumental templo. O de sus restos, que son los que provocaron las lágrimas de Byron ante la Acrópolis. Lágrimas con las que se inaugura una tradición elegíaca ante la ruina, la destrucción o el expolio del friso y las esculturas de Fidias para el Partenón: la mitad se han reunido en un museo ateniense y casi el resto están en Londres, en el British Museum, desde comienzos del XIX. En total, “más de setenta y cinco metros del famoso friso esculpido que antaño recorría todo el edificio, así como quince de los 92 paneles esculpidos (o metopas) que originalmente estaban expuestos en lo alto, por encima de las columnas, y 17 figuras de tamaño natural que adornaban los frontones del templo.” Son los mármoles de Elgin, que se los vendió al gobierno inglés en 1816. Otra pequeña parte se expone en el Louvre.

“Los teóricos del arte más modernos de comienzos de la década de 1800 -recuerda Mary Beard- sostenían que el arte había alcanzado un estado de absoluta perfección en la Grecia clásica del siglo V a. C.; o, por lo menos, eso consideraban a partir de lo que los escritores griegos y romanos decían y por las posteriores copias romanas de las obras maestras anteriores.”

Y esa percepción cultural, especialmente abundante y elogiosa en los siglos XIX y XX, contrasta con las pocas referencias descriptivas -Pausanias y Plutarco- que conservamos de la época antigua. Eso no quiere decir que no las hubiera, sino que -pérdidas sobre pérdidas como las de la demoledora explosión de 1687- no se recogieron en los manuscritos medievales o renacentistas que pudieran haberlas conservado:

Del mundo antiguo tan solo se conserva una breve descripción del Partenón. Consiste en un único párrafo de la Descripción de Grecia escrita por un entusiasta viajero de mediados del siglo II d. C., casi seiscientos años después de la construcción del monumento. En un llamativo contraste al aluvión de elogios modernos, los escritores griegos y romanos se mostraron notablemente reticentes respecto al Partenón, aunque probablemente no tanto como nos lo parece hoy. A lo largo de los siglos se ha perdido una ingente cantidad de literatura clásica; de hecho, casi todo lo que los escribas medievales o sus patronos decidieron no copiar no ha sobrevivido, así de simple y así de aleatorio.

Además del acercamiento al Partenón como ejemplo del canon clásico, cualquier aproximación a su monumentalidad irá inevitablemente unida a la percepción del saqueo de sus esculturas. Ese es uno de los ejes del libro de Mary Beard, que afronta la controversia de la discutible reconstrucción del XIX o del expolio de  los mármoles de Elgin con lucidez y profundidad en un párrafo como este:

Gran Bretaña ha sido parodiada como una potencia colonial recalcitrante, desesperada por aferrarse a su botín cultural en sustitución de su imperio perdido; Grecia como una advenediza república balcánica, un estado campesino al que no se le puede confiar la custodia de un tesoro internacional. Los políticos se han subido y apeado del carro. Los sucesivos gobiernos griegos han encontrado en la pérdida de las esculturas del Partenón un oportuno símbolo de unidad nacional y en las peticiones de devolución una campaña de bajo coste y relativamente libre de riesgos. Tras largas demoras, se construyó un nuevo museo en Atenas con un espacio reservado para su regreso. Con igual diligencia, los sucesivos gobiernos laboristas británicos han olvidado las apresuradas promesas, hechas desde la oposición, de devolver los mármoles a Atenas tan pronto como accedieran al poder. Entretanto, en el fuego cruzado, han surgido todo tipo de cuestiones cruciales relativas al patrimonio cultural: ¿a quién pertenecen el Partenón y los demás monumentos de primer orden?, ¿deberían repatriarse todos los tesoros culturales o deberían enorgullecerse los museos de sus posesiones internacionales?, ¿es el Partenón un caso especial? y, si lo es, ¿por qué?”
[…] 
Estamos frente a un monumento por el que se ha peleado durante generaciones, que inflama pasiones y provoca la intervención de los gobiernos. En otras palabras, tiene el mérito adicional de ser algo sobre lo que vale la pena discutir. Es difícil resistirse a la incómoda conclusión: si no hubiera sido desmembrado, el Partenón nunca habría sido ni la mitad de famoso.