28 noviembre 2025

Poesía reunida de Pedro López Lara

  


Quiero empezar agradeciendo a nuestro admirable poeta Pedro López Lara la confianza amistosa que ha puesto en mí para esta presentación de su poesía reunida. Muchas gracias por el honor y el privilegio. 

Voy a procurar ser breve, porque hay pocas cosas más indeseables, más fastidiosas y ridículas que un presentador asumiendo el protagonismo con textos de más de una hora y porque -como señaló Marañón en un prólogo paradójicamente extenso- “en los banquetes exquisitos los aperitivos huelgan.” Seré, pues, relativamente breve, porque ante una obra poética como la que concelebramos en este acto no se pueden hacer faenas de aliño para salir del paso.

Todavía nos quedan dos cosas por hacer: 
este poema 
-que dejaré incompleto- y después 

Ese poema, el último de Epílogo, que publicó Renacimiento, como el volumen que festejamos hoy, cierra con doble llave la trayectoria poética de Pedro López Lara en este Arcén que recoge, como advierte su autor, la versión que considera definitiva de su obra poética, las tres cuartas partes de su obra editada (Ay, la insatisfacción, verdadero motor potente y doloroso del arte, como me enseñaron los maestros Félix Grande y Paco de Lucía).

Ese es el texto final del libro final de su trayectoria. Pero en ese “después”, palabra final del texto final del libro final, en ese “después” que ahora todavía es un “ahora”, no sólo asistimos a una despedida. Estamos celebrando también la persistencia de la vida y de la palabra, del poeta y de la poesía. Porque “hoy es siempre todavía”, como nos enseñó el mismo Machado que escribió también “Se canta lo que se pierde.”

La noción de lugar y de pérdida y la idea del límite, que están latentes también en el título de su reciente antología Por arrabales últimos, forman parte de la armazón temática y de la tonalidad elegíaca que recorre, además de este libro, toda la poesía de Pedro López Lara. Una poesía que tiene mucho de epilogal, de mirada distante hacia el pasado y sus sombras, de vocación de escolio que anota al margen del texto de la vida su sucesión de días y de emociones.

Porque de alguna manera Epílogo es también una recapitulación y un recuento, una variación en si menor de las partituras que ha venido interpretando la espléndida voz lírica de Pedro López Lara en su extensa -y sobre todo intensa- trayectoria poética desde el inicial Destiempo hasta este tiempo mismo de la despedida, hasta este ‘Repertorio último’ en que el poema regresa a “su silencio germinal” y sobrevuelan la muerte del poeta visionario y distanciado estos ‘Ángeles ineptos’:

Vi el día de mi muerte: lo sobrevolaban 
ángeles descreídos, amnésicos, 
incapaces de oficiar ningún rito.


Partituras que interpretan los temas que recorren como líneas de fuerza Epílogo y el resto de su obra: el recuento de las heridas, la nostalgia del pasado, el lamento de las ilusiones perdidas y las cenizas. Amor y hostilidades, tiempo y palabras contra el tiempo, pintura y cine, epigramas satíricos y agudos como puntas de flecha o reflexiones sobre la escritura:

Debe el poema ser una ocurrencia, 
algo que nos sale al paso y aturde 
tan solo unos instantes, los precisos 
para recuperar la calma y luego, 
cuando aún no entendamos lo ocurrido, 
escribir su esquela.

Son todas ellas variaciones y fugas de una voz honda con la que se expresa una mirada penetrante que, desde el logrado equilibrio de pensamiento y sentimiento, bucea siempre en el fondo interrogativo de la realidad y de la conciencia desde su difícil sencillez expresiva. 

Sencillez aparente que es más método que mero instrumento, porque surge de un trabajo de pulimento del verso y depuración del poema, de la decantación del pensamiento en la lograda transparencia de una admirable precisión verbal y, finalmente, de la clara voluntad transitiva de esta poesía.

Poesía transitiva que nunca, aunque lo parezca, es monólogo ensimismado del poeta, sino diálogo con la memoria, con la conciencia, con la mujer amada, con la cultura, con la poesía y sobre todo consigo mismo. Esa voz y esa mirada, esa palabra y esa presencia lírica generan un clima, o más exactamente un microclima poético y humano que desarrolla una práctica de la escritura como forma de conocimiento y de respiración moral, como brújula hacia el norte de sí mismo o como aguja de marear en las aguas procelosas del mundo. Como en este lúcido ‘Sucedáneo’:

Quien avisa es el traidor.
El otro, el que clava el puñal 
o dice las palabras, 
es solo un figurante, 
un sicario que carga 
con el muerto y la fama.

Por eso he definido en otro momento la escritura de López Lara como propia -perdonen la autocita- de “una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.”

Pero hay otro rasgo que quiero destacar en esta obra poética, porque está al alcance de muy pocos: de los señalados poetas que lo son por vocación y no por volición, por necesidad vital y no por la impostura vanidosa de la pose. Ese rasgo es la transferencia caudalosa entre vida y memoria, entre literatura e identidad, entre arte y emoción, entre mirada y escritura que en los malos poetas, en los falsos profetas de la poesía, es puro barniz y no médula y signo de identidad, como lo es en nuestro poeta, que en Epílogo nos deja versos tan memorables como este, que vale por toda una obra:

También se cansa el tiempo de nosotros.

Pero volvamos atrás, a un poema como este:

Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta los recientes Escolios, aparecidos a finales de 2024, y el ya citado Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética creciente y coherente.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo”. 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana. Paso a evocarlos someramente:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de  Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en  Muestrario  (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, disciplina en su transcurso 
su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno de Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la  donna angelicata del ensueño, la amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente”.

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo”. Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de noches, de vicisitudes y tiempos, de incendios amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de  Escolios  en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados ​​por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), sus títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de  Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
De lo vivido y lo vivible.
El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Y algo de conciso testimonio hay en su reciente antología Por arrabales últimos, que preparó y prologó José Cereijo. Ahí tiene el lector la oportunidad y la suerte de releer este “El temblor”:
 
Ya no tiemblo al leerlo, pero aún soy capaz
de reconocer por el tacto un buen poema.
 
De recorrer su piel y ver si tiembla.
 

Ese poema de Pedro López Lara resume en sus tres versos no sólo su postura como lector de lo ajeno, sino su poética propia y poderosa.

Una poética construida sobre el temblor de una palabra tan verdadera como la suya, que brota siempre del cuidado del verso, de la intensidad poética y de la hondura humana, de la aguda conciencia del tiempo y de la capacidad de hacer de la derrota victoria y de la materia elegíaca del recuerdo razón celebratoria, como en este espléndido “Ubi sunt”:
 
Dónde están mis guerreros, perdedores
solo en batallas no libradas, que fueron las más.
 
Dónde están los castillos que crispaban sus almenas
ante un peligro imaginario.
 
Dónde el enemigo retirado antes de tiempo,
sin haber completado sus infamias.
 
Dónde las vistosas misiones que llevaban
por comarcas insólitas.
 
