10 noviembre 2025

Las confusiones del cadete Törless

   



Inmerso en sus pensamientos, Törless salió solo a dar un paseo por el parque. Era alrededor del mediodía y el sol de finales de otoño proyectaba pálidos recuerdos sobre prados y senderos. Törless se tumbó boca arriba, parpadeando y soñando vagamente, entre las copas desnudas de dos árboles que se encontraban frente a él.
Pensó en Beineberg. ¡Qué extraña persona! Sus palabras eran como si salieran de un templo indio en ruinas, plagado de ídolos espeluznantes y mágicas serpientes en escondites profundos. Pero ¿qué iban a poder hacer a pleno día en un internado de la moderna Europa? Y sin embargo, esas palabras, después de haberse prolongado durante una eternidad, como un camino sin fin y una visión general en mil vueltas, de repente parecían haber alcanzado una meta tangible.
De repente se dio cuenta, y fue como si esto ocurriera por primera vez, de lo alto que estaba realmente el cielo.
Fue como un susto. Justo encima de él brillaba entre las nubes un pequeño agujero azul, indescriptiblemente profundo.
Le parecía como si tuviera que subir hasta allí con una larguísima escalera. Pero, cuanto más penetraba y ascendía con los ojos, tanto más profundamente se retiraba aquel suelo azul y brillante. Y era como si tuviera que alcanzarlo y detenerlo con la mirada. Este deseo se le volvía angustiosamente intenso.
Era como si su vista, prolongada hasta el límite, lanzara miradas como saetas entre las nubes y, cuanto más lejos apuntaba, más cortas se quedaban siempre.
Törless pensó en ello. Intentó permanecer lo más tranquilo y racional posible. «Por supuesto que no tiene fin», se dijo, «sigue y sigue, sigue y sigue, hasta el infinito». Mantuvo los ojos en el cielo mientras decía esto como si estuviera probando el poder de una palabra encantada. Pero sin éxito; las palabras no decían nada, o más bien decían algo completamente diferente, como si hablaran del mismo objeto, pero de un lado diferente, extraño, indiferente.

En la espléndida traducción que Miguel Ángel Vega Cernuda ha preparado para Cátedra Letras Universales, ese es un fragmento central de Las confusiones del cadete Törless, de Robert Musil, un clásico contemporáneo imprescindible por su monumental e inacabada El hombre sin atributos. 

 Las confusiones del cadete Törless fue la primera novela de Musil. La publicó a los 26 años, en 1906, y una perturbadora Bildungsroman, una  novela de formación de base autobiográfica sobre la entrada en la vida adulta de un taciturno escolar adolescente a través de su experiencia en un internado militar de Moravia,  en un rincón al este del Imperio austrohúngaro, en donde el propio Musil estuvo tres años.

Un establecimiento siniestro, un infierno de crueldad y sadismo que acaba sacando a flote la sensualidad pervertida y asesina del protagonista, el desengaño y la pérdida de las ilusiones, la pasividad ante las víctimas, la violencia y la degeneración del individuo, la desintegración del yo y la brutalidad de un trío de cabecillas acosadores, Beineberg, Reiting y el propio Törless, que tienen como víctima a Basini, torpe, afeminado y débil.

Hoy sigue siendo una novela dura. En su época fue además una novela escandalosa porque, frente a la corrección política y el silencio hipócrita, Musil proyectaba en ella, con el apoyo de la psicología experimental y el psicoanálisis, el crudísimo análisis social de un mundo caótico y autoritario..

A partir de las tribulaciones y confusiones del protagonista, del acoso y las vejaciones al débil, entre la afirmación personal, la homosexualidad adolescente, el poder, los abusos y la autodisolución de la identidad, la reflexión ética, confusa y asombrada, de un Törless desorientado tras la sucesión de episodios vividos en el internado resume el proceso de formación o deformación de un observador distante y frio como el propio Musil en su descubrimiento de la realidad:

En ese estado de ánimo se sentía feliz y hubo momentos en los que él lo añoraba.
Esto comenzó cuando se sintió capaz de volver a mirar a Basini con indiferencia y aguantar con una sonrisa el asco que le provocaban las cosas desagradables y rastreras de su conducta. Después fue consciente de que sucumbiría, pero a esto le dio un nuevo significado. Cuanto más feo e indigno era lo que Basini le ofrecía, mayor era el contraste con el sentimiento de delicadeza dolorosa que le seguía después.
Törless se retiraba a algún rincón desde el que pudiera observar sin ser visto. Cuando cerraba los ojos, surgía un impulso indefinido dentro de él, y cuando los abría, no encontraba nada con qué compararlo. Y, de repente, la imagen de Basini crecía y se apoderaba de todo. Pero pronto perdía todo su significado. Parecía no pertenecer a Törless ni referirse a Basini. Se veía totalmente rodeado de sensaciones como si fueran mujeres lascivas con túnicas cerradas y rostros enmascarados.
Törless no conocía ninguna por su nombre, no sabía lo que contenían; pero ahí era precisamente donde residía el embriagador poder de la tentación. Ya no se conocía a sí mismo; y fue precisamente a partir de ahí cuando su deseo creció hasta convertirse en un libertinaje salvaje y despectivo, como cuando de repente se apagan las luces en una fiesta galante y ya nadie sabe a quién arrastra al suelo para cubrirlo de besos.
  
Las confusiones del cadete Törless se desarrolla sobre un trasfondo filosófico y de reflexión moral de raíces kantianas. Hay que destacar que Musil se doctoró en Filosofía en 1908, solo dos años después de publicar la novela:

Y Törless no podía pensar sino en que los problemas de la filosofía habían sido finalmente resueltos por Kant y que la filosofía seguía siendo desde entonces una actividad inútil, del mismo modo que también creía que después de Schiller y Goethe ya no valía la pena escribir poesía.

