08 noviembre 2025

Cima de Cervantes







Sucedió pues, lector amantísimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía vestido de pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales; verdad es, no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.

Llegando a nosotros dijo:

-¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos, según la priesa con que caminan?; que en verdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez.

A lo cual respondió uno de mis compañeros:

-El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo qué pasilargo.

Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando, apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí, y, acudiendo a asirme de la mano izquierda, dijo:

-¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!

Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas. Y así, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije:

-Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino.

Hízolo así el comedido estudiante, tuvimos algún tanto más las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento, diciendo:

-Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.

-Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efeméridas de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado.

En esto, llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia.

Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla.

Tornéle a abrazar, volvióseme a ofrecer, picó a su burra, y dejóme tan mal dispuesto como él iba caballero en su burra, a quien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir donaires; pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que sé convenía.

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!

(Prólogo de Persiles y Sigismunda)

07 noviembre 2025

Negar de que algo

 



En cualquier caso, lo que esa noche iba a suceder, y ya había anticipado Ciro Caviedo en su gacetilla del Vigía y en las ondas, no era tan previsible como irrefutable si a fin de cuentas la Ciudad no se prestaba a ello, aunque nadie pudiese negar, ni siquiera los que ya se habían percatado, de que algo raro se les venía encima. 

Lo último que querría uno es ser un mono gramático-critico, pero no puede dejar pasar esa chocante construcción al final de un párrafo enmarañado, en la segunda página de la última y reciente novela de un académico de la lengua y Premio Cervantes.

Naturalmente, he dejado ya la novela, que parecía recuperar tiempos mejores, como un artefacto averiado. Por sus últimos antecedentes sospecho que hay más traspiés como ese o peores. Por cierto, no es Álvaro Pombo.

Tiempo, vida y fortuna de Saavedra Fajardo





“¿Fue Saavedra un hombre eminente en su época? Depende lo que entendamos por «eminente». Lo que sí creo es que fue un hombre con méritos más que suficientes para no caer en el olvido. Y generoso, pues se entregó sin reserva al servicio de una causa, la de la monarquía, en la que creía ya poco. Con defectos que reiteradamente le atribuyeron, orgullo, altivez, genio vivo, ¿fueron tales o, sobre todo, barreras defensivas? Lacónico, no solo en cuanto al estilo literario, sino como actitud estética, de lo que no cabe dudar es de su talla intelectual, aunque hubiera que esperar al siglo XVIII para que le fuera reconocida. Si eminente es una persona que destaca por su excelencia, es posible que ese adjetivo le hubiera sorprendido; si con el término se pretende distinguir al que persevera en sus objetivos y no se da por vencido, intentando cumplir lo que tiene encomendado, sea un acuerdo de paz o una obra de envergadura, don Diego lo fue, aunque se escondiera de sí mismo al entender la expresión Fama nocet en el sentido en que lo hiciera Alciato, no como reputación, sino como sinónimo de grandeza de ánimo”, escribe M. Victoria López-Cordón Cortezo al final de la Presentación de su biografía de Diego Saavedra Fajardo.

Entre la diplomacia y la literatura. Así transcurrió la vida y la obra de Diego Saavedra Fajardo (Murcia, 1584-Madrid, 1648), a quien M. Victoria López-Cordón le dedica una monumental biografía que publica Taurus en la colección Españoles eminentes, auspiciada y patrocinada por la Fundación Juan March para cubrir la laguna que en el campo de la historiografía española provoca la falta de biografías modernas.

Tiempo, vida y fortuna es el subtítulo de este volumen, que -con el minucioso rigor que acreditan sus páginas y corroboran las ciento cincuenta páginas que llenan sus notas- aborda la trayectoria vital e intelectual, literaria y diplomática de una figura esencial para entender la historia cultural, política y literaria del XVII español.

Su autora, catedrática de Historia moderna en la Universidad Complutense, atiende en su enfoque más a lo histórico y lo político que a lo filológico en torno a la significación de un hombre discreto que nunca quiso revelar mucho de sí mismo, ni siquiera en su abundante correspondencia, en la que suele ocultarse.

Como “un hombre de paz en tiempo de guerra” define María Victoria López-Cordón a Saavedra Fajardo, cuya labor como diplomático se orientó a la defensa de la paz y la neutralidad en la acción exterior de España en Europa durante los agitados tiempos de la Guerra de los Treinta Años. Una defensa coherente con su pensamiento reformista en torno al poder de la monarquía hispánica y a su gobierno y a la propuesta de un modelo de Estado cohesionado que hizo que su figura fuese redescubierta a mediados del siglo XVIII, que sus planteamientos se reivindicaran en el pensamiento político del siglo XIX y que fueran cada vez más abundantes los estudios sobre Saavedra Fajardo y más rigurosas las ediciones de sus obras.

Porque -escribe la biógrafa- “en sus logros y también en sus fracasos, don Diego fue un hombre de su tiempo, al que las circunstancias de la vida llevaron a estar en el ojo del huracán que azotó a Europa entre 1618 y 1648, una época en la que vivió en Italia y en Alemania, donde las consecuencias de la guerra se dejaron sentir de manera muy distinta.”

Organizadas en cinco capítulos con cuatro apartados cada uno de ellos, estas páginas abarcadoras arrancan de sus años oscuros de formación clásica en Salamanca y recorren su carrera como diplomático en una época compleja de constantes conflictos políticos y militares, su vida itinerante y su lenta trayectoria profesional, sus estancias en Italia -casi veintidós años en Roma- y en Alemania cuando todavía no eran estados unificados, sino un mosaico de repúblicas y ciudades-estado, escenario de conflictos políticos y de escisiones religiosas, su labor como publicista de Felipe IV y de la casa de Austria, su independencia de criterio, compatible siempre con la lealtad a la monarquia y con la evolución constante de su pensamiento político -porque Saavedra fue un posibilista que se adaptaba a las circunstancias para ofrecer respuestas a las necesidades y los retos de cada momento histórico-, el apoyo de Olivares y la posterior caída en desgracia en un brusco final con su cese como diplomático en Münster.

Se cerraba así una trayectoria vital, política e intelectual que esta biografía rastrea con minuciosidad y rigor documental: sus orígenes familiares murcianos, sus años en el seminario de la ciudad y su condición de discípulo del ilustre humanista y filólogo Francisco Cascales, los estudios de Jurisprudencia y Cánones en Salamanca, los primeros contactos en Valladolid con la corte, que se instaló allí por deseo de Felipe III entre 1601 y 1606, Año en que volvió a Madrid, su viaje a Nápoles, la mayor ciudad de Italia entonces, y su establecimiento en Roma, la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida, como letrado de  la embajada en la corte pontificia y secretario del cardenal Borja. Roma era en la práctica diaria de aquellos años agitados la mejor escuela de diplomacia en Europa y allí ejerció Saavedra Fajardo hasta 1632, como procurador y agente de Felipe IV, un papel pacificador en las tensas relaciones entre la monarquía y la Iglesia romana. 