Dónde los planos del tesoro que auguraban
la expedición, las sangres intermedias.
 
Dónde los indolentes, espaciosos días,
sus noches dilatadas.
 
Dónde el baile final de Zorba el griego,
su mística celebración de la derrota,
más grande que cualquier derrota.
 
Dónde estamos, amigos, cómo hemos llegado
—única magia auténtica—​​ hasta aquí.

Intensa siempre, ahora también extensa, definitivamente mayor e imprescindible en su temblor, su hondura y su altura, la poesía de López Lara es un hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del sentido del ser y el tiempo.

Ser y tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones frente a las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños ante las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Dejemos una cosa clara, por encima de los lugares comunes y los cumplidos críticos: digamos que Pedro López Lara ha ido levantando su obra poética sobre un estilo personal y expliquemos con cierto rigor, por encima del tópico, qué significa exactamente eso: significa, claro está, que sus poemas se entonan en una voz reconocible, la suya propia.

Pero significa también -y en esto se suele incidir menos desde la lectura crítica- que una vez logrado ese fraseo, esa entonación y esa cadencia, esas conquistas expresivas se ponen al servicio de la composición de unos textos que sólo él puede escribir. Porque estos poemas sólo pueden ser escritos en esa tonalidad, sólo se pueden construir con esa voz propia. No es sólo una cuestión de compenetración de forma y fondo, es algo que va más allá y que afecta a la escritura del texto de manera nuclear.

Porque quien lee estos poemas no toca sólo un libro, toca al hombre que los habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras”.

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.

Quiero, antes de terminar, manifestar mi discrepancia de lector y de admirador de esta poesía con el título elegido, que le quiero reprochar afectuosamente a Pedro. Porque esta espléndida poesía no se sitúa en ese Arcén al que tan humilde como injustamente la desplaza el autor. Muy al contrario, circula con todos los méritos por el carril central de la poesía española actual.

Ya sólo me queda una cosa, no por hacer, sino por decir: y es que yo también, como Pedro ese último poema que cité al principio, dejo incompleta la presentación para que ustedes disfruten de este “después” de los poemas en la voz de su amo.  

Muchas gracias.

(Este es el texto que leí anoche en la presentación de Arcén, la poesía reunida de Pedro López Lara).


27 noviembre 2025

Esta tarde, en Madrid

 


26 noviembre 2025

Juan Carlos Onetti. Los adioses

 


25 noviembre 2025

El Partenón

 


“Ha sido divertido investigar y escribir este libro”, apunta Mary Beard en la página de Agradecimientos que cierra El Partenón, que acaba de publicar Crítica en su colección Tiempo de Historia con traducción de Silvia Furió.

Y esa diversión, como suele ocurrir con los libros de esta autora, se transmite al lector casi por capilaridad, porque sus siete capítulos son un memorable ejercicio ensayístico que combina amenidad narrativa y rigor documental. Con ese doble método Mary Beard emprende un recorrido generosamente ilustrado que aborda no sólo la historia del templo de Atenea que domina la cima de la Acrópolis, sino sobre todo la historia de sus metamorfosis funcionales (templo griego encargado por Pericles, iglesia catedral cristiana -Nuestra Señora de Atenas-, mezquita otomana, “la más hermosa del mundo” según un viajero inglés del XVII), de su recepción histórica y de su percepción cultural y personal, exponente de  tensiones entre el canon clásico y la ruina romántica, entre nacionalismo, colonialismo y universalidad, entre el pasado, el presente y el futuro.

“Porque -escribe Mary Beard- estudiar el Partenón es enfrentarse cara a cara con la fragilidad de nuestra comprensión del mundo griego y del romano y con los desafíos (o frustraciones, según el humor de cada uno) que deparan los intentos más simples de describirlo, y no digamos ya de explicarlo o tratar de entenderlo. En otras palabras, el Partenón ofrece una lección objetiva sobre estos seductores procesos de investigación, deducción, empatía, reconstrucción y pura especulación que son los rasgos distintivos de cualquier estudio de los clásicos y del pasado clásico.”

Por ese motivo, por la importancia de nuestra percepción del Partenón y su historia como parte esencial de nuestro entendimiento del mundo clásico, no es casualidad que el libro empiece con un capítulo -‘¿Por qué el Partenón podría hacerte llorar?’- al que pertenecen estos párrafos:

Cuando Sigmund Freud visitó el Partenón por primera vez en 1904, se sorprendió al descubrir que sí existía en realidad, «igual que lo aprendimos en el colegio». Le llevó algún tiempo armarse de valor para hacer la visita y describió con elocuencia las incómodas horas de indecisión que pasó en Trieste, tratando de decidir si coger el barco de vapor hasta Atenas o navegar hacia Corfú como había planeado en un principio. Cuando por fin llegó y subió hasta las ruinas de la Acrópolis, el placer se mezcló con el estupor. Era como si -o por lo menos así contó la historia- hubiera estado caminando junto al lago Ness, hubiera divisado al legendario monstruo varado en la orilla y se viera obligado a admitir que después de todo no era solo un mito. «Existe de verdad.»
[…]
A menudo sucede que incluso las maravillas de la cultura universal más aclamadas se tiñen de decepción cuando uno las tiene delante, cara a cara: la Mona Lisa es irritantemente pequeña; las Pirámides serían mucho más evocadoras si no estuviesen en los márgenes de los barrios periféricos de El Cairo y si no hubiera en el lugar establecimientos tan prosaicos como un Pizza Hut. No ocurre lo mismo con el Partenón. Contra todo pronóstico, el Partenón parece funcionar para casi todo el mundo y casi siempre, a pesar del sol ineludible, la muchedumbre, los guardias de seguridad tocando el silbato cada vez que alguien trata de salirse de la ruta prescrita en torno al yacimiento y, desde hace ya muchos años, el montón de andamios.
[…]
«Es el triunfo más inigualable de la escultura y la arquitectura que el mundo haya contemplado jamás», fue la tajante conclusión de Edward Dodwell en 1819, al poco de su regreso de tres viajes a Grecia. Cien años después, Le Corbusier, el profeta más famoso de la modernidad arquitectónica del siglo XX, siguiendo prácticamente el mismo guion basó su nueva visión de la arquitectura en la absoluta perfección del Partenón.

Pero frente a ese coro casi unánime de admiración, hay también voces discrepantes que reflejan la decepción que les causa la contemplación del monumental templo. O de sus restos, que son los que provocaron las lágrimas de Byron ante la Acrópolis. Lágrimas con las que se inaugura una tradición elegíaca ante la ruina, la destrucción o el expolio del friso y las esculturas de Fidias para el Partenón: la mitad se han reunido en un museo ateniense y casi el resto están en Londres, en el British Museum, desde comienzos del XIX. En total, “más de setenta y cinco metros del famoso friso esculpido que antaño recorría todo el edificio, así como quince de los 92 paneles esculpidos (o metopas) que originalmente estaban expuestos en lo alto, por encima de las columnas, y 17 figuras de tamaño natural que adornaban los frontones del templo.” Son los mármoles de Elgin, que se los vendió al gobierno inglés en 1816. Otra pequeña parte se expone en el Louvre.

