20 septiembre 2005

Elogio de la sombra

“En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.”

Este curiosísimo texto forma parte de un ensayo no menos curioso que borgianamente se titula Elogio de la sombra.
Lo publicó en 1933 un japonés que se llamaba Junichiro Tanizaki. No es, aunque pudo, un personaje de El jardín de senderos que se bifurcan, sino alguien que murió en 1965 con casi 80 años y está considerado (yo lo desconocía, claro) uno de los grandes escritores japoneses contemporáneos.
A uno lo sacan de Mishima, Kawabata y de Kenzaburo Oé y es que se pierde y todos los orientales le parecen iguales y los confunde con los chinos.
Pero este Elogio de la sombra, una de esas rarezas inolvidables que me llegan de vez en cuando, es un libro deslumbrante sobre el enigma de la sombra, una defensa de lo opaco, del silencio, la penumbra y el espacio vacío. Una propuesta para huir de todo lo que brilla en exceso, como en este deslumbrante fragmento sobre la laca negra:

“Cuando está colocada en algún lugar oscuro, la brillantez de su radiante superficie refleja la agitación de la llama de la luminaria, desvelando así la menor corriente de aire que atraviese de vez en cuando la más tranquila habitación, e incita discretamente al hombre a la ensoñación. Si no estuviesen los objetos de laca en un espacio umbrío, ese mundo de sueños de incierta claridad que segregan las velas o las lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama perderían seguramente buena parte de su fascinación. Los rayos de luz, como delgados hilos de agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados uno aquí, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.”

Desconozco si la traducción del título es literal (Borges también cazaba estas rarezas) o un guiño de complicidad para iniciados.
El texto, casi no hace falta decirlo, está escrito en la lengua universal de la literatura, la belleza y la sensibilidad. Por eso suena tan bien en castellano, por eso no admite traducción al castúo.