Antología poética de Quevedo
Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.
Solo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Del último verso de ese espléndido soneto de Quevedo, A Roma sepultada en sus ruinas, procede el título de la amplia antología de la poesía quevedesca que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial con selección, introducción y notas de Rodrigo Cacho Casal.
En ese oxímoron entre lo fugitivo y lo permanente vive siempre la poesía de Quevedo, un poeta mayor que se mueve siempre, como todo lo barroco, en el territorio del desgarramiento afectivo: entre lo ideal y lo material, entre lo escatológico y lo sublime, porque -como escribe Rodrigo Cacho en su Introducción- “la desbordante abundancia de la obra quevediana se mueve en un espacio fluido y ambiguo, y pese a la cantidad de estudios que se le han dedicado desde el siglo XIX, la crítica todavía no se ha puesto de acuerdo sobre aspectos centrales de su estética e ideología. Sus escritos y sus palabras parecen contradecirse a menudo, tejiendo paradojas.”
Seguramente es inútil buscar centro o margen en una obra tan compleja, tan contradictoria como todo el ejercicio estético del Barroco, que fue en literatura y en las artes plásticas el arte del contraste y del claroscuro (vida/muerte; belleza/monstruosidad; luz/sombra; fuego/hielo). Un arte dinámico que permuta constantemente el centro y el margen, la realidad y la fantasía, la vigilia y el sueño.
Y precisamente esa condición dinámica y poliédrica de la escritura de Quevedo se refleja en la pluralidad temática y en la variedad de tonos y formas métricas que ofrece su extensa obra poética, que por cierto no reunió nunca en una edición en forma de libro.
Paradójicamente, Quevedo, que había sido el primer editor de la poesía de Fray Luis de León o de Francisco de la Torre, murió sin publicar en un volumen la suya propia, pese a que al parecer la tenía no solo prevista, sino también reunida y organizada, al menos en parte, en El Parnaso español, que se publicó póstumo en 1648, tres años después de su muerte, al cuidado de José González de Salas.
Hasta entonces su obra poética había circulado en copias manuscritas y a veces en impresos no autorizados, lo que explica el complicado laberinto de variantes textuales en el que se tienen que internar quienes pretenden editar la poesía quevedesca.
Esta antología ofrece un extenso repertorio poético quevedesco, extraído del Parnaso español o de Las tres Musas últimas castellanas. Segunda cumbre del Parnaso, que editó en 1670 su sobrino Pedro de Aldrete, y clasificado, como en ese volumen que recopiló su poesía por primera vez, en función de la temática tratada y de la estrofa utilizada (Poemas encomiásticos, Poemas morales, Poemas fúnebres, Poemas amorosos, Letrillas, jácaras y bailes, Poemas burlescos, Sonetos pastoriles, Silvas y Poemas religiosos).
“Este es, desde luego, mi Quevedo; tan personal y arbitrario como el de los otros editores que me han precedido en esta labor -afirma Rodrigo Cacho en la introducción de su estupenda antología-. Espero, no obstante, que pueda ser también el Quevedo de todos, y que estos versos despierten en los lectores las incontables emociones, iluminaciones y carcajadas que siempre me han regalado a lo largo de los años.”
Encabezada cada una de las secciones por una breve y esclarecedora introducción que resume los rasgos temáticos y estilísticos de cada modalidad poética, se respeta así la misma distribución temática que el propio Quevedo había previsto en El Parnaso español: con seis musas (Clío, Polimnia, Melpómene, Erato, Terpsícore y Talía) que se corresponden respectivamente con los seis primeros bloques temáticos. A esas seis musas se agregaron otras tres (Euterpe, Calíope y Urania) en la edición de Aldrete.
A esos textos se les añade en esta antología, minuciosa y sabiamente anotada, un apéndice que recoge un conjunto de sonetos satíricos y burlescos no incluidos en El Parnaso español. Textos que completan una selección muy representativa de la pluralidad de temas y registros de la poesía de Quevedo, que como decía Borges “es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.”
Está aquí el poeta que, aunque desconoció el amor, llevó el petrarquismo a una de sus cimas y escribió alguno de los mejores sonetos amorosos de la poesía española, como Amor constante más allá de la muerte, pero a la vez ridiculizó mitos como el de Apolo y Dafne en otro memorable soneto (A Apolo siguiendo a Dafne) que comienza con este cuarteto, tan explosivo que hace prescindible y olvidable el resto del soneto:
Bermejazo platero de las cumbres
a cuya luz se espulga la canalla,
la ninfa Dafne, que se afufa y calla,
si la quieres gozar, paga y no alumbres.
Ese mismo poeta burlón, ácido e inmisericorde que escribió alguna de las sátiras más crueles de la lírica en castellano es el grave poeta moral que avisa del paso del tiempo, el agudo ingenioso que dominó el idioma como pocos, el político crítico contra Olivares, el poeta en el que emergen las lecturas de la literatura clásica, de Séneca y el estoicismo cristiano de Justo Lipsio o de la tradición bíblica.
El poeta capaz de escribir estos dos sonetos tan magistrales y tan diferentes en su tono y su mirada:
ARREPENTIMIENTO Y LÁGRIMAS
DEBIDAS AL ENGAÑO DE LA VIDA
Huye sin percibirse, lento, el día,
y la hora secreta y recatada
con silencio se acerca, y, despreciada,
lleva tras sí la edad lozana mía.
La vida nueva, que en niñez ardía,
la juventud robusta y engañada,
en el postrer invierno sepultada,
yace entre negra sombra y nieve fría.
No sentí resbalar mudos los años
hoy los lloro pasados, y los veo
riendo de mis lágrimas y daños.
Mi penitencia deba a mi deseo,
pues me deben la vida mis engaños,
Y espero el mal que paso, y no le creo.
TÚMULO
Por no comer la carne sodomita
de estos malditos miembros luteranos,
se morirán de hambre los gusanos,
que aborrecen vianda tan maldita.
No hay que tratar de cruz y agua bendita:
eso se gaste en almas de cristianos.
Pasen sobre ella, brujos, los gitanos;
vengan coroza y trochos, risa y grita.
Estos los güesos son de aquella vieja
que dio a los hombres en la bolsa guerra,
y paz a los cabrones en el rabo.
Llámase, con perdón de toda oreja,
la madre Muñatones de la Sierra,
pintada a penca, combatida a nabo.
Y sobre todo, el poeta inimitable que llevó a la lengua española a una de sus alturas expresivas más portentosas en los ágiles octosílabos de sus letrillas y sus romances o en los solemnes endecasílabos de sus sonetos.
“Poeta sobre todo -afirma Rodrigo Cacho-, así lo entienden también los escritores hispanos de los siglos XX y XXI. No hay un gran poeta en castellano que no haya leído a Quevedo y que no se haya visto influido por él de alguna manera.”

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