“Los teóricos del arte más modernos de comienzos de la década de 1800 -recuerda Mary Beard- sostenían que el arte había alcanzado un estado de absoluta perfección en la Grecia clásica del siglo V a. C.; o, por lo menos, eso consideraban a partir de lo que los escritores griegos y romanos decían y por las posteriores copias romanas de las obras maestras anteriores.”

Y esa percepción cultural, especialmente abundante y elogiosa en los siglos XIX y XX, contrasta con las pocas referencias descriptivas -Pausanias y Plutarco- que conservamos de la época antigua. Eso no quiere decir que no las hubiera, sino que -pérdidas sobre pérdidas como las de la demoledora explosión de 1687- no se recogieron en los manuscritos medievales o renacentistas que pudieran haberlas conservado:

Del mundo antiguo tan solo se conserva una breve descripción del Partenón. Consiste en un único párrafo de la Descripción de Grecia escrita por un entusiasta viajero de mediados del siglo II d. C., casi seiscientos años después de la construcción del monumento. En un llamativo contraste al aluvión de elogios modernos, los escritores griegos y romanos se mostraron notablemente reticentes respecto al Partenón, aunque probablemente no tanto como nos lo parece hoy. A lo largo de los siglos se ha perdido una ingente cantidad de literatura clásica; de hecho, casi todo lo que los escribas medievales o sus patronos decidieron no copiar no ha sobrevivido, así de simple y así de aleatorio.

Además del acercamiento al Partenón como ejemplo del canon clásico, cualquier aproximación a su monumentalidad irá inevitablemente unida a la percepción del saqueo de sus esculturas. Ese es uno de los ejes del libro de Mary Beard, que afronta la controversia de la discutible reconstrucción del XIX o del expolio de  los mármoles de Elgin con lucidez y profundidad en párrafos como estos:

Gran Bretaña ha sido parodiada como una potencia colonial recalcitrante, desesperada por aferrarse a su botín cultural en sustitución de su imperio perdido; Grecia como una advenediza república balcánica, un estado campesino al que no se le puede confiar la custodia de un tesoro internacional. Los políticos se han subido y apeado del carro. Los sucesivos gobiernos griegos han encontrado en la pérdida de las esculturas del Partenón un oportuno símbolo de unidad nacional y en las peticiones de devolución una campaña de bajo coste y relativamente libre de riesgos. Tras largas demoras, se construyó un nuevo museo en Atenas con un espacio reservado para su regreso. Con igual diligencia, los sucesivos gobiernos laboristas británicos han olvidado las apresuradas promesas, hechas desde la oposición, de devolver los mármoles a Atenas tan pronto como accedieran al poder. Entretanto, en el fuego cruzado, han surgido todo tipo de cuestiones cruciales relativas al patrimonio cultural: ¿a quién pertenecen el Partenón y los demás monumentos de primer orden?, ¿deberían repatriarse todos los tesoros culturales o deberían enorgullecerse los museos de sus posesiones internacionales?, ¿es el Partenón un caso especial? y, si lo es, ¿por qué?”
[…] 
Estamos frente a un monumento por el que se ha peleado durante generaciones, que inflama pasiones y provoca la intervención de los gobiernos. En otras palabras, tiene el mérito adicional de ser algo sobre lo que vale la pena discutir. Es difícil resistirse a la incómoda conclusión: si no hubiera sido desmembrado, el Partenón nunca habría sido ni la mitad de famoso.

24 noviembre 2025

Antología de mujeres poetas del surrealismo

 


Descendiendo a los abismos 
por escaleras lluvias doradas cúspides y rutilos
las verticales del sueño 
las más altas sembradas en todas las lenguas del mundo 
las demás en todas las simientes del mundo 
con sus horticulturas dentro 

mis propias lápidas en cada uno de mis restos 
                                                                       voy 
                               polen del polo negro

Ese poema, perteneciente a Hierba en la luna (1935), abre La llama ebria, la antología de mujeres poetas del surrealismo que llega hoy a las librerías. La publican en coedición Bartleby Editores y La Torre Magnética con edición bilingüe, coordinación y prólogo de Lurdes Martínez y traducciones de Eugenio Castro y Jesús García Rodríguez.

La autora de ese poema y de ese libro, publicado en uno de los años cenitales del surrealismo, es Valentine Penrose (Mont de Marsan, 1898- Chiddingly, 1978), una de las voces más potentes de las que se recogen en esta antología.

Una amplia muestra que reúne textos de diecinueve voces femeninas de distintas generaciones, diversas lenguas y diferentes tradiciones culturales unidas por un rasgo común: su pertenencia a la estética surrealista, interpretada con los matices temáticos y estilísticos propios de cada una de las poetas presentes en esta selección.

Diecinueve voces individuales que ofrecen un panorama estético plural, una cordillera de alturas dispares, de diferentes grupos generacionales (la mayor, Claude Cahun (1894), la más joven, Aase Berg, 1967), de diferentes procedencias: de Estambul a Buenos Aires, de Chicago a Estocolmo, de Nantes a Londres o de Berlín a Santiago de Chile.

Afortunadamente, como reconoce en su prólogo Lurdes Martínez, esta no es una antología adscrita a la  perspectiva de género,  porque “la perspectiva de género se acerca a las mujeres surrealistas sin comprenderlas. […] El esfuerzo del feminismo académico en la revalorización de las mujeres surrealistas es encomiable, pero, al dar preeminencia a su victimización, al enfrentamiento con sus camaradas, a la segregación del propio movimiento y confinamiento de su obra en el llamado ‘arte de mujeres’, ha confundido su objetivo y enemistado a las surrealistas con el surrealismo. Tanto es así que algunas como Annie Le Brun, Meret Oppenheim, Anne Éthuin o Dorothea Tanning se han opuesto a participar en exposiciones o antologías dirigidas por la batuta de la crítica de género.”

Porque el criterio selectivo (mujeres poetas del surrealismo) es tan aceptable o tan discutible como cualquier otro que se hubiera podido elegir: procedencia geográfica, tradición lingüística, criterio generacional o temático…

Y porque al final lo verdaderamente interesante son las voces que suenan en un volumen como este, del que los problemas con los derechos de autor han dejado fuera a dos poetas tan interesantes como Meret Oppenheim y Nicole Espagnol.

