31 marzo 2006

Paradoja del interventor

Vuelvo a leer estos días, con gusto y sin prisa, la recién reeditada Paradoja del interventor, de Gonzalo Hidalgo Bayal, que aparece en Tusquets, después de una primera edición en Los libros del oeste hace ahora dos años.

Es una nueva edición revisada, con no pocos cambios, aunque de detalle: se ha limado algún leve defecto, alguna repetición, se ha redondeado alguna frase. Nada sustancial, sin embargo.

Repetida y lentamente asperjada por Miguel Ángel Lama, celebrada por la crítica y encumbrada a la cima del Parnaso novelístico por Rafael Conte, es una novela excepcional, que sin duda se merece esas idas y venidas, esos asedios con el hisopo, esas celebraciones.

Hay aquí no sólo calidad de página (que también, y en alto grado), sino calidad sostenida de la frase, consistente y cargada de fuerza y de rigor estilístico, de eso que técnicamente se llama información y que le marca al lector un ritmo de lectura lento y constante, el adecuado a la intensidad de su estilo, a la prudencia con la que hay que moverse en esta noche oscura y ferroviaria en la que conviven el vacío y una leve piedad.

Una noche (del mundo) en la que un hombre (el hombre) pierde el tren (de la vida). Todo lo precipita hacia la herrumbre, como en las tragedias clásicas, un error inicial y reiterado que asume la identidad ambigua de un interventor paradójico, de un turista accidental, causa eficiente y causa final de su desgracia desvalida, Ulises provinciano y de mansedumbre ferroviaria hacia una Ítaca que ya no está en los mapas.

Esta Paradoja del interventor no solo merece lentitud en la lectura, sino que la exige, como si de un largo poema se tratase, de un poema en el que se entra a fuerza de repetidos asedios.
Una novela que, desde luego, pide una relectura agradecida y tan satisfactoria o más que la primera lectura.

Por cierto, y a propósito de causas eficientes y causas finales, qué hostión más inolvidable el que se pega, con indisimulado deleite del narrador, un ciclista volatinero que acaba estampándose contra una puerta. Hostión inolvidable para el lector, pero sobre todo, claro, para la maltrecha criatura que monta el velocípedo.