Con el traslado de Italia a Alemania, su segunda etapa diplomática se desarrolló entre 1633 y 1646 en Baviera, Viena y Westfalia con cargo de plenipotenciario en la Conferencia de Paz en Münster, donde se firmaría la paz de Westfalia con el telón de fondo de los conflictos internos con Portugal y con Cataluña, protegidos por Francia. 

Tras su brusca caída en desgracia, volvió a Madrid como consejero de Indias y receptor de embajadores, un cargo que le recompensaba por su larga trayectoria de servicios al Estado en el exterior hasta su muerte el 24 de agosto de 1648.
 
En cuanto a la faceta literaria de Saavedra Fajardo, recuperado como escritor y pensador desde el siglo XVIII, ocupa toda su vida adulta, desde 1611 hasta su muerte en 1648, curiosamente el mismo año en que terminó la Guerra de los Treinta Años. Porque “hombre singular, Saavedra nunca separó sus obligaciones como representante del rey de su vocación literaria, acomodando en lo posible las unas a la otra, interrelacionándolas y sintiéndose por igual orgulloso de ambas. Aunque también fuera consciente de que a veces se interferían mutuamente.”

A esa actividad intelectual y al legado literario y político de Saavedra Fajardo se dedica el último capítulo del libro, titulado significativamente ‘Hombre de una generación’, porque lo sitúa en un conjunto más amplio de “un conjunto de individuos que presentan rasgos similares, procedentes no solo de sus vivencias personales o de sus capacidades, sino de las circunstancias que debieron afrontar con la pluma, la palabra o la espada. Hombres de actividades distintas, pero al servicio de la monarquía, insertos en un mismo marco cultural que, a su vez, contribuyeron a conformar. De alguna manera, todos ellos ejemplarizaron formas similares de pensar y actuar, de conducir sus vidas y de ironizar sobre ellas, de creer y defender su fe y, a la vez, sentir el escalofrío del escepticismo. Nacidos en un mundo en el que la casuística y la duplicidad eran la norma, en contexto de confrontación religiosa pero abierto a una progresiva racionalización del saber, en el que la historia se convirtió en los anteojos del presente y en un instrumento para los príncipes y gobernantes.”

A esa luz generacional y a la de la influencia de Tácito y del tacitismo español se examinan las reflexiones diplomáticas de sus monumentales Empresas políticas (1640) y la controvertida y compleja República literaria, más breve y muy pesada, cuya primera redacción inició en 1612 y que finalizó en su versión definitiva en 1643. 

Y finalmente se analizan en estas páginas las claves del pensamiento político de Saavedra Fajardo, su forma de servir y pensar la monarquía como hombre de Estado: una teoría y práctica del poder real que aborda desde la propuesta insuficiente del austracismo al regalismo, desde la reflexión sobre el sistema de gobierno al valimiento, entre la necesidad y la dejación, la conciencia del declive y las ideas para la reforma y la conservación, con la Europa de la paz y la guerra en el horizonte y una aguda crisis interna provocada por la situación en Cataluña y Portugal.

Cierra el volumen un muy útil índice alfabético, onomástico y temático, que permite la localización rápida de referencias a personas y obras relacionados con Saavedra Fajardo, su tiempo, su vida y su fortuna.



06 noviembre 2025

Según las últimas estadísticas

 








Antonio Colinas. Sepulcro en Tarquinia

 


05 noviembre 2025

Maestros Antiguos en Letras Universales

 


“No tan extravagante como su estilo, hosco en apariencia, superviviente de una enfermedad inacabable nacida a la vez de una carencia de afecto en su infancia dickensiana de internados, sanatorios, precaria salud y desamor, y de un debilitado pulmón, inquisidor mayor de Austria porque reniega de su viejo país en otro tiempo ilustre e influyente y ahora corrupto y negligente, adversario de una Iglesia católica connivente con el nazismo, lector de Schopenhauer y de algunos grandes nombres más, pero un lector somero, no un lector voraz, escritor sin biblioteca, obsesionado por el proceso creativo, el misterio del talento y las jerarquías del canon, artista tildado de bufón porque es el que sabe que el rey va desnudo, Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda, 1931-Gmunden, Austria, 1989) es un nombre mayúsculo del teatro contemporáneo y uno de los novelistas más excepcionales e influyentes del siglo XX. «Notario histriónico que da fe del absurdo de la Gran Tradición Cultural» desde la atalaya, el escepticismo iconoclasta y la condición postmoderna, su obra extensa y obsesiva radiografía el espíritu del hombre contemporáneo aquejado de soledad, persuadido de que el bienestar interior es difícil de alcanzar cuando las convenciones sociales nos adocenan, y resuelto a asumir que jamás alcanzará la eudemonía.”

Con ese potente retrato de Thomas Bernhard abre Javier Aparicio Maydeu, contagiado de la prosa del novelista austríaco, la Introducción con la que presenta su edición de Maestros Antiguos que, cuando se cumplen los cuarenta años de su primera aparición, acaba de publicar en Cátedra Letras Universales con la admirable traducción de Miguel Sáenz, su traductor de referencia en español. Una completa introducción que propone en la primera de sus dos partes un recorrido abarcador por la obra narrativa de Bernhard, por la temática recurrentemente nihilista de su sombrío universo existencial o por las claves tonales y rítmicas que sostienen su estilo reiterativo inconfundible y un mundo literario que tiene como centro el lenguaje.

Publicada en 1985, Maestros Antiguos fue una de las dos últimas novelas de Bernhard -la posterior Extinción, su despedida, vendría muy poco después- y, de una manera incuestionable, su cima y su cifra, porque en ella confluyen y alcanzan su versión más acabada los temas y las formas de su narrativa, uno de los ejemplos ineludibles de la posmodernidad en literatura.

Como una “grotesca y desabrida mirada a la cultura y a sus desengaños” define Javier Aparicio Maydeu Maestros Antiguos, a la que dedica en la segunda parte de su introducción un luminoso estudio (el largo alcance de su trama simple, su atmósfera claustrofóbica, sus tres personajes principales, la concentración espaciotemporal, su tono elegíaco, el papel del confidente Atzbacher como narrador-testigo, condición esta última compartida con el vigilante Irrsigler). Un estudio que completan sus notas, extensas y esclarecedoras, y una bibliografía escogida.