“Una antología de poesía es siempre una invitación al descubrimiento, aunque los parajes que se ofrecen hayan sido antes desbrozados, dispuestas ciertas coordenadas y fijados ciertos puntos de anclaje. De este modo, al presentar ahora esta compilación poética de mujeres surrealistas, acompañamos al lector por caminos que pretenden allanar los escollos que toda travesía conlleva y despejar las incertidumbres que puedan suscitarse. Cada cual, no obstante, habrá de tomar aquí su propio rumbo de lectura”, escribe Lurdes Martínez, que en su prólogo fija las características que le dan un aire de familia a la estética del grupo seleccionado (escritura automática, onirismo, ímpetu experimental, insurgencia expresiva…), “una constelación de poetas atravesadas e inspiradas por el surrealismo, pasión y eje moral de sus vidas”, como reflejan las páginas que dedica a explorar la trayectoria individual de cada una de las poetas antologadas.

La llama ebria traza con la muestra de estas diecinueve surrealistas “un paisaje inconcluso, un horizonte que avanza” con textos como este de la francesa Laurence Iché (Saint Etienne, 1921- Galapagar, 2007), que se instaló -después de perder a su hija y a su marido en la Segunda Guerra Mundial- en España, donde se casó con el pintor Manuel Viola. 

Para arrancarle al sol sus uñas de luz 
y a las estrellas las agujas de su fijeza 
habría gritos de horca envenenada 
aunque yo solo oigo los galopes 
que dejan los bordes de las carreteras en las cunetas 
Y hete aquí sosteniendo dobladillos sin coserlos 
y que de las ofrendas que fluyen muy dentro de mí 
solo queda una pared que come piedras 
las páginas de un libro que han sorprendido a la cubierta 
o la impresión humeante de una película

                                                                 (Al hilo del viento, 1942)




23 noviembre 2025

Una mano al otro lado de la ventana




Hoy hace justamente dos años, el 23 de noviembre de 2023, ingresaba voluntariamente Jorge Pérez Cebrián en el pabellón de Salud Mental del Hospital General de Valencia, donde permanecería recluido hasta el día 27. 

De esa experiencia al límite surgen las páginas de Una mano al otro lado de la ventana, que llega mañana a las librerías espléndidamente editado por Sonámbulos Ediciones en su colección Macasar Narrativa.

Sus textos en prosa y verso hibridan la narración memorial y autobiográfica, la poesía y el ensayo, el diálogo teatral y el diario confesional en la reconstrucción verbal de un ingreso por comportamientos suicidas y episodio depresivo intenso, tratado con poca eficacia por cuatro medicamentos que en su primer tratamiento hospitalario aumentan a seis por prescripción facultativa.

Depresión mayor crónica con mal tratamiento, ideas anticipatorias de fracaso, dificultad para las relaciones, sentimientos de minusvalía e ideas sobrevaloradas de inutilidad, ideación autolítica, anhedonia, buena resonancia afectiva, ideas suicidas con planificación parcial, buena conciencia de enfermedad…  Esos son algunos rasgos del cuadro clínico que presenta el paciente y que se aborda terapéuticamente, de acuerdo con él, con una intervención para optimizar las dosis de antidepresivos. 

Pero hay otro abordaje, de carácter literario, que es el que nos interesa aquí, porque da lugar a este libro, en el que la experiencia hospitalaria del aislamiento profiláctico del mundo se transfigura en materia literaria y en lugar propicio para la palabra sanadora, para la reflexión emocional, el conjuro de los recuerdos y el latido de las pulsiones, la alternancia del presente y el pasado o la purga del corazón desde la memoria de los tiempos (2013. Diciembre, 2015. Mayo, 2017. Agosto) y de los espacios: la casa de la hermana, la Calle Dolores Alcayde,1, la Corredera Alta de San Pablo, 14.

La salida del mundo exterior y el refugio en el mundo cerrado y seguro del hospital y en los límites de su espacio blanco habitable (la sala, la ventana, la consulta, la habitación compartida, las paredes, el comedor), la rutina reglada y rítmica de los horarios, la amenaza de las cuchillas y el recuerdo traumático de un suicidio frustrado unos años antes, las esporádicas salidas a la calle, las fracturas anímicas y el tabaco sin filtro, la visita del padre y la espera de la madre o los pacientes compañeros de reclusión son parte de esa laberíntica experiencia de recomposición personal de quien -nunca enajenado, siempre peligrosamente lúcido- se reconstruye también literariamente con la luz de las palabras en la oscuridad en Una mano al otro lado de la ventana:

Una habitación. Un hombre duerme en la cama de al lado. Me tumbo. Es alta y dura y tengo sueño. Sé que roncaría como solo pueden roncar los muertos pero miro, por ejemplo, a la ventana. Miro. Y sé que es mía a un tiempo y no esta noche. Me pregunto si le importará a la hierba o si solo crece. Levanto la mano y miro la oscuridad pasar entre mis dedos, casi definitivos. Y en este limbo pienso que todo fuera parece hondo como el sueño de un tigre y que, a oscuras, el vientre del tiempo es aún más blando. Me protejo con las sábanas y no me limpian. Me oculto, como un secreto que apenas turba el mundo.

No sé si Pérez Cebrián ha leído las memorables páginas de Foucault sobre el suicidio que cierran el primer volumen de su imprescindible Historia de la sexualidad. En todo caso, se sentirá más cerca de su enfoque individualista que del concepto del suicidio como hecho social que defendía Durkheim. Pero esto no es más que una nota al margen, sugerida por la lectura de este libro visionario y sanador en el que la recreación rememorativa del trauma mediante las palabras es indisociable de la ardua tarea de reconstrucción personal desde el mismo borde del abismo hasta la última cena.

Un libro que se pregunta y reflexiona, casi en el desenlace (“No vine aquí para curarme”), en estas líneas luminosas y desalentadas:

-Y cada día debo decidir que no será el día.
-¿No puedes sencillamente vivir como hace todo el mundo?
-Claro que sí. Y ocurrirá. Quizá durante días, semanas o meses. Pero esto también soy yo -señalo mi pulsera con mis datos sobre las cicatrices-. He de saber que no me he curado, que no me puedo curar, que en nadie debe pesar la responsabilidad de hacerlo.
-Vivirás enfermo, entonces.
-No hay otro modo. Pero sabré que no hay máscara tan gruesa para tapar mi rostro. Ni línea ni cicatriz que no reciba el azar en cada hora. Y eso es lo único importante. Atravesar el aire. Desgarrar la noche con los dedos y saber que cuando el tiempo acabe, el tiempo último que rinda cuentas a la nada, dirá entonces que fuimos parte de su nombre. Dirá que todos fuimos necesarios.

Perturbador y brillante, oscuro y luminoso a un tiempo, este es un irrepetible libro coral que, entre las voces de la presencia o la evocación del vacío y los silencios de las pérdidas, bucea en el riesgo penetrante de las aguas tenebrosas para emerger hacia la luz desde la fragilidad desorientada o para ceder la voz a los pacientes de otras habitaciones, que monologan con versos heridos y alucinados, como hace el mismo autor-paciente en el espléndido Tras un torbellino:

Y dime, hijo del hombre:
                                    ¿no te basta? 
Alza los ojos, 
fruto del caos y de la noche, de 
¿no ves el carro? 
¿Su ardiente arenga alzarse todavía? 
¿Las hojas que se dan a su llamada? 
Ciñe, como varón, tus lomos,
y di si ha sido en vano
el intrincado mecanismo 
de los días, 
la garganta del mirlo, las esferas, 
la innumerable industria de tu cuerpo, 
la luz que condesciende a tu mirada.
Di 
si es que no basta.
Si no basta la sangre de los héroes, 
el óxido, 
los gritos y el silencio de la historia.
Pero ve, 
busca en tus venas tu tesoro, mira: 
sólo eres una sílaba olvidada 
que sin saber por qué pronuncia «ahora». 

