Encuentros con los maestros neerlandeses
Creado en 1654, en su último año de vida, El jilguero de Fabritius ha dado pie a un sinfín de obsesiones. Fue uno de los dos cuadros que Théophile Thoré-Bürger, redescubridor de Fabritius y también de Vermeer, siempre quiso tener a su lado. Thoré-Bürger murió en 1869 y cuando su colección se vendió en 1892, el catálogo de la subasta decía: «Esta preciosa ave cantó para él, pero todos conocemos la triste senda de la vida, todos sabemos que todo debe terminar».
El jilguero transmite una sensación fatídica, algo que lo asemeja a una ofrenda votiva y que tal vez guarde relación con la temprana muerte de su creador. En 2013, Donna Tartt publicó una novela, El jilguero, sobre un chico que roba el cuadro después de que su madre muera en un atentado terrorista cometido en un museo. Es posible que cualquier otro cuadro famoso hubiera servido para los propósitos narrativos de Tartt, pero lo cierto es que el que eligió para aludir a la mecánica del destino era siniestramente pertinente.
Es inevitable que cualquier descripción de este óleo se quede corta. Es un cuadro de pequeñas dimensiones y pincelada rápida. Muestra un pájaro pardo y amarillo, a tamaño natural más o menos, posado encima de su comedero. Nada en él debería convertirlo en una obra inolvidable, pero eso es precisamente lo que es. Y cuando ves El jilguero percibes de forma inmediata que te hallas en presencia de ese algo inefable que los griegos llamaban charisma, de cuya raíz proviene también la palabra «gracia».
Es un atributo distinto de la belleza. Todos hemos conocido a personas bellas –un cabello precioso, rostros simétricos, cuerpos trabajados– que carecen de carisma. Quizá sean personas mezquinas, o estúpidas, quizá sean aburridas. Sea cual fuere el motivo, basta una breve conversación para hacer que todo interés decaiga. También hemos conocido a personas cuyo atractivo jamás se manifestará en una fotografía, pero que en la vida real son irresistibles.
Esos párrafos de Benjamin Moser forman parte de El mundo del revés, el espléndido acercamiento a la pintura holandesa que publica Anagrama con traducción de Albert Fuentes y con una magnífica portada inspirada en Los oficiales de la guardia de San Adrián, un cuadro de Frans Hals, que lo pintó en 1633.
Subtitulado Encuentros con los maestros neerlandeses y generosamente ilustrado con decenas de imágenes de alta calidad, El mundo del revés es una invitación a entrar con la mirada en la experiencia estética y en la percepción espiritual de la pintura holandesa a partir de sus cuadros más significativos: un mundo plástico inconfundible, de sutileza inquietante y oscuras simbologías misteriosas.
Todo había empezado cuando Benjamin Moser, recién instalado a sus veinticinco años en Holanda, se sintió como un extranjero que ingresaba en otro mundo estético y en otra dimensión moral. El estudio de los maestros pintores holandeses fue lo que le permitió recomponer ese mundo puesto del revés a través de las visitas de los grandes museos que acogían la pintura del Siglo de Oro holandés:
El descubrimiento de esas salas fue una de las revelaciones de mi vida. Tuvo un extraño efecto en mí. Descubrí que podía recorrerlas como quien visita una catedral o pasea por un bosque, y que saldría de ellas con la misma sensación que tenía después de una noche de sueño reparador o una larga carrera: más tranquilo, más feliz, más concentrado. También intuí que había algo en ellas que necesitaba saber.
Desconocía de qué se trataba. En cambio, sí sabía que hay lugares que te alegra haber visitado, aunque nunca sientas la necesidad de volver a verlos. Sí sabía que hay personas a las que es agradable conocer, con las que puedes disfrutar de una noche agradable, y a las que luego, sin hacerse mala sangre, no sientes la necesidad de volver a ver. Y sabía que hay sitios y personas que te dejan marcado a fuego. Quieres saberlo todo de ellos. Hacen que te enamores.
