La vida aburrida de Immanuel Kant
Si prescindimos de la historia de su desarrollo intelectual y de los resultados de éste no necesitaremos mucho tiempo para exponer los hechos de la vida de Kant. Pues fue una vida excepcionalmente desprovista de acontecimientos y de incidentes dramáticos. Es verdad que la vida de cualquier filósofo está primariamente dedicada a la reflexión, y no a una actividad externa en el escenario de la vida pública. El filósofo no es un comandante en el campo de batalla, ni un explorador del Ártico. Y a menos que se vea obligado a tomar veneno, como Sócrates, o que le quemen en la hoguera, como a Bruno, la vida del filósofo tiende a ser poco dramática. Pero Kant no ha sido ni siquiera un hombre de mundo y viajero, como Leibniz. No salió en toda su vida de la Prusia Oriental. Ni tampoco ha ocupado la posición de dictador filosófico en la universidad de alguna capital, como más tarde Hegel en Berlín. Kant fue simplemente un excelente profesor de la universidad, nada célebre, de una ciudad provinciana. Ni tampoco tuvo un carácter de los que suministran inagotable caza a los psicólogos analistas, como es el caso de Kierkegaard o Nietzsche. En sus últimos años sus conciudadanos lo conocían por la metódica regularidad de su vida y por su puntualidad, pero a nadie se le ocurriría ver en Kant una personalidad anormal. Y, sin embargo, no será extravagante decir que el contraste entre su vida tranquila y sin acontecimientos y la grandeza de su influencia tiene ya de por sí una cualidad dramática.

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