Y girarán los días 
y volverá el invierno 
y tejerá la savia otros ponientes.

Desplomará la aurora sobre el mármol 
un nombre que no es tuyo 
y eso es todo.

Marchitará en tu cuerpo la justicia 
y un mirlo cantará en otros jardines.
Será la vida.
Y no tendrá  tus ojos la belleza. 

De nada 
habrá servido 
el universo.

Versos potentes y regenerativos que anticipan esta mirada final, desde fuera y desde abajo, tras recibir el alta, a la ventana de la tercera planta del hospital:

   Miro el marco de la ventana. Pienso en los trozos del cristal y piso la hierba con cuidado.
   Camino entre palomas que recobran el vuelo y veo las flores que se mecen.
   Y sé que, a lo alto, mujeres y hombres sin sueño vigilan estas manchas diminutas.
   Que alguien las protege para que el mundo siga girando.
   Para mantenernos dentro. 
   Sueñan.
   Y con la mano en el cristal ven estas flores brillar abajo.
   Tan blancas, tan lejanas como estrellas.
 
Había ingresado un jueves y le dieron el alta el lunes siguiente, el día de la semana más propenso a la desolación otoñal de finales de noviembre. Señal de que iba bien encaminado, como demostraría muy poco después con su asombroso Pero nunca los huesos de las aves, que le ha colocado en un alto lugar de la mejor poesía española actual. Algún poema de ese libro nació en este episodio hospitalario.


22 noviembre 2025

Robert Darnton. El temperamento revolucionario

 


21 noviembre 2025

El Renacimiento oscuro

 


Que Marlowe y Shakespeare se conocían bien se deduce claramente de sus obras. Se conserva toda una red de alusiones, resonancias y préstamos, pruebas que se han admitido y estudiado minuciosamente durante varios cientos de años. Algunos estudiosos de la literatura han escrito sobre esta red como si los dos dramaturgos contemporáneos en realidad nunca se hubieran conocido en persona, como si uno saliera por la puerta justo antes de que llegara el otro. Sin embargo, estudios recientes, incluida una serie de sofisticados análisis informáticos, han generado un consenso académico cada vez mayor en que la trilogía de dramas históricos conocida como las tres partes de Enrique VI (publicada en el First Folio de 1623 como obra de Shakespeare) fue escrita en realidad en colaboración. En 2016-2017, The New Oxford Shakespeare: Authorship Companion dio el paso de atribuir la autoría de las partes 2 y 3 (ambas escritas antes de la primera) a William Shakespeare, Christopher Marlowe y al menos otro dramaturgo más aún no identificado. 
[…]
No es que Shakespeare fuera sublimemente indiferente a aquellos con los que vivía y trabajaba. Todo lo contrario: durante toda su vida, se inspiró prácticamente en todo y en todos los que encontró. ¿Cómo, de entre todas las personas, no iba a estar presente en sus obras el brillante Marlowe? Su colaboración con este en las obras de Enrique VI tuvo lugar casi al principio de la carrera de Shakespeare, cuando aún estaba a medio formar como escritor. Es probable que a Shakespeare le fascinara no solo la inmensa habilidad poética y la originalidad de su colaborador, sino también la persona imprudente, impulsiva, exagerada y posiblemente condenada que parecía ser. Puede que haya atisbos de Marlowe (esbozos a los que solo tenemos acceso parcial o indirecto) en varias obras posteriores de Shakespeare: en el salvaje y extravagantemente imaginativo Mercucio de Romeo y Julieta, por ejemplo, en el Hotspur de Enrique IV 1 o en el escéptico Tersites de Troilo y Crésida.
[…]
Marlowe y Shakespeare eran lo que Joseph Conrad llama «copartícipes secretos». Más allá de sus orígenes provincianos y de clase similares, ambos compartían un inmenso talento poético, la capacidad para complacer a todo el mundo, una curiosidad insaciable y una imaginación que no parecía tener límites. A juzgar por las obras que se conservan, parece que también compartieron lo que ahora llamamos deseos y experiencias queer. Y aunque Shakespeare era mucho más reservado sobre sus opiniones, hay muchos indicios, aunque sutiles, de que su escepticismo sobre las ortodoxias que imperaban en su época se aproximaba al de Marlowe.

Con esas líneas aborda Stephen Greenblatt, que fue titular de la Cátedra John Cogan de Harvard, la relación entre Shakespeare y Marlowe en su monumental El Renacimiento oscuro. La turbulenta vida del gran rival de Shakespeare, que acaba de publicar Crítica, casi simultáneamente a la edición original en inglés, con una impecable traducción de Yolanda Fontal Rueda.

Quienes hayan leído su espectacular El giro, sobre el hallazgo de un manuscrito de De rerum natura de Lucrecio, o El espejo de un hombre, una obra maestra en torno a la biografía de Shakespeare, saben que de cada nuevo libro de Greenblatt pueden esperarse lo mejor y que no los defraudará.

Y lo podrán corroborar en esta intensa indagación sobre la vida y la obra de Christopher Marlowe, un autor rodeado de oscuridad y de leyendas, y sobre su época agitada y peligrosa, difícil y creativa a partes iguales.

Con el mismo rigor documental que desplegó en su biografía de Shakespeare y con la misma agilidad narrativa que demostró en El giro, El renacimiento oscuro reconstruye el mundo personal, social y cultural de Marlowe, desde su nacimiento el 6 de febrero de 1564, hijo de un zapatero pobre de Canterbury, hasta su oscura muerte por apuñalamiento en un ojo durante una pelea de taberna el 30 de mayo de 1593, cuando aún no había cumplido los treinta años.



De vida brillante y trágica, turbia y apasionante, así resume Greenblatt la importancia literaria de Marlowe, que sobrepasa la llamativa agitación de su biografía fascinante, transgresora en lo teatral, subversiva en lo social y heterodoxa en lo sexual en unos tiempos tan peligrosos como los de la Inglaterra isabelina:

Durante su breve y tumultuosa vida fue un escritor extraordinariamente prolífico, autor de no menos de siete obras de teatro y de poemas extraordinarios, aunque no se publicó nada con su nombre mientras vivía. No se conocen ni se conservan cartas, diarios o manuscritos de su puño y letra; ni tampoco cartas dirigidas a él. Escribió en una sociedad en la que las ideas de libertad de pensamiento, libertad de expresión y libertad religiosa eran desconocidas. Gran parte de lo que sabemos sobre su vida y sus opiniones procede de los informes de espías y confidentes o de declaraciones obtenidas mediante tortura. No obstante, Marlowe es el hilo que nos guía a través de un laberinto de pasillos, muchos de ellos poco iluminados, peligrosos y plagados de secretos, y nos conduce hacia la luz. En el transcurso de su inquieta, desafortunada y breve vida, en su espíritu y en sus estupendos logros, Marlowe despertó el genio del Renacimiento inglés.