Con un formato mayor del normal en esta colección, esta espléndida edición incorpora como apéndice a la introducción un álbum de textos que contribuyen al contexto de Bernhard y Maestros Antiguos y un cuadernillo de ilustraciones que iluminan las referencias espaciales y pictóricas de la obra.

Mirada y estilo. Esas son las dos claves sobre las que se sostiene el opresivo y perturbador mundo literario de Bernhard. Una mirada acre y radicalmente crítica y sarcástica a la realidad, sostenida en el desaliento y la desesperanza y en el ejercicio de la escritura como forma de supervivencia y de redención: “En el fondo -aclaró Bernhard en una ocasión- sólo escribo porque hay muchas cosas desagradables.”

Mirada y estilo que acaban fundiéndose en la construcción de una prosa minuciosa, mordaz e hipnótica que envuelve al lector en una elaborada tela de araña, en una arquitectura narrativa sutil y resistente. Porque, como señala Aparicio Maydeu, “en Bernhard en el principio no fue el verbo sino la sintaxis. Y en su universo no gobierna el léxico sino el ritmo.”

No hay más que leer el vertiginoso comienzo de Maestros Antiguos para comprobarlo:

No estando citado con Reger hasta las once y media en el Kunsthistorisches Museum, a las diez y media estaba ya allí para, como me había propuesto desde hacía ya bastante tiempo, poder observarlo por una vez, sin ser molestado, desde un ángulo en lo posible ideal, escribe Atzbacher. Como él tiene su puesto por las mañanas en la llamada Sala Bordone, frente a El hombre de la barba blanca de Tintoretto, en el banco tapizado de terciopelo en el que ayer, después de explicarme la llamada Sonata La tempestad, continuó su exposición sobre El Arte de la Fuga, desde antes de Bach hasta después de Schumann, como él puntualiza, cada vez más inclinado a hablar de Mozart y no de Bach, tuve que tomar posiciones en la llamada Sala Sebastiano; así pues, muy a mi pesar, hube de aceptar a Tiziano para poder observar a Reger ante El hombre de la barba blanca de Tintoretto, y por cierto de pie, lo que no era un inconveniente, porque prefiero estar de pie a sentado, sobre todo para observar a la gente, y de siempre observo mejor estando de pie que sentado y como, efectivamente, al mirar desde la Sala Sebastiano hacia la Sala Bordone, haciendo uso de mi mayor agudeza visual, pude tener por fin realmente una vista lateral completa, no estorbada siquiera por el respaldo del banco, de Reger, que ayer, sin duda gravemente afectado por la depresión atmosférica que se produjo la noche anterior, conservó todo el tiempo su sombrero negro en la cabeza, es decir, una vista de todo el lado izquierdo de Reger vuelto hacia mí, mi propósito de estudiar a Reger por una vez sin ser molestado tuvo éxito.

“Libérrimo, febril, prolífico, provocador, vocacional hasta la médula, Bernhard ha escrito un universo inequívocamente suyo sustentado en un mundo hecho añicos tras la Segunda Guerra Mundial y una juventud infausta que lo encaminó hacia una suerte de enajenamiento sociopático que, digámoslo, jamás le impidió mirar el cielo azul del Mediterráneo o viajar por un mundo que hizo las veces de una torre de marfil en la que, pese a la reclusión sufrida por muchos de sus protagonistas, no se dejó encerrar. Una existencia de soledad y desasosiego cuyas sombras les traslada a sus personajes, que deambulan como su creador en un teatro en ruinas. Bernhard, el hombre sombrío envuelto en las brumas del desengaño, anclado en el pasado y descreído del futuro, el escritor azotado por una vida atormentada que lo empuja irremediablemente hacia lo autobiográfico -fragmentarios autorretratos en espejos convexos- en detrimento de lo libresco que, entre su desabrida personalidad y su inextricable estilo, se convirtió en autor de culto leído por igual por lectores esforzados, incondicionales de la mejor narrativa contemporánea y fanáticos de su figura y del halo que desprende”, escribe Aparicio Maydeu de Thomas Bernhard, sobre cuya obra recuerda oportunamente que está vinculada, más que a la tradición literaria alemana o centroeuropea, a un canon de literatura universal, la weltliteratur tal como la formuló Goethe. 

Un canon de cámara oscura, por decirlo con el título de la última novela de Vila Matas. Un canon oscuro, provocador y laberíntico, con un fraseo complejo y párrafos interminables, repletos de encrucijadas sintácticas y temáticas. Ese canon, que viene de Kafka y de Musil y pasa por Beckett, es también el de Juan Benet y el de Javier Marías, el de Gaddis y Krasznahorkai, el reciente Nobel húngaro, alumno aventajado en temas, en desolaciones y en maneras estilísticas de Bernhard. Por ejemplo, en la resistencia a utilizar el punto y aparte para articular el discurso en párrafos. Krasznahorkai ha señalado alguna vez que renuncia a utilizar el punto, porque es un signo reservado a los dioses.  

Y en ese canon, que más que estético es intelectual y moral, se inscriben obras maestras como Saúl ante Samuel, Tu rostro mañana, Tango satánico o Los reconocimientos, cuya relación temática con Maestros Antiguos y las limitaciones del arte como representación de la realidad es más que evidente.

Pues como uno de esos “fragmentarios autorretratos en espejos convexos” que unen al Parmigianino y a John Ashbery hay que leer también Maestros Antiguos, en la que se unen pintura y literatura, mirada y palabra para articular una novela imprescindible que tiene en esta edición su referencia canónica en castellano. 

Una mirada introspectiva y elegíaca al espejo de la pintura como la de Reger, el octogenario y gruñón protagonista, musicólogo y crítico del Times, cuando se mira especularmente en El hombre de la barba blanca, el cuadro de Tintoretto del Kunsthistorisches Museum de Viena en el que -explica Aparicio Maydeu- contempla “una paradigmática imagen del senex que el propio Reger es y en la que el propio Reger se refleja y que le sirve de objeto de meditación, de altar laico frente al que reflexionar, ejercer la introspección y ejercitar su memoria considerando desde el malestar y con acritud distintas cuestiones que atañen al orden social, al personal y, en mayor medida aún, al cultural.”


