19 octubre 2005

Brodsky en Venecia

“No soy un moralista (aunque trato de mantener mi conciencia en equilibrio) ni un sabio; tampoco soy un esteta ni un filósofo. No soy más que un hombre nervioso, por las circunstancias y por mis propios actos; pero soy observador. Como dijo una vez mi querido Ryunosuke Akutagawa, no tengo principios; lo único que tengo son nervios. Lo que sigue, por lo tanto, tiene más que ver con el ojo que con las convicciones, incluidas las que se refieren a cómo escribir una narración. El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición. Habiendo corrido el riesgo de ser acusado de depravación, no retrocederé ante la acusación de superficialidad. Las superficies -que es lo que el ojo registra en primer lugar- suelen ser más eficaces que sus contenidos, que son provisionales por definición, salvo, por supuesto, en la vida de ultratumba.”
Esas líneas son de Joseph Brodsky, de su Marca de agua. Apuntes venecianos, que publicó Edhasa en 1993 con traducción de Horacio Vázquez Rial.
Un elogio constante de la mirada y del ojo, sobre el que vuelve en este párrafo:
“El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo, sino que lo subordina totalmente. Pasado un tiempo -al tercero o cuarto día aquí-, el cuerpo empieza a considerarse a sí mismo tan sólo como el portador del ojo, como una especie de submarino a su periscopio ora dilatado, ora estrábico. De más está decir que, pese a todos sus objetivos, se perjudica invariablemente a sí mismo con sus explosiones: es nuestro corazón, nuestra mente, lo que se hunde. Ello, por supuesto, se debe a la topografía local, a las calles -estrechas, sinuosas como anguilas- que finalmente llevan al encuentro de un campo con una catedral en medio, recubierta de santos y haciendo gala de sus cúpulas como medusas. No importa el motivo por el que uno crea salir de casa aquí, tiene que perderse en esos largos, espiralados callejones y pasajes que seducen la mirada y la llevan a perderse en ellos.”

Un libro memorable para leer despacio. Inolvidable su tarde de té y galletitas con Olga Rudge, la viuda de Ezra Pound.