Después de haber adquirido  una sólida formación académica en la King’s School de Canterbury y luego en el Corpus Christi College de Cambridge, donde permanecería más de seis años, Marlowe se trasladó a Londres, donde empezó a escribir obras para el teatro de la Rosa. Fueron -lo vemos también en Shakespeare- tiempos de enorme desarrollo teatral. Aunque cuestionados por los moralistas a causa de sus malos ejemplos y vistos con prevención por las autoridades civiles por su propensión a los desórdenes públicos, los espectáculos teatrales tenían en aquellos años finales del siglo XVI un número creciente de espectadores (“el público acudía al teatro por millares”).

Ante aquella exigente demanda, Marlowe pudo dedicarse profesionalmente a la composición de obras teatrales cuya aportación más trascendental fue modificar el panorama de su época para impulsar el inglés como lengua literaria y acercar las piezas al habla de la calle. Y además, concitar simultáneamente el interés del público aristocrático y del popular por sus obras teatrales, que construyó con la base renovadora del verso blanco y el ritmo básico del pentámetro yámbico sin rima que resuena en Shakespeare y más tarde en Milton o en Wordsworth.

Cuando Marlowe llegó a Londres y lo contrató Henslowe para su recién inaugurado teatro de la Rosa, llevaba ya bajo el brazo su Tamerlán el Grande, un drama histórico sobre la desmedida ambición de poder de un conquistador con la que conquistó al público londinense. Con ella cambiarían decisivamente su vida y el rumbo del teatro inglés: “Prácticamente todo en el teatro isabelino -escribe Greenblatt- es pre y post Tamerlán.”

Era un Marlowe arrogante que parecía estar cómodo bordeando el escándalo y la provocación. Por eso, no dudó en reflejar en sus textos, especialmente en el Enrique II, la homosexualidad, posiblemente aprendida y practicada en secreto en el college: “Marlowe siempre cortejaba el peligro -escribe Greenblatt-. Parece que le estimulaba, como a todos los personajes principales de sus obras.”

Y así, además de verse implicado en un asesinato callejero, no fue la de la homosexualidad la única actividad clandestina de Marlowe, integrante de alguna que otra misión secreta en Francia como espía al servicio de la reina, que tuvo que intervenir indirectamente para que Marlowe recibiera en 1587 el título universitario de Maestro en Artes, para el que no reunía todos los requisitos por la irregularidad de su asistencia al haber estado ausente algún tiempo por haber participado en esas operaciones de espionaje. 

Clandestinidad temeraria la que ejerce Marlowe como falsificador de moneda en Flandes, episodio al que seguiría la composición de El judío de Malta, de argumento brillante protagonizado por Barrabás y cuyo prólogo lo recita el espíritu de Maquiavelo, “el apóstol de la maldad.”

Al pacto fáustico y a la última gran obra de Marlowe, Doctor Faustus, dedica Greenblatt un espléndido capítulo en el que destaca la aportación del monólogo como gran novedad técnica del teatro moderno: “Hoy estamos tan familiarizados con la representación dramática de una vida interior poderosa y compleja, gracias en buena medida a la intimidad del soliloquio, que de algún modo asumimos que siempre fue un recurso artístico disponible. Sin embargo, fue en Doctor Faustus donde apareció en escena por primera vez. Shakespeare, junto con otros contemporáneos de Marlowe, fue testigo de su asombrosa aparición. El autor de Hamlet y Macbeth aprendería de Doctor Faustus cómo se podía hacer.”

Pero pese a su éxito y su indudable talento para la poesía y el teatro, Marlowe no llegó a ser rival de Shakespeare: se quedó en el camino que le había dejado abierto tras andar por sus bordes entre provocaciones y temeridades personales o riesgos literarios, como traducir por primera vez al inglés los Amores de Ovidio o escribir para el entretenimiento del vulgo piezas como El judío de Malta, Hero y Leandro, Doctor Faustus o Tamerlán el Grande, “una obra que atrajo a multitudes al Rose” y que exigió la rápida secuela de una segunda parte en la que dio otra vuelta de tuerca a la renovación teatral.

 Es innegable la influencia de Marlowe sobre Shakespeare, que fue menos arriesgado teatralmente, pero superior en desarrollo técnico, en potencia verbal, en concepción escénica y en genio: del Tamerlán procede Macbeth; de El judío de Malta, El mercader de Venecia; de La trágica historia del doctor Faustus, Hamlet. Aunque -matiza Greenblatt- “si la poderosa influencia de Marlowe en Shakespeare es manifiesta en Tito Andrónico, El mercader de Venecia, Ricardo II y otras obras, también lo es la resistencia de Shakespeare a Marlowe.”

Con su característica suma de documentación sólida, especulaciones verosímiles y capacidad narrativa, un Greenblatt fiel a los postulados académicos del Neohistoricismo no sólo reconstruye la figura de su personaje central, sino que lo sitúa en su contexto histórico y cultural y lo perfila sobre un fondo de referencia  con las detalladas evocaciones de los ambientes sociales que frecuentó Marlowe para recrear el mundo en que vivió, escribió y murió en su tiempo peligroso y agitado. 

Con arreglo a esos planteamientos, Greenblatt explora constantemente la relación triangular entre la época, la vida y la obra de Marlowe. Historia, biografía y crítica literaria se conjugan así en una obra absorbente en su lectura, ambiciosa en su planteamiento, rigurosa y brillante en su desarrollo y esclarecedora en sus análisis de las piezas teatrales, de sus rasgos estilísticos y de las condiciones escénicas de la representación.

Construye así una aportación decisiva en torno al legado de Marlowe y al Renacimiento oscuro en que transcurrió su breve vida y construyó su obra, radicalmente renovadora. Y nos deja esta imagen potente del dramaturgo: 

Marlowe era un genio, pero profundamente perturbador. Sus obras eran en sí mismas provocaciones. Decían cosas sobre el poder, el dinero, los judíos, el infierno, Dios y el sexo que nunca se habían dicho antes, al menos en público. Por encima de todo, las decían con una franqueza asombrosa y una elocuencia fabulosa e inaudita.
[…]
Marlowe, para empezar, no se jugaba nada, no tenía nada que perder, excepto la vida, naturalmente. Era imprudente, audaz, desaprensivo y transgresor. Resulta tentador imaginar lo que podría haber escrito si hubiera vivido más tiempo o incluso si hubiera sobrevivido, como Shakespeare, hasta los cincuenta años. Pero quizás lo sorprendente es que existiera y que llegara a los veintinueve años.