Una observación demorada, una mise en abyme que practica durante más de tres décadas en días alternos, siempre a la misma hora (“hacia las diez y media”), y que termina por descubrir sus defectos y las limitaciones de las obras maestras como medio de representar la realidad (“Todas las pinturas son espléndidas, pero ni una sola es perfecta”) y por cuestionar el sentido del Arte:

Dios santo, el Prado, dijo, sin duda el museo más importante del mundo en lo que a Maestros Antiguos se refiere, pero cada vez, cuando estoy sentado enfrente en el Ritz tomándome mi té, pienso sin embargo que el Prado tampoco contiene más que lo imperfecto, lo fracasado, en fin de cuentas sólo lo ridículo y diletante. Muchos artistas en determinadas épocas, cuando están de moda, dijo, se ven hinchados sencillamente hasta una monstruosidad que estremece al mundo; entonces, de pronto, alguna cabeza insobornable pincha esa monstruosidad que estremece al mundo y esa monstruosidad que estremece al mundo estalla y, de forma igualmente repentina, no es nada, dijo. Velázquez, Rembrandt, Giorgione, Bach, Hándel, Mozart, Goethe, dijo, y lo mismo Pascal, Voltaire, nada más que monstruosidades hinchadas de ésas.

Así lo explica el narrador Atzbacher:

Reger califica los cuadros que cuelgan aquí de las paredes de arte de encargo estatal, al que pertenece incluso El hombre de la barba blanca. Los llamados Maestros Antiguos sólo sirvieron siempre al Estado o a la Iglesia, lo que viene a ser lo mismo, así Reger una y otra vez, a un emperador o a un papa, a un duque o a un arzobispo. Así como el llamado hombre libre es una utopía, el llamado artista libre ha sido siempre una utopía, una locura, así Reger a menudo. Los artistas, los llamados grandes artistas, así Reger, pienso, son además los más faltos de escrúpulos de los hombres, mucho más faltos de escrúpulos aún que los políticos. Los artistas son los más hipócritas, todavía mucho más hipócritas que los políticos, así pues, los artistas del arte son todavía mucho más hipócritas que los artistas del Estado, vuelvo a oír ahora a Reger. Ese arte, al fin y al cabo, se dirige siempre al todopoderoso y al poderoso y se aparta del mundo, así Reger a menudo, ésa es su abyección. Miserable es ese arte y nada más, oigo decir ahora a Reger ayer, mientras lo observo hoy desde la Sala Sebastiano. En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza?, se preguntaba Reger ayer otra vez. Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y de finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla, dijo.

Y por si acaso el lector no estaba atento, por si no le quedaba claro lo anterior, añade:

Los, así llamados, Maestros Antiguos son, sobre todo si se contempla a varios seguidos, es decir, si se contemplan sus obras de arte seguidas, unos entusiastas de la mentira que se congraciaron con el Estado católico, lo que quiere decir con el gusto católico, y se vendieron a él, así Reger. En esa medida, nos encontramos sólo con una historia católica del arte completamente deprimente, con una historia católica de la pintura completamente deprimente, que siempre ha encontrado y tenido sus temas en el cielo y en el infierno, pero nunca en la tierra, dijo. Los pintores no han pintado lo que hubieran tenido que pintar, sino sólo lo que se les encargaba o lo que les facilitaba o les proporcionaba dinero o fama, dijo. Los pintores, todos esos Maestros Antiguos, que la mayor parte del tiempo me asquean más que nada y que siempre me han horrorizado, dijo, sólo han servido siempre a un señor, nunca a sí mismos y, por consiguiente, a la Humanidad misma. Al fin y al cabo pintaron siempre un mundo fingido que se sacaban de dentro, a cambio de lo cual esperaban obtener dinero y gloria; todos pintaron siempre desde esa perspectiva, por deseo de oro y por deseo de gloria, no porque quisieran ser pintores sino sólo porque querían tener gloria o dinero o gloria y dinero juntos. En Europa, sólo pintaron siempre entre las manos y para la cabeza de un dios católico, dijo, de un dios católico y de sus dioses católicos. Cada pincelada, por genial que sea, de esos llamados Maestros Antiguos es una mentira, dijo.

Reproduzco, para terminar, estas líneas en las que Javier Aparicio Maydeu resume el sentido de Maestros Antiguos: “es una reflexión sobre la senectud desde la atalaya del conocimiento, y a la vez una suerte de enmienda a la totalidad del arte y de sus presuntas virtudes, así como el desmentido en toda regla, la refutación, de su naturaleza balsámica, de su presunta función lenitiva. También es, fiel a la trayectoria narrativa y teatral de su autor e impulsada por una natural insatisfacción del individuo lúcido que ve más allá de las convenciones y la miseria moral de su tiempo, una nueva y demoledora crítica social, y la última invectiva contra su país, sus dirigentes, su educación y su dañina mentalidad pequeñoburguesa y la cultura como mito redentor. Maestros Antiguos es tanto un retrato de la vejez cuanto una enésima diatriba que se ensaña con el Estado y emprende una nueva guerra contra el cliché impugnando por igual […] los estereotipos culturales y la autocomplacencia de un mundo artístico que de un modo u otro está siempre presente en la obra de Bernhard, bien en forma de compulsivas referencias a grandes autores, bien en alusiones constantes al proceso creativo, o siendo la raíz de la historia relatada, como lo es la arquitectura en Corrección, la música en El malogrado, la pintura en Maestros Antiguos o el teatro en Tala, cuenta habida de que son escasas las obras narrativas del autor en las que no se entretejen distintas disciplinas artísticas bajo la mirada impostada de los filósofos que convoca siempre Bernhard a sus festines literarios.”



04 noviembre 2025

Claudio Magris. El Danubio

 


03 noviembre 2025

Alatriste. Misión en París

 


02 noviembre 2025

Ángel Olgoso. Estigia

 


01 noviembre 2025

Civilización y cultura



Cabría pensar que la civilización es algo funcional, mientras que la cultura no. Pero esta antítesis es demasiado simple. La civilización contiene numerosos fenómenos que carecen de finalidad concreta, como Sarah Palin, criar whippets o producir treinta marcas diferentes de dentífricos. La cultura, por contra, puede desempeñar distintas funciones. En muchas sociedades premodernas cumple una variedad de objetivos prácticos. En su sentido moral y artístico, puede ayudarnos a llevar una vida más rica. No obstante, hay una diferencia entre las actividades que tienen un objetivo externo y aquellas cuyos fines son internos. La palabra «praxis», que algunos izquierdistas emplean equivocadamente como sinónimo de «práctica», es más apropiada para describir el segundo tipo de actividad. El arte, el deporte y las borracheras en el pub con los amigos tienen una finalidad, pero esta no es externa a la actividad en sí misma, como tejernos un pasamontañas para robar un banco. Esa clase de actividades no nos llevan a ningún sitio. No cuentan como logros. No hay muchas personas que, cuando se les pregunta por sus habilidades al solicitar un puesto de trabajo, respondan «emborracharme con mis amigos».

