23 noviembre 2025

Una mano al otro lado de la ventana




Hoy hace justamente dos años, el 23 de noviembre de 2023, ingresaba voluntariamente Jorge Pérez Cebrián en el pabellón de Salud Mental del Hospital General de Valencia, donde permanecería recluido hasta el día 27. 

De esa experiencia al límite surgen las páginas de Una mano al otro lado de la ventana, que llega mañana a las librerías espléndidamente editado por Sonámbulos Ediciones en su colección Macasar Narrativa.

Sus textos en prosa y verso hibridan la narración memorial y autobiográfica, la poesía y el ensayo, el diálogo teatral y el diario confesional en la reconstrucción verbal de un ingreso por comportamientos suicidas y episodio depresivo intenso, tratado con poca eficacia por cuatro medicamentos que en su primer tratamiento hospitalario aumentan a seis por prescripción facultativa.

Depresión mayor crónica con mal tratamiento, ideas anticipatorias de fracaso, dificultad para las relaciones, sentimientos de minusvalía e ideas sobrevaloradas de inutilidad, ideación autolítica, anhedonia, buena resonancia afectiva, ideas suicidas con planificación parcial, buena conciencia de enfermedad…  Esos son algunos rasgos del cuadro clínico que presenta el paciente y que se aborda terapéuticamente, de acuerdo con él, con una intervención para optimizar las dosis de antidepresivos. 

Pero hay otro abordaje, de carácter literario, que es el que nos interesa aquí, porque da lugar a este libro, en el que la experiencia hospitalaria del aislamiento profiláctico del mundo se transfigura en materia literaria y en lugar propicio para la palabra sanadora, para la reflexión emocional, el conjuro de los recuerdos y el latido de las pulsiones, la alternancia del presente y el pasado o la purga del corazón desde la memoria de los tiempos (2013. Diciembre, 2015. Mayo, 2017. Agosto) y de los espacios: la casa de la hermana, la Calle Dolores Alcayde,1, la Corredera Alta de San Pablo, 14.

La salida del mundo exterior y el refugio en el mundo cerrado y seguro del hospital y en los límites de su espacio blanco habitable (la sala, la ventana, la consulta, la habitación compartida, las paredes, el comedor), la rutina reglada y rítmica de los horarios, la amenaza de las cuchillas y el recuerdo traumático de un suicidio frustrado unos años antes, las esporádicas salidas a la calle, las fracturas anímicas y el tabaco sin filtro, la visita del padre y la espera de la madre o los pacientes compañeros de reclusión son parte de esa laberíntica experiencia de recomposición personal de quien -nunca enajenado, siempre peligrosamente lúcido- se reconstruye también literariamente con la luz de las palabras en la oscuridad en Una mano al otro lado de la ventana:

Una habitación. Un hombre duerme en la cama de al lado. Me tumbo. Es alta y dura y tengo sueño. Sé que roncaría como solo pueden roncar los muertos pero miro, por ejemplo, a la ventana. Miro. Y sé que es mía a un tiempo y no esta noche. Me pregunto si le importará a la hierba o si solo crece. Levanto la mano y miro la oscuridad pasar entre mis dedos, casi definitivos. Y en este limbo pienso que todo fuera parece hondo como el sueño de un tigre y que, a oscuras, el vientre del tiempo es aún más blando. Me protejo con las sábanas y no me limpian. Me oculto, como un secreto que apenas turba el mundo.

No sé si Pérez Cebrián ha leído las memorables páginas de Foucault sobre el suicidio que cierran el primer volumen de su imprescindible Historia de la sexualidad. En todo caso, se sentirá más cerca de su enfoque individualista que del concepto del suicidio como hecho social que defendía Durkheim. Pero esto no es más que una nota al margen, sugerida por la lectura de este libro visionario y sanador en el que la recreación rememorativa del trauma mediante las palabras es indisociable de la ardua tarea de reconstrucción personal desde el mismo borde del abismo hasta la última cena.

Un libro que se pregunta y reflexiona, casi en el desenlace (“No vine aquí para curarme”), en estas líneas luminosas y desalentadas:

-Y cada día debo decidir que no será el día.
-¿No puedes sencillamente vivir como hace todo el mundo?
-Claro que sí. Y ocurrirá. Quizá durante días, semanas o meses. Pero esto también soy yo -señalo mi pulsera con mis datos sobre las cicatrices-. He de saber que no me he curado, que no me puedo curar, que en nadie debe pesar la responsabilidad de hacerlo.
-Vivirás enfermo, entonces.
-No hay otro modo. Pero sabré que no hay máscara tan gruesa para tapar mi rostro. Ni línea ni cicatriz que no reciba el azar en cada hora. Y eso es lo único importante. Atravesar el aire. Desgarrar la noche con los dedos y saber que cuando el tiempo acabe, el tiempo último que rinda cuentas a la nada, dirá entonces que fuimos parte de su nombre. Dirá que todos fuimos necesarios.

Perturbador y brillante, oscuro y luminoso a un tiempo, este es un irrepetible libro coral que, entre las voces de la presencia o la evocación del vacío y los silencios de las pérdidas, bucea en el riesgo penetrante de las aguas tenebrosas para emerger hacia la luz desde la fragilidad desorientada o para ceder la voz a los pacientes de otras habitaciones, que monologan con versos heridos y alucinados, como hace el mismo autor-paciente en el espléndido Tras un torbellino:

Y dime, hijo del hombre:
                                    ¿no te basta? 
Alza los ojos, 
fruto del caos y de la noche, de 
¿no ves el carro? 
¿Su ardiente arenga alzarse todavía? 
¿Las hojas que se dan a su llamada? 
Ciñe, como varón, tus lomos,
y di si ha sido en vano
el intrincado mecanismo 
de los días, 
la garganta del mirlo, las esferas, 
la innumerable industria de tu cuerpo, 
la luz que condesciende a tu mirada.
Di 
si es que no basta.
Si no basta la sangre de los héroes, 
el óxido, 
los gritos y el silencio de la historia.
Pero ve, 
busca en tus venas tu tesoro, mira: 
sólo eres una sílaba olvidada 
que sin saber por qué pronuncia «ahora». 

Y girarán los días 
y volverá el invierno 
y tejerá la savia otros ponientes.

Desplomará la aurora sobre el mármol 
un nombre que no es tuyo 
y eso es todo.

Marchitará en tu cuerpo la justicia 
y un mirlo cantará en otros jardines.
Será la vida.
Y no tendrá  tus ojos la belleza. 

De nada 
habrá servido 
el universo.

Versos potentes y regenerativos que anticipan esta mirada final, desde fuera y desde abajo, tras recibir el alta, a la ventana de la tercera planta del hospital:

   Miro el marco de la ventana. Pienso en los trozos del cristal y piso la hierba con cuidado.
   Camino entre palomas que recobran el vuelo y veo las flores que se mecen.
   Y sé que, a lo alto, mujeres y hombres sin sueño vigilan estas manchas diminutas.
   Que alguien las protege para que el mundo siga girando.
   Para mantenernos dentro. 
   Sueñan.
   Y con la mano en el cristal ven estas flores brillar abajo.
   Tan blancas, tan lejanas como estrellas.
 
Había ingresado un jueves y le dieron el alta el lunes siguiente, el día de la semana más propenso a la desolación otoñal de finales de noviembre. Señal de que iba bien encaminado, como demostraría muy poco después con su asombroso Pero nunca los huesos de las aves, que le ha colocado en un alto lugar de la mejor poesía española actual. Algún poema de ese libro nació en este episodio hospitalario.