20 noviembre 2025

Joyce. Los muertos

 


19 noviembre 2025

Catafalco. Carl Jung y el fin de la humanidad

 


Era una noche de comienzos del 2011.
Yo todavía no conocía la visión final que Jung había tenido cincuenta años atrás sobre los cincuenta últimos años de la humanidad. Mi mujer y yo estábamos viviendo en las montañas de Carolina del Norte, y fue como una llamada en mitad de aquella noche que no pude resistir por más tiempo. Supe que debía sumergirme profundamente en mí mismo para ver qué estaba ocurriendo con mi vida, con mi trabajo, con el mundo.
Y después vino la conmoción de que se me mostrara de súbito lo que ya había ocurrido, no solo en mi pequeña vida, en mi mundo privado.
En medio de la intensa calma que a veces llega en medio de la noche, veo que todo se ha detenido. Pero la quietud está llena de terror, porque no es la quietud de la naturaleza descansando en la noche.
Es la quietud al final de una civilización. Literalmente, nuestro mundo occidental ha llegado a su fin.

Son algunos párrafos de Catafalco, el libro de Peter Kingsley que publica Atalanta con una estupenda traducción de José Manuel Espadas que llega hoy a las librerías. 

Como un libro peligroso y provocador ha sido calificado este ensayo en el que Kingsley explora el legado intelectual de Carl Gustav Jung y Henry Corbin sobre la naturaleza de las culturas y el destino de la civilización occidental:

Cuando miré más de cerca, pude ver que cada cultura tiene un momento lineal específico, exactamente como los movimientos en espiral descritos por Empédocles que subyacen a cada ciclo cósmico. En un ciclo, todo gira en una dirección hasta que acaba por detenerse.
Por un momento indefinible. ni dentro ni fuera del tiempo, existe una quietud entre dos movimientos contrarios. Entonces todo comienza a rotar en dirección opuesta. Y este es el punto al que hemos llegado: el precario equilibrio de absoluta quietud al final de un movimiento, de un ciclo, de un impulso direccional, antes de que todo gire al revés.
Tal como ocurre con el cosmos, lo mismo ocurre con cualquier animal o ser humano, así como con la vida de una civilización. Y esta civilización ha llegado al final. El movimiento se ha detenido. La energía detrás de su momento lineal ha terminado, está agotada.

Un agotamiento que debemos presenciar con más distancia que dolor. Para ello nos prepara el subtítulo, Carl Jung y el fin de la humanidad. Y más todavía el título funeral:

Es el silencio de todo lo que conoces cuando llega a su fin, nada más. Pero, sin duda, darse cuenta conscientemente causaría una conmoción demasiado grande. Entonces lo que ocurre es que -como una rueda o un disco que continúa girando después de haber sido apagado- la gente sigue corriendo de un lado a otro porque no quiere ver que todo se ha detenido.
Exactamente igual que esos personajes de dibujos animados que salen corriendo hacia el vacío y no ven que están justo sobre el abismo, nosotros seguimos adelante tratando de pensar que todo es normal. Por unos instantes irreales, corremos sobre un espacio vacío, aunque ya no hay nada, ni fundamento ni soporte, que nos sostenga o nos impulse hacia delante. Nos vemos transportados, sencillamente, por un residuo fantasmagórico de aquel impulso original que ahora no es más que el momento lineal de nuestros propios hábitos inconscientes. 
Pero también esto se apagará: irá deteniéndose hasta que todo caiga, es decir, hasta que se produzca el caos.

Distanciada frialdad y lucidez ante el fracaso, porque este final “no es más que un proceso de la naturaleza, nada de lo que haya que asustarse. Nuestra cultura, como cualquier otra cultura en el pasado o en el futuro, es un mero organismo natural, como implica la propia palabra. Y todo organismo es finito, lo que significa que muere. 
El gran problema es que, desde un punto de vista humano esto es casi imposible de aceptar. Es tan difícil no querer esconder nuestras intuiciones más profundas en algún lugar dentro de un cajón; es tan indigno seguir adelante y ocultarlas.
Pero sin duda el sentimentalismo no va a ayudar. Tampoco, en este caso, la esperanza.
Ni tampoco la tecnología que nos ha traído hasta aquí, pues hace mucho tiempo que perdimos las claves de su dimensión sagrada. De manera consciente, ya no tenemos la sabiduría o el conocimiento necesarios, aunque con nuestros trucos y juguetes nos encanta engañarnos a nosotros mismos creyendo que sí los tenemos.
Hemos olvidado lo que en verdad significa anhelar esa sabiduría; aullar por su pérdida.
Y justo al borde del precipicio seguimos tratando de engañarnos pensando que todo va a ir bien.”

Poco más que añadir. Sólo que este Catafalco, que toma su título del último de los cuatro ensayos del libro, es una brújula en mitad del caos. Una lectura radical del legado junguiano y un texto imprescindible para tener una noción de lugar de la situación de la cultura occidental y su pérdida de identidad, desvinculada de sus raíces ancestrales. 

Filosofía y literatura, poesía y profecía confluyen en las páginas de esta biografía espiritual de un Jung místico, gnóstico y profético que sigue la senda chamánica de Pitágoras, Parménides y Empédocles en su viaje visionario a la irracionalidad y a la locura. 

Un volumen en el que Kingsley, filósofo y profeta de estirpe junguiana, ofrece, a través de la figura del autor del Libro Rojo, un diagnóstico deprimente y certero de la civilización occidental y un pronóstico oscuro de la cultura en un futuro tan inmediato que contagia ya al presente:

Puede que por un tiempo parezca que todo sigue en funcionamiento. Pero nuestro rol en la existencia ha sido vaciado; nuestro propósito humano en este planeta está patas arriba.

La segunda mitad de las casi ochocientas páginas de Catafalco la ocupa un enorme despliegue de notas, sobre las que Kingsley avisa que “son un chiste, grotescos monumentos a una cultura que se ha abandonado a sí misma. Pero si pones cuidado en sumergirte en ellas, tal vez encuentres que algunas son como libros en miniatura que ofrecen una apertura a otro mundo.”

Y añade para concluir: 

En cuanto al sentido que hay detrás de todo esto, es muy sencillo. El sentido es despojarnos de todo, hasta de Jung, que tanto necesita ser liberado, hasta de este libro.
Solo al desprendernos de todo, incluso de nosotros mismos, sembramos las semillas del futuro.

Rematado con un espléndido indice analítico y onomástico, este es su colofón:

Así como soy oscuro, y lo seré 
con aquellos a los que no tengo intención de darme a conocer, 
la totalidad de este libro permanecerá incomprensible; 
y no le espera mucho a quien no haya recibido sus dones.




18 noviembre 2025

Fernando Pessoa. La reconstrucción

 


17 noviembre 2025

La piel de toro, en Letras Hispánicas




“Escribí La pell de brau entre las fechas [junio de 1957-julio de 1958] que figuran al pie del libro. Con él  me proponía demostrar, frente a unas palabras de Ortega, que también los hombres de la periferia peninsular éramos capaces de entender el complejísimo conjunto de los esenciales problemas ibéricos, de procurar resolver la tan difícil, entorpecida y entorpecedora convivencia ibérica.”

