30 mayo 2005

Triste, solitario y final

En la definición de esos tres adjetivos que luego utilizaría Osvaldo Soriano para titular una novela se confunden Marlowe y su creador, Raymond Chandler. Alcohólicos, escépticos, de vuelta de todo, parecen recién salidos de un cuadro de Hopper.
En esa intersección ambigua del personaje y el escritor se configura gran parte de la sensibilidad contemporánea, que, heredera de Poe y Baudelaire, halló su cauce en el cine negro y en novelas y películas como El sueño eterno, La dama del lago o El largo adiós, de la que se publica ahora una nueva edición en Cátedra Letras universales.
Una excelente edición, que merece un buen estudio introductorio de Alfredo Arias a la traducción de José Luis López Muñoz. Pero que, sobre todo, supone sacar a Chandler y a algunos de sus textos del efímero papel amarillento de la literatura pulp.
Porque Chandler, amargado por consciente de estar malgastando su talento, avergonzado de escribir con brillantez, deseoso siempre de ocultar su capacidad estilística, es un novelista de técnica ejemplar, un modelo menor si se quiere pero absolutamente canónico.
Su uso de la voz narrativa y de la perspectiva, su trazado de personajes poliédricos, su economía en la descripción significativa de ambientes deberían ser virtudes suficientes para convertirle en lectura obligatoria en cualquier escuela de escritores.
Incluso algo que puede parecer un defecto, que a veces se noten demasiado las costuras de esas novelas, es en el fondo una virtud didáctica para aquellos que quieran aprender a escribir.

Por cierto, y para seguir con las alusiones a los franceses, en El largo adiós se dice de ellos:
"Los franceses tienen una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan: Decir adiós es morir un poco."