12 mayo 2005

Walden

“Sólo amanece el día para el que estamos despiertos” es una de las últimas, terminantes frases de una obra asombrosa, Walden. La escribió, como otras frases memorables de ese libro, Henry David Thoreau, un norteamericano de 1817, junto a la laguna de Walden cuando rondaba los treinta años.
Escrita con la apabullante fuerza desatada en la vida norteamericana del XIX, que dio pioneros de tierras y de espacios para la literatura, es la respuesta, inocente y civilizada a la vez, a un experimento en el que se funden la vida, la ecología y la literatura.
Acaba de aparecer en una excelente traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra en Letras universales Cátedra.
La excelencia de una traducción, por cierto, no es cuestón de diletantismo ni de pedanterías o cotejos con el original. Una traducción es buena cuando al lector no le zumba en los oídos como pasa con las insufribles traducciones de Proust que perpetró Pedro Salinas.
Una traducción es buena cuando el texto habla la lengua universal de la literatura.