Terry Eagleton.
Cultura.
Traducción de Belén Urrutia.
Taurus. Barcelona, 2017


31 octubre 2025

Chaves Nogales. A sangre y fuego

 


30 octubre 2025

Jorge Luis Borges. Un destino literario

 


29 octubre 2025

Antología poética de Marina Tapia

 

 


Feliz ocupación 
moverse en las estancias del vacío, 
hallar en su sosiego 
un verso diminuto que germina.

Con esos versos termina “Andadura”, el poema con el que abría Marina Tapia su libro Bosque y silencio, que establecía una conversación con el paisaje en busca de la belleza externa desde una mirada contemplativa a la naturaleza, desde ese lugar en el que se cruzan lo interior y lo exterior, la observación y la meditación, la reflexión sobre los límites de la poesía y la palabra, sobre el tiempo y la memoria.

Ese es uno de los diez libros sobre los que Marina Tapia ha elaborado una antología personal de su itinerario poético que ha titulado Mixtura y que publica Averso. 

La abre un prólogo en el que Juan José Castro afirma que “Marina Tapia es poeta de palabra vivida y significada, poeta de la tierra y el amor, poeta, en definitiva de la vida y, por tanto, verdadera.”

Entre el inicial 50 mujeres desnudas y el reciente Piedra que mengua, Mixtura ofrece un recorrido cronológico por la evolución de Marina Tapia y por la presencia en su obra de unas constantes temáticas que la propia autora enumera en su Nota inicial: “la naturaleza, el erotismo, la metapoética, la identidad femenina, los paisajes, el amor, el silencio o la errantía.”

Temas que han ido articulando sus diez entregas poéticas entre 2013 y 2024 con la proyección personal en el misterio vegetal de la naturaleza de Jardín imposible, con la cartografía sentimental de Islario o con la celebración de lo femenino de Corteza.

Son algunas manifestaciones de una voz que en Piedra que mengua, su último libro, explora una escritura telúrica en busca de las raíces de la propia identidad, un buceo simbólico en la memoria geológica sobre la que se sustenta un proceso posterior de elevación.

Imaginación y sensibilidad se conjugan en la voz de Marina Tapia y en su mirada plástica hacia el misterio del mundo para desarrollar una concepción de la poesía como búsqueda, como explica en los tres versos finales de “Tránsito al poema”, uno de los textos recogidos en esta antología personal:

Hoy sé que tu recuerdo echa raíces.
No dejo de buscar 
aquello que yo llamo poesía.



28 octubre 2025

Fray Luis. Orgullo y prestigio

 



Fieramente humano es el elocuente sintagma que ha elegido Sergio Fernández López como subtítulo de la magnífica biografía de Fray Luis de León que publica la colección Biografías de Cátedra.

 Porque, como señala en el último de los seis capítulos en los que ha organizado la obra, el dedicado a su temperamento en relación con su peripecia vital, “la intención ha sido no mostrar al hombre de cartón piedra, sino de carne y hueso, con su orgullo y su arrogancia, sus miedos y sus dudas. Quizá haya sido un esfuerzo en vano intentar explicar a la persona, no al personaje, y querer bajar el mito a lo cotidiano. Pero no hemos querido cejar en el empeño.”

“Habrá quien piense -escribe en el Prefacio- que reducir la figura de fray Luis de León a unas cuartillas sea un trabajo inútil y abocado al fracaso. Y seguramente no le faltará razón. Su inusual formación, su maestría poética, su proceso inquisitorial, sus controvertidas oposiciones, sus disputas en la orden o su labor en la corte son solo algunas cuestiones, puntas del iceberg de una vida que resulta múltiple, compleja e inabarcable para una persona. Afortunadamente, no he estado solo en esta labor. El esfuerzo de numerosos investigadores ha allanado el camino y desbrozado el grano de la paja, desde la prosa literaria de Jiménez Lozano a la documentación hecha estudio de Barrientos para averiguar la relación de Fray Luis con su universidad, pasando por las antiguas e incontables aportaciones de Santiago Vela, que, sin pretensión biográfica, bien podrían conformar, juntándolas, una nueva vida del agustino.”

Desde los orígenes familiares belmontinos de Fray Luis y la poca importancia de su origen converso, porque en aquellos años tanto él como sus familiares “se encontraban ya muy lejos de esos mismos orígenes, aunque ninguno de ellos los ignoraba. La información nueva que se aporta en este sentido, extraída tanto de pleitos públicos como de documentos privados, ponen de manifiesto el error en que se caería juzgando a Fray Luis e incluso a su padre, Lope de León, conversos o influidos siquiera por esa lejana ascendencia en sus quehaceres diarios.”

Hay hechos más determinantes de su biografía, de su quehacer intelectual y de su obra literaria: sus años de formación entre Salamanca, Soria y Alcalá, su ejercicio de la cátedra de Santo Tomás en la universidad salmantina, el ambiente enrarecido y las rivalidades académicas en el Estudio entre agustinos, dominicos y jerónimos, la crítica filológica de la Vulgata en tiempos peligrosos y la creciente enemistad con el teólogo y catedrático de griego León de Castro, la denuncia rencorosa de este y del dominico Bartolomé de Medina y el proceso por la traducción del Cantar de los Cantares al castellano desde el hebreo, su encarcelamiento en 1572 y la crisis física y espiritual de finales de 1575, su absolución en diciembre de 1576 y los últimos años como catedrático de Biblia, años de madurez y de producción impresa de tratados en castellano como el monumental De los nombres de Cristo, cima de la prosa renacentista española junto con la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina.

“Entre las ocupaciones de mis estudios, en mi mocedad, y casi en mi niñez -confesaba él mismo en el bellísimo prólogo-dedicatoria de su obra poética a don Pedro de Portocarrero-, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella, que por juicio o voluntad. No porque la poesía (mayormente si se emplea en argumentos debidos) no sea digna de cualquier persona y de cualquier nombre –de lo cual es argumento que convence haber usado Dios della en muchas partes de sus Sagrados Libros, como es notorio–, sino porque conocía los juicios errados de nuestras gentes, y su poca inclinación a todo lo que tiene alguna luz de ingenio o de valor; y entendía las artes y mañas de la ambición y del estudio del interés propio y de la presunción ignorante, que son plantas que nacen siempre y crecen juntas y se enseñorean agora de nuestros tiempos. Y ansí tenía por vanidad excusada, a costa de mi trabajo, ponerme por blanco a los golpes de mil juicios desvariados, y dar materia de hablar a los que no viven de otra cosa. Y señaladamente, siendo yo de mi natural tan aficionado al vivir encubierto, que después de tantos años como ha que vine a este Reino, son tan pocos los que me conocen en él, que, como V. merced sabe, se pueden contar con los dedos.”