Musil fue un autor atrabiliario del que Miguel Ángel Vega traza una breve prosopografía en la que resalta su compleja naturaleza intelectual y analítica, su actitud moralista y reflexiva, su temperamento posiblemente bipolar, su alternancia entre la depresión y la euforia.

Así resume su vida y su obra en la introducción de la estupenda edición de Las confusiones del cadete Törless: “El temperamento y las vicisitudes biográficas del autor (ingeniero, pedagogo, militar, periodista, crítico teatral, exiliado) no favorecieron su quehacer literario, que por lo demás estuvo mayormente centrado en la redacción de ese psicograma enciclopédico del «hombre sin atributos» de su tiempo: como Ulrich, el protagonista de la macronovela de ese título, Musil asistió a la decadencia del antiguo ordenamiento burgués; más tarde viviría la más salvaje guerra europea como oficial en el frente italiano y, tras unos años de ejercicio, por libre, de la creación literaria en Berlín y Viena, acabaría sus días, durante la apocalíptica II Guerra Mundial y tras un exilio voluntario en el oasis suizo, (mal)viviendo del ejercicio ocasional del periodismo y de la caridad pública y dedicado a la creación y al pulido de esa gran obra, al fin inconclusa, por la que se le respeta, se le estudia y que mayormente no se lee. Su obra es testimonio de un «vivir literario», de una actividad literaria que se pretende como terapia y se manifiesta más bien como manía. Como el de Kafka, el curriculum de Musil es una lucha por la vida que solo se expresa a través de la literatura.”

Miguel Ángel Vega inserta el Törless en el contexto de la «Jugendliteratur», literatura sobre jóvenes más que literatura para jóvenes, que había inaugurado el Werther goethiano más de un siglo antes: “En ese contexto de exaltación de lo juvenil -afirma-, no es de extrañar que el nuevo estilo de las artes plásticas viniera a titularse Jugendstil, «estilo de juventud». En fin, niños, adolescentes y jóvenes poblaban el mundo de la ficción que a través de ellos manifestaba, o bien el malestar cultural, o bien los nuevos patrones de comportamiento. La nueva moral de la que hablaba Musil.”

De esos nuevos patrones de comportamiento hablan estos párrafos, fundamentales para entender el sentido de la novela y la evolución del protagonista en su proceso de autodescubrimiento:

Incluso un cierto grado de libertinaje se consideraba varonil y atrevido, una audaz toma de posesión de placeres hasta entonces prohibidos. Especialmente si uno se comparaba con la respetable y rígida apariencia de la mayoría de los profesores. Porque entonces la monitoria palabra «moral» adquiría una ridícula referencia a hombros estrechos, vientres panzudos que descansaban sobre piernas delgadas y ojos que, como ovejitas, pastaban inofensivamente detrás de sus gafas, como si la vida no fuera más que un campo lleno de flores de edificante gravedad.
Finalmente, en el instituto nadie tenía ni conocimiento de la vida ni idea de todas esas gradaciones que van desde la mezquindad y el libertinaje a la enfermedad y la ridiculez, que es, sobre todo, lo que llena de repugnancia a los adultos cuando oyen hablar de tales cosas.
Todos estos frenos, cuya eficacia ni siquiera somos capaces de calibrar, eran los que a él le faltaban. Él había procedido en sus comportamientos de manera totalmente espontánea.
Porque en aquel momento todavía carecía de la resistencia ética, esa delicada capacidad intelectual que tanto valoró más tarde. Pero ya se estaba anunciando. Törless se equivocaba: veía por primera vez las sombras que algo que aún desconocía proyectaba en su conciencia y las confundía con la realidad. Pero tenía una tarea que cumplir consigo mismo, una tarea psicológica, aunque aún no fuera capaz de cumplirla.
Lo único que sabía era que había seguido algo todavía oscuro en un camino que conducía a lo más profundo de su ser interior. Estaba cansado. Se había acostumbrado a esperar descubrimientos extraordinarios y ocultos y con ello había entrado en los estrechos y escondidos aposentos de la sensualidad. No por perversión, sino como resultado de una situación mental momentáneamente sin rumbo.

***

Y aquella fina y melancólica sombra, aquel pálido aroma parecían perderse en una amplia, plena y cálida corriente: la vida que ahora se abría ante Törless.
Se había completado un desarrollo, el alma se había puesto, como un joven árbol, un nuevo anillo anual; este sentimiento abrumador, todavía mudo, excusaba todo lo que había sucedido.
A continuación, Törless empezó a repasar sus recuerdos. Las frases en las que, impotente, había contado lo sucedido, aquel múltiple estupor, aquella preocupación por la vida se volvían vivos y parecían agitarse de nuevo y ganaban contexto. Se extendían ante él como un camino luminoso, marcado por las huellas de los pasos dados a tientas. Pero todavía parecía que a aquellas frases les faltaba algo. No era, no, un pensamiento nuevo, pero todavía no expresaban a Törless en toda su vitalidad.
Se sintió inseguro. Y además tenía miedo de presentarse al día siguiente ante sus profesores para justificarse. ¡¿De qué?! ¿Cómo se suponía que iba a explicarles todo aquello? ¿Y aquel camino oscuro y misterioso que tomó? Si le preguntaran «¿por qué maltrataste a Basini?», no podría responderles que porque le interesaba un proceso en su cerebro, algo de lo que todavía hoy sabía poco, y frente a lo cual todo lo que pensaba le parecía insignificante.
Este pequeño paso, que lo separaba del punto final del proceso anímico que debía atravesar, lo asustó como si fuera un tremendo abismo.
Y antes de que cayera la noche, Törless se encontraba en un estado de excitación febril y ansiosa.