Con ese párrafo abría Salvador Espríu (1913-1985) el prólogo a la reedición bilingüe en 1976 de La piel de toro, que había aparecido en 1960 en su versión original en catalán (La pell de brau) y había tenido en 1963 una edición bilingüe en Ediciones de Ruedo Ibérico con traducción de José Agustín Goytisolo.

Esa imagen plástica de la Península ibérica como una piel de toro aparecía en el Libro III de la Geografía de Estrabón (63 a.C.-19 d.C), que nunca se había acercado a la península y se había basado en los escritos de Polibio y de Posidonio de Apamea, de quien parece que procede la conocida metáfora que da título al libro de Espríu.

Acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas en una edición bilingüe con traducción de Ramon Balasch y Andrés Sánchez Robayna e introducción y notas de Maria Moreno Domènech, que recuerda en el prólogo a propósito de su recepción que “a la vez que es un libro que se integra impecablemente en la estructura total de la obra espriuana, ha sido considerada una rara avis en su corpus literario. Es un libro que recibió críticas feroces por parte de intelectuales como Joan Ferraté, que lo señaló como un libro inferior a toda su poesía precedente y, al mismo tiempo, es el que catapultó a Espriú a la fama literaria. […] Resulta paradójico que el libro considerado por muchos el menos representativo de su obra e incluso poéticamente inferior, sea el más editado, traducido y comentado.”

Una paradoja añadida a lo que parece ser el signo de la obra desde las contradicciones de antónimos sobre las que se construye el primero de los cincuenta y cuatro poemas que lo componen:

El toro, en la arena de Sepharad, 
embestía la piel tendida 
y la convierte, alzándola, en bandera.
Contra el viento, esta piel 
de toro, del toro cubierto de sangre, 
es ya jirón henchido por el oro 
del sol, por siempre librado al martirio 
del tiempo, oración nuestra 
y blasfemia nuestra. 
A la vez víctima, verdugo, 
odio y amor, lamento y risa, 
bajo la ciega eternidad del cielo.

No estoy seguro de si aquellas críticas inusualmente agresivas tenían más que ver con lo ideológico y lo político que con lo estrictamente poético o si son una mezcla explosiva de los dos criterios ante la obra de “un hombre de la periferia ibérica que intentó comprender tiempo ha el complejo enigma peninsular” que era la intención confesada por el autor en un prólogo de 1968. 

En todo caso, predominen el complejo o el enigma, parece que hicieron daño a un Espríu que confesaba en el ya mencionado prólogo de 1976: “Pronto me pregunté, y continúo preguntándome, si el esfuerzo ha merecido la pena. Por esto escribí enseguida el Llibre de Sinera, de un alcance y de una significación muy distintos.”

Volvía así, ya en 1959, tras ese paréntesis de poesía civil y didáctica, al territorio mítico de Sinera, anagrama del Arenys de sus raíces familiares, al que había dedicado su primer libro, tardío, de poesía, Cementerio de Sinera, que apareció en 1946Es también el topónimo poético del imaginario personal y colectivo sobre el que se proyecta su obra narrativa, dramática y lírica. 

Memoria y paisaje configuran el universo poético de Salvador Espríu. Un universo elegíaco y simbólico que evoca un mundo perdido y soñado a través de una poesía contemplativa y hermética que tiene como centro la presencia constante de la muerte y alcanza su culminación en Libro de Sinera y en Semana Santa, seguramente su cumbre poética. 

Es una poesía que desde su conciencia angustiada de la pérdida construye una mitología propia que se mueve entre lo lírico y lo onírico, una mitología que hace una transposición poética de la historia para tender puentes entre el pasado y el presente, entre lo personal y lo colectivo, entre lo metafísico y lo histórico, entre la utopía y la realidad o entre la reflexión política y el didactismo moral, como en el que seguramente es el más conocido de los poemas del libro, el XLVI, que adopta un tono sapiencial característico de La piel de toro:

A veces es necesario y forzoso 
que un hombre muera por un pueblo, 
pero nunca ha de morir todo un pueblo 
por un hombre solo: 
recuerda siempre esto, Sepharad. 
Haz que sean seguros los puentes del diálogo 
e intenta comprender y amar 
las razones y las hablas diversas de tus hijos. 
Que poco a poco caiga la lluvia en los sembrados 
y el aire pase como una mano tendida 
suave y muy benigna sobre los anchos campos. 
Que viva Sepharad eternamente 
en el orden y en la paz, en el trabajo, 
en la difícil y merecida 
libertad. 

Casi cincuenta años después de la edición en 1977 de una amplia Antología lírica bilingüe preparada por José Batlló para esta misma colección, esta edición de La piel de toro ofrece una nueva posibilidad de adentrarse en una poesía que, como señala Maria Moreno Domènech, “es siempre un recorrido hacia el conocimiento, una búsqueda constante del propio ser.”


 

16 noviembre 2025

El mundo acabará en viernes

 


15 noviembre 2025

La vida aburrida de Immanuel Kant

 


Si prescindimos de la historia de su desarrollo intelectual y de los resultados de éste no necesitaremos mucho tiempo para exponer los hechos de la vida de Kant. Pues fue una vida excepcionalmente desprovista de acontecimientos y de incidentes dramáticos. Es verdad que la vida de cualquier filósofo está primariamente dedicada a la reflexión, y no a una actividad externa en el escenario de la vida pública. El filósofo no es un comandante en el campo de batalla, ni un explorador del Ártico. Y a menos que se vea obligado a tomar veneno, como Sócrates, o que le quemen en la hoguera, como a Bruno, la vida del filósofo tiende a ser poco dramática. Pero Kant no ha sido ni siquiera un hombre de mundo y viajero, como Leibniz. No salió en toda su vida de la Prusia Oriental. Ni tampoco ha ocupado la posición de dictador filosófico en la universidad de alguna capital, como más tarde Hegel en Berlín. Kant fue simplemente un excelente profesor de la universidad, nada célebre, de una ciudad provinciana. Ni tampoco tuvo un carácter de los que suministran inagotable caza a los psicólogos analistas, como es el caso de Kierkegaard o Nietzsche. En sus últimos años sus conciudadanos lo conocían por la metódica regularidad de su vida y por su puntualidad, pero a nadie se le ocurriría ver en Kant una personalidad anormal. Y, sin embargo, no será extravagante decir que el contraste entre su vida tranquila y sin acontecimientos y la grandeza de su influencia tiene ya de por sí una cualidad dramática.

Frederick Copleston.
Historia de la Filosofía, VI.
De Wolff a Kant.
Traducción de Manuel Sacristán.
Ariel. Barcelona, 2000.


14 noviembre 2025

Chantal Maillard. Contra el Arte y otras imposturas