Y Francisco Pacheco, quien sería suegro de Velázquez, lo retrató con estas palabras: “En lo natural fue pequeño de cuerpo, con debida proporción; la cabeza grande, bien formada, poblada de cabello algo crespo; el cerquillo cerrado; la frente, espaciosa; los ojos, verdes y vivos. En lo moral, con especial don de silencio, el hombre más callado que se ha conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos, con extremo abstinente en la comida, bebida y sueño; puntual en palabras y promesas, compuesto, poco o nada risueño. Leíase en la gravedad de su rostro el peso de la nobleza de su alma; resplandecía en medio de esto, por excelencia, una humildad profunda; con ser de natural colérico, fue muy sufrido, piadoso para los que le trataban”.

Pese a la serenidad que reflejan las liras de la Oda a Francisco de SalinasVida retirada o la décima A la salida de la cárcel, Fray Luis fue un hombre muy temperamental. Un hombre de carácter fuerte y hasta agrio en ocasiones, de recia voluntad y de una determinación de la que dio muestras tempranamente, cuando se opuso al destino del jurista que le había preparado su padre y eligió la vida de la oración y el estudio en el convento de la orden agustina en Salamanca.

Comenzó así a labrar su sólida formación intelectual: teológica y bíblica, filológica y lingüística, clásica y renacentista. Una formación que hace de su figura un modelo de referencia del intelectual humanista cristiano, rodeado sin embargo de mediocres envidiosos que le complicaron la vida y que hoy son apenas una nota al pie en la biografía del maestro.

Orgullo y prestigio, diríamos parodiando el título de la novela de Jane Austen. Así lo resume Sergio Fernández López:

Fray Luis se sentía élite y lo era. Esa convicción le hizo «arrimarse a los buenos»: Pedro Chacón, Juan del Caño, Felipe Ruiz, Francisco Salinas, Arias Montano… Y a apartarse a su vez de los torpes como de la peste. […] El maestro salmantino era superior a sus contrincantes y debía de ser sin duda consciente de ello. En una alarde de sinceridad durante su proceso, confesó que había sido su sabiduría la que lo había puesto en aquella situación y que ojalá no hubiese tenido tanto entendimiento. Incluso los teólogos que examinaron sus escritos eran ignorantes en comparación con el agustino. Fray Luis llegó a insultarlos y pedir con retranca que Dios les conservase la vista. […] Posiblemente, su complejo de superioridad y su exceso de confianza, que le hicieron minusvalorar a sus enemigos, se convirtieron a la postre en sus peores defectos y bien que los pagó.

Y añade estas líneas que completan un retrato profundo y a la vez cercano de Fray Luis: “Su proceso le produjo un profundo dolor. Pero Fray Luis era una persona orgullosa. La convicción de que había sido, como Job, un justo oprimido y perseguido tal vez le diese aliento por entonces. Se trató de una idea que repitió hasta la saciedad en sus escritos y poemas. No puede decirse que el conquense hubiese perdido la cabeza, si bien debe reconocerse que con el tiempo sufriría cierta manía persecutoria y vería más enemigos de los que llego a tener en realidad. No era nada extraño. En gran parte, lo habían vencido la necedad y la envidia, aunque el agustino no estuvo del todo libre de culpa. Como fuese, a Fray Luis le podía el coraje o la soberbia por entonces y no deseaba por nada mostrarse vencido. Además, no quería bajo ningún concepto darles el placer de que lo vieran sufrir.
[…]
La procesión iba por dentro. Sentía tanto dolor e indignación que quería desaparecer, que nadie lo hubiese visto «en tiempo alguno», como recogía uno de sus poemas. Pero esa misma rabia le hizo mostrarse otro ante los demás. El sufrimiento era un lujo que no se podía permitir y que dejaba para la intimidad. Por eso muchos de sus poemas trataban de la envidia, de la mentira o de la fuerza de la verdad, más que del padecimiento o la resignación.”

Seguramente ese debate interior explica el lema Ab ipso ferro, que el poeta eligió para las portadas de las obras que mandó imprimir tras su salida de la cárcel, después de cinco años de condena en un proceso inquisitorial en el que fueron decisivas las rivalidades entre órdenes religiosas (dominicos, jerónimos y agustinos) y en el que finalmente sería absuelto tras varios y penosos años de prisión. Aquel proceso y los quebrantos de la cárcel se acabarían convirtiendo en el acontecimiento decisivo en la vida de Fray Luis. Y tuvo también una inevitable y profunda repercusión en su obra, en la que hay un antes y un después de la experiencia de la prisión y de sentirse víctima de la injusticia y la envidia:

“Fray Luis -escribe Sergio Fernández López- fue tan listo para el estudio como torpe para la vida, pues parece mentira que no hubiese aprendido a sus años hasta qué punto podía llegar la envidia humana.”

Una biografía espléndida que, además de ofrecer un inmejorable análisis contextual de su obra, acerca al lector a su figura “fieramente humana”, colérica y rabiosa a veces, desengañada y desconsolada otras, a ratos melancólica, a ratos quijotesca, de quien, además de intelectual y traductor de primer orden, fue el primer poeta humanista español en lengua romance, el que fundió en sus versos castellanos -que no llegó a publicar en vida- la tradición bíblica, la poesía de Horacio y Ovidio y la de Garcilaso.

Pero el que aparece en estas páginas, hasta su muerte el 23 de agosto de 1591 en Madrigal de las Altas Torres, es siempre “un Fray Luis auténtico que casi puede rozarse con las yemas de los dedos.”  Un Fray Luis -concluye Sergio Fernández- que “tal vez no solo vivió en lucha contra los demás, sino también en lucha consigo mismo.”