Así me hacía sentir el arte neerlandés. Al principio, percibí el placer, la belleza, de ese arte. Sentí el efecto que tenía en mí. Me tranquilizaba, me emocionaba; por extraño que parezca, conseguía tranquilizarme y emocionarme, las dos cosas al mismo tiempo. Pero no sabía nada de lo que estaba viendo. Empecé a tomar apuntes porque quería conservar todas esas impresiones. Sabes que te hallas ante un gran tema de estudio cuando te plantea más preguntas que respuestas: cuando te das cuenta de que el tema se vuelve cada vez más amplio cuanto más aprendes sobre él; cuando, a medida que vas aprendiendo, empiezas a sentirte cada vez más ignorante.
Al principio me avergonzaba de mi ignorancia. Me tenía por una persona con una formación intelectual razonablemente buena. Pero no tenía la menor idea de lo que estaba viendo. Mi trato con Rembrandt y Vermeer había sido superficial y periférico, y tal vez no habría profundizado mucho más en el tema si hubieran sido los únicos grandes artistas que había dado Holanda. Pero lo sorprendente del arte neerlandés es su abundancia. Cada vez que entraba en un museo, estaba seguro de que descubriría algo espectacular, creado por alguien de quien jamás había oído hablar.
Quise saber más. Me puse a leer. Fui a todas las exposiciones que pude. Poco a poco empecé a conocer esos artistas, y fue entonces cuando ocurrió algo. El proceso me recordaba a los dibujos de Scooby-Doo que veía de niño. En una casa encantada repleta de pasadizos secretos, el malhechor había recortado los ojos de una serie de retratos antiguos. La pandilla se internaba por esos pasadizos espeluznantes y los ojos de los cuadros empezaban a moverse.
Leí más, vi más y, al hacerlo, los cuadros empezaron a cobrar vida.
Una vida que había sido fijada hace siglos en aquellos cuadros y que se revela en la mirada apasionada e inteligente de Moser en las páginas de este libro que resume una intensa experiencia estética a través de diecisiete pintores.
De la asombrosa oscuridad del tempestuoso Rembrandt, maestro de las sombras y las tinieblas espectrales, a la luz misteriosa de Vermeer y su perfección sobrenatural que deslumbró a Proust; de la potencia plástica del prodigioso Jan Lievens, que murió pobre y olvidado, al trueno dramático que mató al magistral y enigmático Fabritius en pleno centro de Delft; de la infinitud de la luz en las iglesias transparentes de Utrecht que pintó Pieter Saenredam a los corrales embarrados de Paulus Potter y su mundo del revés; desde los acogedores interiores en paz de los hogares burgueses de Pieter de Hooch hasta los árboles trágicos y las llanuras de Jacob van Ruisdael; desde la musa muda de Hendrick Avercamp y sus cuadros de diversiones invernales a la vitalidad de un Frans Hals en la encrucijada de su miseria extrema en el Haarlem fascinante que retrató (y autorretrató) con colores brillantes en los grupos heroicos de sus ciudadanos; desde los magníficos bodegones florales de Rachel Ruysch, que transformó la ciencia en arte, al redescubrimiento del oscuro Adriaen Coorte y la emoción mística de sus naturalezas muertas con granadas y mariposas, Benjamin Moser recorre las obras más significativas de los pintores holandeses del siglo XVII.
Resume así una experiencia artística transformadora, de la que participará el lector a lo largo de los estupendos capítulos en los que se proyecta su mirada sobre los maestros neerlandeses que protagonizaron uno de los momentos más altos de la historia de la pintura.
“Al escribir sobre arte -afirma Moser- estaba intentando acceder, por la vía del texto escrito, a una nueva cultura. Al final terminaría dedicando mucho más tiempo a Fabritius o Metsu que casi cualquier otra persona en los Países Bajos, donde esos pintores por lo general no eran más que un nombre en una calle.”
La mirada profunda, aguda y persistente de Moser indaga en la pintura holandesa más allá de la superficie para encontrar significados más transcendentes acerca de la esencia humana y vital del arte, el sentido existencial de la creatividad artística, el éxito y el fracaso, la relación entre el artista y la sociedad de su tiempo o la función transformadora que ejerce el arte sobre las personas. Quien entre en las páginas de este libro entrará también en ese otro mundo del revés y tendrá ocasión de comprobar la potencia transformadora de la pintura en su propia experiencia de lector y de espectador privilegiado de una pintura asombrosa.
El mundo del revés es, además y por si fuera poco lo dicho, uno de los libros mejor editados del año que termina.

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