27 octubre 2025

Mozart en movimiento




Puede que no haya noches más tensas que las de estreno. Son muchas las cosas que tienen que salir bien. La pintura del telón de fondo tiene que haberse secado, la garganta de la soprano debe estar libre de infecciones y el tenor de ataques de ira que lo distraigan demasiado. Los músicos de la orquesta han de asegurarse de que las cuerdas o lengüetas de sus instrumentos se comportarán como es debido. Deben haberse distribuido suficientes copias de la partitura y todo el mundo ha de saber qué gran aria se ha suprimido en el último momento. Grandes sumas de dinero revolotean en torno a esa sustancia etérea que compone la representación musical. A quien no tiene mucho que hacer le aguarda una tensión inquietante, pero, en general, todo el mundo está demasiado ocupado. Nadie puede controlar la reacción del público, aunque a veces, en el siglo XVIII, se pagaba a algunas camarillas para que reaccionaran correctamente. En la época de Mozart a menudo no quedaba claro quién estaba a cargo de este caos deliberadamente generalizado; entre otras cosas, porque el cometido del director de orquesta no había alcanzado aún la definición que obtendría más adelante. A medida que sonaban las primeras notas de la función, un mundo social diverso se disponía a adentrarse en el drama y la música.
En el otoño de 1787, un promotor teatral llamado Pasquale Bondini bien pudo haber estado al mando, o no, de una noche como esa. Gestionaba la compañía de ópera del recién construido teatro Nostitz, en Praga, y el éxito, ese mismo año, de una representación de Le nozze di Figaro (Las bodas de Fígaro) lo llevó rápidamente, junto con su codirector, a encargarse de la nueva ópera de Mozart. Al parecer fue el propio Mozart quien se sintió atraído por la figura de don Juan y los viejos cuentos populares españoles sobre su lasciva trayectoria, que ya habían inspirado varias versiones literarias y operísticas a lo largo del siglo. Praga había adorado la ópera de Mozart, desenfrenadamente expansiva y vertiginosamente original, sobre el rebelde criado Fígaro, así que debió de parecerle un buen lugar al que acudir con una reinterpretación aún más drástica de las posibilidades culturales de su mundo. El compositor era un ídolo local en Praga, en un momento en que Viena y él no sabían hasta qué punto seguían entusiasmados el uno por el otro. Escribir la ópera para otro lugar que no fuera la capital del imperio podría haber parecido una retirada, de no haberla aprovechado para dar un salto hacia una mayor libertad artística, y su popularidad en Bohemia debió generar un ambiente favorable, además de incrementar las expectativas para la noche del estreno. En Don Giovanni, su fusión de elegancia y fogosidad habla, con una franqueza casi dolorosa, de un deseo artístico tanto por sintetizar su cultura como por hacerla avanzar.
Esa primera noche debió ser bastante difícil localizar a Mozart, un hombre pequeño e indistinguible, atrapado en una maraña de necesidades y conductas, apenas visible una vez que hubo tomado las riendas de la música y su oscura creación empezaba a desplegarse. La ópera se desarrolla a través de convenciones y referencias del siglo XVIII, pero la partitura no podía ser más inconfundiblemente suya, por la manera en que trata tales convenciones y referencias, con una libertad desmesurada que las hace brillar. La frenética energía que desplegaba cada día le ayudaba a mantenerse libre de cualquier nerviosismo excesivo, incluso en las mayores noches musicales. Pero el desbordante entusiasmo entre el público y la orquesta parece haber sido especialmente determinante en el estreno de Don Giovanni, sobre todo después de los muchos contratiempos y retrasos que no redujeron la sensación de que algo importante se avecinaba. La virulenta ferocidad con la que se inicia la obertura muestra lo mucho que en la ópera está en juego. La tensión nerviosa se hace patente para todo aquel que la escuche. Algo nuevo se movía en la ópera, pero sus innovaciones estaban ocultas y gobernadas por el atavismo y un suntuoso sentido de las convenciones. Las primeras audiencias se mostraron eufóricas a la vez que desconcertadas.

Así comienza el primer capítulo de Mozart. Su obra y su mundo en constante movimiento, del ensayista y poeta inglés Patrick Mackie, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg con traducción de Javier Roma.

En movimiento es el título de ese primer capítulo. Una expresión que figura también en la buscada paronomasia del título original en inglés, Mozart in Motion.

Centrado en la noche del estreno en Praga de la ópera Don Giovanni, es el primero de los veinticinco capítulos que, como ese, se centran en otras tantas composiciones y en los momentos y episodios biográficos de Mozart vinculados con cada pieza musical.

Patrick Mackie ha construido de esa manera en tres partes un libro monumental que aborda con vocación de totalidad la interrelación entre la peripecia vital y la evolución de la obra de Mozart, entre su temperamento y su creatividad, sobre el telón de fondo del agitado contexto histórico y cultural del vibrante siglo XVIII, con una admirable profundidad de análisis en lo humano y en la disección técnica de cada una de las veinticinco piezas escogidas.

Un párrafo como el siguiente es un buen ejemplo de cómo integra Mackie en su mirada global sobre Mozart y su mundo artístico y personal todas esas perspectivas:

Mozart surgió de dos mundos históricos, suspendido entre un profundo pero escéptico apego al mosaico de cortes y jerarquías, que conformaban la Europa en la que emergió, y profundas insinuaciones de las versiones de libertad, individualidad y poder que estaban en camino. A veces dichas insinuaciones eran eufóricas y otras turbulentas. Mozart era profundamente convencional, aunque espoleado por excesos de originalidad. Era muy ambicioso, aunque despilfarrara tanto el dinero como su genialidad creativa; un bromista que también era capaz de una profunda solemnidad y una gran seriedad moral. Si queremos saber cómo vivir en medio del suspense histórico, o cómo ser serios y joviales a la vez ante los dilemas de nuestra vida, eso es precisamente lo que pretende mostrarnos la música de Mozart. Si bien podía parecer una persona desconcertante e irresponsable, su música llegó a responder intrincadamente a opacas presiones históricas, y al pathos de las aspiraciones y la decadencia humanas. El mundo de Mozart estaba en juego, lo llevaba todo a debate, desde la óptica hasta las regulaciones en el comercio del cereal y el dilema moral del lujo. Los jardines de recreo rococó y los bailes de máscaras impulsaron una determinada visión de la modernidad, mientras que el fervor reformista y los inicios de la ciencia política moderna impulsaron otra, y otra también las conspiraciones revolucionarias y la descomunal expansión del poder estatal. La música de Mozart está impregnada de un entusiasmo inquebrantable por lo nuevo, pero también anhela la integración y la coherencia. Mozart participaba de la modernidad en el momento de su surgimiento, y no sólo nos habla del mundo en el que trabajó, sino también de cómo hemos seguido tambaleándonos desde entonces y cómo vivimos ahora.

Y así vemos a Mozart en el París de 1778, adonde fue a probar suerte tras haberlo intentado antes en Salzburgo, Munich o Viena, con la creatividad apasionada de la Sonata para piano en la menor, que, entre la desilusión y la esperanza, entre la soledad y el fulgor creativo, coincidió con la enfermedad y la muerte en julio de su madre, que lo había acompañado en aquel viaje.

Y así también se relacionan la pintura y la música: la Mujer en el columpio de Fragonard, la Serenata en do menor y el placer como reivindicación del Rococó y el laberinto ilustrado con los Cuartetos dedicados a Haydn, porque “tal vez la audacia de la Ilustración es la que hace que los Cuartetos de Mozart sean audibles, ese atrevimiento saber el que nos impulsa Kant y que no se puede reducir a ningún conjunto fijo de ideas.”

Otros capítulos abordan temas y obras como el piano errante y la Fantasía en do menor (“la más anómala y la más sobrecogedora de todas las obras de Mozart para teclado”); la astucia artística de Las bodas de Fígaro, entre lo fácil y lo difícil, entre el fervor revolucionario y el fondo conservador de una ópera cómica envuelta en la potente expresividad de su música pletórica y en un admirable equilibrio formal, “de modo que lo que prevalece es la más extraña e incandescente fusión de anarquía y tranquilidad”; la libertad creativa y la belleza convulsa del trepidante Don Giovanni y la fusión entre el protagonista y el músico, “unidos por los enigmas y éxtasis propios del deseo, y sin duda por sus inconvenientes” o la muerte de su padre y la presencia espectral del fantasma del Commendatore al final de la ópera; la generosidad sinfónica de las Sinfonías en mi bemol, en sol menor y en do mayor, tres obras que “poseen la estabilidad exuberante que la variedad obtiene de la exhaustividad. […] Está claro que su enorme fuerza artística y compositiva está motivada, en parte, por la indecisión y la fragilidad que, aquel verano [de 1788], atravesaban por su vida. No sabía hacia dónde se encaminaba su existencia, pero su música podía crear propósitos y satisfacciones infinitas”; Così fan tutte y la complejidad de las relaciones de pareja, porque “la alteridad humana es una de las mejores y una de las peores cualidades del ser”; la relación de Mozart con Werther y su respuesta al suicidio con el personaje de Papageno en La flauta mágica, de la que Goethe estrenó un montaje lleno de admiración por Mozart en enero de 1794.

Y finalmente, como es natural, el inquietante, inacabado y fragmentario Réquiem, que “tiene claro que estar de duelo implica estar vivo; la obra es de una viveza abrumadora.” Sobre el Réquiem escribe Patrick Mackie:

Por supuesto, el Réquiem lleva siglos inspirando teorías extravagantes, y puede que esta sea simplemente otra más. La enfermedad fatal de Mozart a finales de 1791 fue repentina, rápida y confusa, y las extrañas circunstancias en torno al Réquiem se vieron envueltas en la atmósfera de angustia y opacidad que rodeó su muerte. Enfermó de gravedad a mediados de noviembre, con la llegada del invierno y las noches que se alargaban. Los primeros síntomas fueron terribles hinchazones en pies y manos. Probablemente durante varias semanas había estado trabajando en el Réquiem de manera intermitente, y nada en la obra parece indicar que fuese una tarea fácil. Durante buena parte de octubre estuvo sin Constanze, que seguía con su tratamiento en Baden-Baden, y la representación de La flauta mágica le tenía preocupado. Las cartas que le escribió a su esposa eran bastante alegres a medida que la popularidad de la ópera era cada vez más evidente, aunque puede que tratara de animarla con pensamientos de placeres suculentos cuando le informa de que “acaba de comerse un delicioso trozo de esturión”, y acaba de pedir otro. 
Quizá Mozart nunca supo nada sobre quién encargó el Réquiem; quizá haya algo de verdad en las historias sobre una cierta paranoia que le provocaba el no saberlo, mientras su salud empeoraba y los días se acortaban. La versatilidad intermitente e irregular del Réquiem intercala tumultuosos episodios con estallidos de calma y desánimo, como ocurre en los estados de salud vacilantes y también en un otoño de clima tempestuoso, turbulento. Conjeturas y especulaciones llenan las casas de los enfermos de gravedad, tal como han abarrotado nuestros relatos sobre sus últimas semanas y el propio Réquiem. De hecho, aquí la música se funda también en conjeturas magníficas, A medida que la pieza plantea sus hipótesis estilísticas sobre la vida, la muerte y la redención. Los muchos años de viaje frenéticos y ajetreos en el trabajo probablemente contribuyeron a debilitar los riñones de Mozart, y parece que murió a causa de una combinación de fiebre e insuficiencia renal. La creencia de la medicina de la época en la práctica de sangrías debió de ser especialmente perjudicial para alguien con tantas afecciones.

Era el final de un Mozart complejo y contradictorio, cuyo mundo interior sigue lleno de lagunas y de zonas oscuras que la música no ilumina, porque en su partitura falta la voz de la conciencia de lo vivido y de su elaboración artística.

Un Mozart consciente de la superioridad de su talento, irónico y distante ante la popularidad, indiferente a los honores y a la vanidad, que nunca aduló a la autoridad ni fue servil con títulos nobiliarios que para él no significaban nada.

Un Mozart que dedicó los últimos diez años de vida a componer piezas soberbias, pero sobre todo a reivindicar con ellas su libertad personal. Esos diez años de plenitud creativa fueron también los de un ejercicio de insubordinación e independencia que se afirmaba en la conciencia del propio valor. Fueron los admirables años decisivos  en los que Mozart cayó en la pobreza como resultado de esa independencia creadora. Y así, el fracaso social y el aislamiento progresivo se convirtieron en el precio que pagó por su libertad y por una generosidad pocas veces correspondida.

Mozart fue uno de esos personajes excepcionales que parecen venir de la estirpe del ángel de la luz, alguien que no es de este mundo, sino un huésped de él, como lo llamó Einstein.

“Una persona con tanto talento -escribe Mackie- que puede ser adicta a complacer a los demás, o a ignorarlos o incluso desecharlos.”


26 octubre 2025

Chaves Nogales. Juan Belmonte, matador de toros

 


25 octubre 2025

Pilar Rubio Montaner. Bachelard y el fuego

 

















Son algunas muestras de la espléndida serie de acuarelas 
que Pilar Rubio Montaner dedica a Bachelard y el fuego. 
Acaba de aparecer en Difácil, en una carpeta con edición limitada de 100 ejemplares numerados. 
Una joya.